Trabajo basura a orillas del Mithi
Altaaf, Shaeneez y decenas de personas se ganan la vida buscando metales y pl¨¢sticos entre los desperdicios acumulados junto a este r¨ªo que atraviesa Bombay
En la ciudad de Bombay, Dharavi constituye el mayor barrio de chabolas de Asia. All¨ª, son bien conocidos los oficios de lavandero, artesano, reciclador y sastre, entre otros, pues el enclave ha sido durante muchos a?os el centro de producci¨®n de cientos de empresas del mundo. Pero m¨¢s all¨¢, justo donde el conocido slum termina para dejar paso al r¨ªo Mithi, a la altura de Mahim, un grupo de personas ha acondicionado el lugar para establecer su puesto de trabajo. Son recicladores de lo ya reciclado en las factor¨ªas y plantas de la ciudad. Compran sus desechos en busca de alguna pieza de metal que haya podido escapar al primer filtro. All¨ª, rodeados de un entorno pestilente repleto de heces humanas y animales, y restos de todo tipo de inmundicia, ocupan la mayor parte de su d¨ªa. Altaaf lleg¨® a este grupo con una mentalidad distinta, con ganas de progresar. Gracias a ¨¦l optimizaron su m¨¦todo de b¨²squeda, lo que supuso multiplicar por cuatro las ganancias y mejorar en parte su calidad de vida.
La rutina de Altaaf en Aurangabad, unos trescientos cincuenta kil¨®metros al este de Bombay, era lo que uno espera de un sastre com¨²n en India. Un despertar cada d¨ªa, entrar a la factor¨ªa a escuchar el traqueteo de las m¨¢quinas para regresar a su casa a oscuras con poco m¨¢s que nada en los bolsillos. Altaaf se cas¨® joven y pronto, incluso antes de llegar los hijos al matrimonio, comenzaron los problemas econ¨®micos. Su salario de sastre no les alcanzaba para vivir en su peque?a casa y se vio obligado a buscar algo m¨¢s rentable.
Su condici¨®n de musulm¨¢n le permiti¨® casarse de nuevo con otra mujer aunque ninguna de las dos tard¨® en abandonarlo. Altaaf se qued¨® solo. Hab¨ªa renunciado a su trabajo, fracasado en sus relaciones y pasaba los d¨ªas de aqu¨ª para all¨¢ en busca de quehaceres de los que sacar alg¨²n beneficio. Un d¨ªa, andando cerca de la estaci¨®n de tren de Mahim, en Bombay, vio a unas personas que parec¨ªan atareadas en la orilla del r¨ªo y se acerc¨® a curiosear. Rahul era el nombre de un tipo que rondaba los cuarenta, ataviado de vestiduras exentas de todo lujo al que se acerc¨® a pedir informaci¨®n. Por entonces, Rahul era una especie de encargado de la empresa y al recibirle, directamente le invit¨® a trabajar con ellos en unas condiciones que mejoraban de sobra las que hab¨ªa tenido en su puesto anterior, por lo que acept¨® y comenz¨® de inmediato.
Ninguno de los trabajadores del ¨¢rea usa mascarilla para protegerse de los gases que emiten sus hogueras
Su labor era sencilla, aunque no agradable. El lugar era una monta?a de la m¨¢s pestilente masa informe de objetos intercalados entre desperdicios con un tono marr¨®n oscuro que aportaba cierta homogeneidad. Altaaf compraba las bolsas de desechos, las cargaba en su carreta hasta la orilla del r¨ªo, buscaba con sus manos entre toda aquella porquer¨ªa y revend¨ªa el metal que encontraba a las propias factor¨ªas o almacenes de reciclaje a los que hab¨ªa comprado la basura. Exactamente igual que sus compa?eros en Mahim. Todos tra¨ªan sus sacos en los que gastaban unas 3.500 rupias de media al d¨ªa (casi 42 euros), los vaciaban, buscaban y vend¨ªan su bot¨ªn despu¨¦s por unas 3.700 (44 euros aproximadamente) luego tiraban los desperdicios al vertedero. Un d¨ªa, Altaaf propuso un nuevo m¨¦todo: quemar los restos que pudieran contener algo de metal, y colar las cenizas en la orilla del r¨ªo, de forma que si algo se les hab¨ªa escapado a los ojos, pod¨ªa ser rescatado una vez los residuos pl¨¢sticos hubieran ardido. Todos estuvieron de acuerdo en hacer caso a su propuesta y desde entonces, en la orilla del r¨ªo Mithi se puede ver, cada noche y cada amanecer, una columna de humo negra que al desvanecerse deja un ambiente cargado y una monta?a de ceniza que esconde tres veces m¨¢s metal del que encontraban a ojo. Sus ganancias, despu¨¦s del cambio, ascienden a unas 700 rupias diarias (m¨¢s de 8 euros).
Cada uno de los doce operarios tiene asignada una funci¨®n en el r¨ªo. Unos buscan por encima alg¨²n trozo de cualquier metal que se hubiera escapado a los recicladores anteriores, otros separan piezas de pl¨¢stico que puedan incluir partes met¨¢licas, como algunos juguetes, o fragmentos de aparatos electr¨®nicos. Otros amontonan los desechos y los queman para luego transportar las cenizas hasta el borde del agua y que los cernedores, provistos de grandes coladores de pl¨¢stico, filtren la mezcla con un movimiento circular. Al final del proceso, se extraen los pedazos de cristal o vidrio que tampoco se fundieron en la hoguera. ¡°Hay bastante trabajo ¨Cafirma Altaaf¨C y, aunque hasta los propios recicladores de Dharavi nos miran por encima del hombro, ganamos dinero suficiente para vivir¡±.
Su jornada comienza normalmente a las nueve de la ma?ana y acaba a las siete de la tarde, pero cada uno es libre de marcharse antes o quedarse m¨¢s tiempo. No hay a quien rendir cuentas, salvo alg¨²n joven que venga contratado una jornada. ¡°Cuanto m¨¢s trabajas, m¨¢s ganas ¨Cdeclara Altaaf con un breve movimiento de hombros, como quien quita importancia a sus propias palabras por ser evidente lo que describen¨C. Nunca bajamos de las 500 rupias diarias ni superamos las 1.000, con eso alcanza a muchos para ayudar a sus familias, incluso para emplear a alg¨²n chaval que haga el trabajo m¨¢s costoso. El problema de la mayor¨ªa de estas personas no es el dinero sino el alcohol¡±. Seg¨²n el obrero, sus compa?eros no son capaces de ¡°pensar fuera de la burbuja¡°. Se limitan a hacer lo que se les ha dicho que hagan para terminar su d¨ªa, comprar algo de comer y bebida para pasar la noche suficientemente ebrios. ¡°As¨ª un d¨ªa tras otro. No aspiran a nada m¨¢s¡±, explica.
Altaaf vive en un peque?o apartamento por el que paga 4.000 rupias mensuales (unos 47 euros), as¨ª que su salario, que oscila entre las 15.000 y 30.000 al mes (de 180 a 360 euros) le sobra para ahorrar con vistas a crecer en el futuro. ¡°Estando aqu¨ª no nos van a respetar nunca. La sociedad no nos ve como personas¡±, asevera Altaaf, que ya tiene pensado montar su propio almac¨¦n de reciclaje confiando en la prosperidad de este negocio. Hoy en d¨ªa reciben basura de todos los rincones de la ciudad, sumada a la que llega en camiones desde Goa, Bangalore o Madras. Cuando tenga su propia planta, espera contratar a algunos de sus colegas y ganar consideraci¨®n y posici¨®n social. S¨®lo entonces se plantear¨¢ volver a casarse. ¡°Cuando tenga algo que ofrecer a mi esposa¡±, dice.
Shaeneez trabaja a unos diez metros de Altaaf y su historia representa la lamentable realidad de muchas mujeres de clase baja en India. Trabaja la jornada completa para ganar dinero y pagar estudios a sus hijos. ¡°No quiero que acaben en este sitio. No me importa trabajar m¨¢s horas si con ello les ayudo a tener un futuro mejor¡±, dice decidida y esperanzada. Shaeneez tiene cuarenta y tres a?os, tres hijos y un marido alcoh¨®lico.
"Los pobres no enfermamos. Tenemos preocupaciones mayores como para permitirnos caer enfermos"
Por ser la ¨²nica mujer del lugar, sus compa?eros la protegen y la ayudan en lo que pueden. Shaeneez llega a su puesto a las nueve de la ma?ana, un asiento improvisado en el suelo sobre una capa de pl¨¢stico entre monta?as de desperdicios. Su labor consiste en separar peque?os cristales y vidrios que han quedado enteros junto con las piezas de metal tras la quema. La mujer confiesa trabajar de manera aut¨®mata y hacer todas las horas extra que puede. ¡°Mientras estoy aqu¨ª, me olvido de lo dem¨¢s. Lo que me queda despu¨¦s es bastante peor¡±, alude con resignaci¨®n a la situaci¨®n de su hogar. Al salir del basurero le queda m¨¢s de una hora de trayecto en trenes, la compra, la cocina y las tareas dom¨¦sticas, pues toda la responsabilidad de la familia recae sobre ella, adem¨¢s, su paga tiene que sufragar todos los gastos, inclu¨ªdo el alcohol para su marido y, por supuesto, barajar la opci¨®n del divorcio no forma parte de la educaci¨®n que recibi¨®.
Despu¨¦s de media vida en el slum, los servicios sociales consideraron el caso de Shaeneez y su familia y les concedieron una vivienda bastante alejada del centro de la ciudad. ¡°Las tres horas diarias que gasto en ir y volver las podr¨ªa invertir en trabajar y ganar m¨¢s. Casi prefer¨ªa la chabola¡±, se lamenta la recicladora aunque est¨¢ agradecida por poder ofrecer la comodidad del techo estable a sus hijos.
Johnny, de veinticuatro a?os y Mehmood, de veintis¨¦is son dos de los cuatro hermanos que trabajan tambi¨¦n en el vertedero del r¨ªo Mithi. Nacieron y se criaron en ese entorno y a su edad, no se cuestionan por qu¨¦ ni c¨®mo siguen a¨²n all¨ª. Se limitan a trabajar como los dem¨¢s, sin mayor aspiraci¨®n ni arrepentimiento. Tienen suficientes ingresos para subsistir en su choza en el coraz¨®n de Bombay y la atm¨®sfera que les rodea, a pesar del hedor y las ratas, desprende fraternidad. Seg¨²n los hermanos, sus compa?eros son como su familia y no necesitan m¨¢s.
Ninguno de los trabajadores del ¨¢rea usa mascarilla para protegerse de los gases que emiten sus hogueras. Tampoco zapatos cerrados ni guantes. No hay regulaci¨®n de las cantidades de pl¨¢stico quemado, la emanaci¨®n de gas o las condiciones sanitarias. ¡°No es cuesti¨®n de dinero. Estamos todos sanos y no necesitamos protecci¨®n realmente. Los pobres no enfermamos. Tenemos preocupaciones mayores como para permitirnos caer enfermos¡±, afirma Altaaf.
Como muchos de los que viven en situaci¨®n de pobreza, Altaaf, Shaeneez y la mayor¨ªa de los trabajadores del r¨ªo valoran que los visitantes, en lugar de parar desde lejos con sus c¨¢maras como quienes hacen un tour por la sabana, se acerquen y hablen con ellos. Les hace sentir que tienen una historia que contar, que son m¨¢s que una atracci¨®n tur¨ªstica.
Sin embargo, al enfrentarse a diario a unas condiciones deplorables para el resto de clases sociales, est¨¢n acostumbrados a la marginaci¨®n y no ponen objeciones. Tienen su manera de entender la vida. ¡°Somos pasajeros de un veh¨ªculo y s¨®lo Dios puede conducir¡±, son las palabras de Altaaf, que indican, no conformismo, pero s¨ª aceptaci¨®n, pues de alguna manera le complace estar donde su Dios le ha llevado. Casi todos soportan desde la infancia la mirada altiva de la ciudad que apenas repara en su presencia para quejarse. Sin embargo, igual que el resto de ciudadanos, ellos tambi¨¦n despiertan cada ma?ana para completar su jornada de trabajo y costearse la vida que pueden llevar. Incluso algunos, como Altaaf, no se conforman, reflexionan, meditan y avivan esa ambici¨®n que es tan humana, pese a la oscuridad que asoma detr¨¢s de cada puerta. Esa que muchos desesperanzados pierden y dedican su existencia a vagar por el mundo en un largo d¨ªa que alterna noche y luz de doce en doce horas.
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