La otra mascarada veneciana
No es cierto que Venecia se est¨¦ hundiendo por el asalto de las aguas. Lo que la hunde es el peso de los millones de turistas
No es cierto que Venecia se est¨¦ hundiendo por el asalto de las aguas. Mucho se dice y especula sobre el tema, damas y damos se sofocan, campa?as piden socorro en todos los idiomas del dinero, fundaciones y otros riqu¨ªsimos del mundo se lanzan procelosos al rescate, pero hay quienes suponen que todo eso no es m¨¢s que una maniobra para disimular lo obvio: que lo que hunde a Venecia es el peso de los millones de turistas.
Llegan a carradas. Cada d¨ªa son, en promedio, unos 60.000, lo mismo que toda la poblaci¨®n de la ciudad entre canales. Pero los promedios, sabemos, son la forma de la mentira en estos tiempos; hay d¨ªas de febrero en que somos muchos menos; d¨ªas de agosto en que son cientos de miles y las calles del centro se hacen tan agradables como el metro a las siete.
Sesenta mil son muchos: 5.000 toneladas de carne de turista cada ma?ana, en pie, decididas a maravillarse sin descanso. No solo llegan; los m¨¢s ricos se quedan: compran casas, echan a los locales. Cada vez m¨¢s palazzi sobre el agua pasan vac¨ªos once meses al a?o porque el due?o es un financista americano, un alem¨¢n alem¨¢n, un comunista chino. En 1980 la ciudad ten¨ªa 120.000 habitantes; ahora, ya queda dicho, la mitad.
Algunos de ellos, pese a todo, se defienden. Est¨¢, para empezar, la resistencia sorda, la que calla su nombre. Es la que consiste en escaldar al turista de mil modos: atragant¨¢ndolo con las peores pizzas al sur del Monte Blanco, vendi¨¦ndole esos bichitos technicolor de vidrio de Murano, amonton¨¢ndolo en los cuartos de hotel m¨¢s r¨¢canos de un continente especializado en cuartos r¨¢canos, someti¨¦ndolo a todos los desprecios, enga?os, vej¨¢menes sonrientes.
Ese rencor ¨Ccomo todo rencor¨C tiene sentido: debe ser feo vivir de los restos de lo que construyeron ancestros ya tan muertos y saberlo, resignarse a la condici¨®n de sanguijuelas de un pasado remoto, pasar de orgullosos almirantes a camareros de luxe ¨Co ni siquiera.
Pero a veces intentan alguna forma de resistencia vocinglera: un modo de decir que, por un rato, vuelven a ser aquellos. El ataque de dignidad de estos ¨²ltimos meses se exhibe en las ventanas, un cartel repetido sobre paredes agotadas: No grandi navi, dicen. Y quieren decir que se oponen a que los brutos cruceros, esas m¨¢quinas de llenar los facebooks, esos monstruos marinos de 300 metros de largo, 15 pisos de alto, 3.000 marines por lechada, entren en el canal de la Giudecca, o sea: que te suenen un sirenazo en la nariz cuando te bebes un Bellini en la Riva dei Schiavoni. Y que, adem¨¢s, contribuyan al hundimiento tan temido.
Las autoridades empiezan a asumirlo: ya ordenaron que los barcos m¨¢s chicos no pueden pasar de tal lugar y los m¨¢s grandes ni acercarse al centro. La guerra es suave, enmascarada: carnaval veneciano. Las compa?¨ªas de cruceros amenazan: que van a sacar a Venecia de sus itinerarios, que van a boicotearla, que pump¨²n, que pamp¨¢n. Los pasajeros protestan: no quieren quedarse sin el momento m¨¢s foto de su viaje. Los venecianos farolean, insisten en que tienen ideales: de todos modos los turistas seguir¨¢n llegando por carradas y, adem¨¢s, los de crucero son baratos, gastan menos. Pero saben que, aun as¨ª, perder¨¢n unos miles de compradores de espantos cada d¨ªa. Entonces, para compensar, intentan cosas: ¨²ltimamente, por ejemplo, la g¨®ndola que cruza el Gran Canal a la altura del mercado, que siempre hab¨ªa cobrado 50 c¨¦ntimos, pas¨® a costar, solo para los forasteros, dos euros ¨Cy el malhumor de pagar cuatro veces lo que el se?or de al lado.
Venecia, incluso hundida, seguir¨¢ siendo esa ciudad que se hizo ¨Ccomo ninguna otra¨C con las bolsas ajenas.
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