Visita al memorial del dolor
En un recinto m¨¢s oscuro las caras de las 2.977 v¨ªctimas nos miran desde las paredes: el silencio es espeso
Todo empieza, faltaba m¨¢s, con una cola interminable bajo el sol. Somos miles, y los m¨¢s est¨¢n vestidos de turistas: con zapatillas nuevas. Hay negros, blancos, orientales varios, las mezclas m¨¢s diversas. Aqu¨ª la confusi¨®n de lenguas lleg¨® despu¨¦s, no antes, de la ca¨ªda de la torre.
?La cola dura m¨¢s de media hora; la entrada cuesta 26 d¨®lares (unos 20 euros). El Museo del 11 de Septiembre, en el sitio de las Torres Gemelas, no tiene un mes de inaugurado cuando lo visito. Hay, a la entrada, tremendo control de rayos equis para personas y bagajes ¨Cy tiene sentido: al fin y al cabo, fue esta ca¨ªda la que los puso en todas partes. El Museo ¨Cmadera oscura, piedra oscura, la luz como una sombra¨C est¨¢ construido en los cimientos de las torres: son espacios enormes muy vac¨ªos, paredones chorreados, multitudes que caminan en voz baja, sus pantalones cortos, sus c¨¢maras y tel¨¦fonos en ristre. La mayor¨ªa pone esa cara que se usa en los velorios. En el museo hay trozos del edificio retorcidos, vigas retorcidas, motores retorcidos, un carro de bomberos aplastado, esculturas involuntarias bellas; hay una escalera que permiti¨® escapar a tanta gente y fue indultada; hay un frontis enorme que dice que ¡°Ning¨²n d¨ªa los borrar¨¢ de la memoria del tiempo¡±: Virgilio se lo escribi¨® hace tanto para dos soldados troyanos que mataron a docenas de aquellos en una emboscada. Tras esa pared, dice un cartel peque?o, hay restos de personas.
En un recinto m¨¢s oscuro las caras de las 2.977 v¨ªctimas nos miran desde las paredes: el silencio es espeso. Hasta que alguien de pronto suelta un grito. Es un se?or de 50, bien trajeado, rubio. El se?or ahora llora a los gritos, grita; lo miramos sin saber qu¨¦ hacer o evitamos mirarlo. Un guardia joven negro se le acerca y le pregunta si est¨¢ ok.
¨CNo, no estoy ok.
Grita el se?or y llora m¨¢s y busca entre las caras en el muro. Despu¨¦s dice que conoci¨® a muchos, que ¨¦l mismo contrat¨® a algunos ese viernes y se murieron ese martes, que ¨¦l no muri¨® porque aquella ma?ana estaba en Boston, mir¨¢ndolo de lejos, que no tiene perd¨®n. El guardia le acaricia la espalda.
¨CD¨¦ gracias a Dios, dele las gracias.
M¨¢s all¨¢, en el sanctasanct¨®rum bien sombr¨ªo, un sinf¨ªn de imagen y sonido los va trayendo uno por uno: fotos, textos, voces de familiares, los silencios largos. Y, para cerrar, una muestra que reconstruye el d¨ªa con detalle: v¨ªdeos, relatos, objetos de los muertos.
Las construcciones de memoria ya se han vuelto un g¨¦nero: un signo de estos tiempos con tanto miedo de olvidarse. El museo cumple con creces la funci¨®n de la memoria: recordar, no entender. Tras 23.000 fotos, 10.000 objetos, 500 horas de pel¨ªcula aparece un panel chiquito sobre los efectos del desastre: ¡°?C¨®mo puede Am¨¦rica proteger a sus ciudadanos del terrorismo?¡±, se pregunta, y muestra soldados en Irak y Afganist¨¢n, Bush firmando el Acta Patri¨®tica que autorizaba el espionaje interno, un cartel policial que dice: ¡°Hay 16 millones de ojos en la ciudad. Contamos con todos ellos. Colabore¡±.
Al fin, en la tienda del museo, se venden banderas, camisetas, carritos de bomberos, perritos de peluche, tazas, joyas, bolsos: todo para conmemorar. Aqu¨ª, antes, hab¨ªa unas torres que se llamaban World Trade Center.
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