La estrategia del horror
Causa asombro el r¨¢pido tr¨¢nsito de nuestro metabolismo moral, cuya funci¨®n permite devorar cualquier monstruo
A costumbrados a la victoria, nuestro narcisismo solo puede contemplar el horror con una renuncia del dolor de cada uno y observar lo terrible con m¨¢s sorpresa que da?o. El obsceno ametrallamiento en la mina sudafricana de Lonmin Platinum, donde m¨¢s de treinta mineros fueron abatidos por la polic¨ªa en unos segundos; el gas sar¨ªn de Al Assad, que hizo del barrio de Guta, en Damasco, una balsa de cad¨¢veres; las fosas de Ucrania; los aviones civiles borrados en pleno vuelo, en fin, las matanzas de escolares a manos de un fan¨¢tico o la locura mortal de la isla de Ut?ya no parecen suficientes. Tampoco las recientes salpicaduras de las decapitaciones de periodistas, filmadas con un fondo des¨¦rtico que tiene m¨¢s de premonici¨®n que de paisaje, no llegan ni a mancharnos la ropa.
Causa asombro el r¨¢pido tr¨¢nsito de nuestro metabolismo moral, cuya funci¨®n permite devorar cualquier monstruo. Quiz¨¢ este est¨®mago de Occidente pueda explicarse por la infantilizaci¨®n de una sociedad bien parapetada entre los algodones que pusieron algunos esp¨ªritus mesi¨¢nicos, con Rousseau a la cabeza, creyendo que instauraban la Modernidad, para que no nos rasgu?¨¢ramos con las aristas de la realidad. Al repasar las primeras ediciones ilustradas de su Emilio, todav¨ªa m¨¢s endulzadas en el siglo XIX, veremos una galer¨ªa de errores y complacencia.
Tal vez, tambi¨¦n, esa voracidad pueda justificarse por unas revoluciones decimon¨®nicas que tuvieron m¨¢s de venganza que de propuesta pol¨ªtica. Luego vinieron las dos guerras mundiales, que trajeron el vocer¨ªo de unas democracias que, desde los estrados, han lanzado comida abundante a la muchedumbre, promesas de seguridad sin l¨ªmite, comodidad perpetua, utop¨ªas hacia los dominios de un mundo indoloro y, sobre todo, el material suficiente para que construyamos un individualismo que acaba en sordera, en aislamiento. De manera que el cuerpo de los degollados James Foley y Steven Sotloff, o la del ¨²ltimo asesinado, el periodista franc¨¦s Herv¨¦ Gourdel, pasar¨¢ a ser ¨²nicamente una imagen, la instant¨¢nea de un ca¨ªdo, uno m¨¢s, no importa si a causa de un explosivo colocado en un vag¨®n de metro o precipitado por las ventanas de las Torres Gemelas, borradas ya de las pel¨ªculas que fueron rodadas poco antes de aquel 11-S, como si Hollywood tuviera potestad de desdibujar el cielo y darnos otro de repuesto con un azul mentiroso.
S¨ª, cabr¨ªa hablar de una anestesia inoculada lentamente para que a la poblaci¨®n se le nuble la vista y no pueda ya reparar en la demolici¨®n a la que est¨¢ sometida la capacidad de pensar; el deterioro del juicio, la obturaci¨®n de la voluntad. Al fin y al cabo, el final de la posmodernidad, con su ideario que ha tendido a domesticarlo todo, no ha dejado m¨¢s que suced¨¢neos, es decir, simulacros, dise?o de lo ya dise?ado mil veces, abundancia y aburrimiento, repetici¨®n, inquebrantable fe en lo ¡°personal¡±, en el criterio ¡°propio¡±, y, sobre todo, miedo, mucho miedo.
Las cabezas rodantes de los periodistas, las recientes mutilaciones perpetradas por los yihadistas en Tombuct¨², los boquetes de Gaza, la proliferaci¨®n de drones, gloria del ingenio estadounidense o, en su defecto, los Vimpel R-37 rusos no bastan. Nada parece suficiente para que estalle esta c¨¢mara aislante donde una civilizaci¨®n entera parece mirar siempre hacia otro lado, convencidos de que somos los mejores, mientras recorren las calles casi cuarentones tatuados en skate; gentes disueltas en pantallas de m¨®vil, cuya seducci¨®n ha sido capaz de hacer hincar la rodilla a toda una sociedad; universidades atestadas de clientes, no ya de estudiantes; medios de comunicaci¨®n que fomentan nuestro exilio en el mundo; planes de estudio de donde no saldr¨¢ combustible, sino grasa animal para aceitar la gran m¨¢quina.
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