Crueldades admitidas
Los bancos, durante decenios, no s¨®lo permitieron el demencial endeudamiento de los ciudadanos, sino que lo fomentaron
Tuve una pesadilla, y aunque no soporto la aparici¨®n de sue?os en las novelas ni en las pel¨ªculas, como esto no es ni lo uno ni lo otro, ah¨ª va resumido: era de noche y estaba en la fr¨ªa ciudad de Soria, en la que pas¨¦ muchos veranos de mi infancia y en la que luego, durante doce a?os, tuve alquilado un piso muy querido, que dej¨¦ hace tres por causa de un Ayuntamiento desaprensivo. Me iba a ese piso para dormir all¨ª, pero me daba cuenta de que ya no ten¨ªa llave y de que ya no exist¨ªa, convertido ahora en una pizzer¨ªa o algo por el estilo. Pensaba en irme entonces al de mi ni?ez, pero a¨²n hac¨ªa m¨¢s tiempo que no dispon¨ªa de ¨¦l. Un hotel, en ese caso, pero estaban todos llenos, y adem¨¢s yo vest¨ªa inadecuadamente (me abstendr¨¦ de dar detalles).
La respuesta a la pregunta ¡°?D¨®nde ir¨¦?¡± fue la inmediata salida de esa ciudad y la tentativa de entrar en otras casas en las que he vivido. Una de Barcelona en la que me recibi¨® una mujer, una de Venecia en la que me acogi¨® otra, una de Oxford en la que pas¨¦ dos a?os, otra de Wellesley, un par de pisos que tuve alquilados en Madrid hace siglos. Ninguno exist¨ªa ya, pasaron a ser pasado. Los lugares a los que uno se encamin¨® centenares de veces despu¨¦s de una jornada, que uno ocupaba con relativa tranquilidad, de los que pose¨ªa llaves, ¡°de pronto¡± ya no estaban a mi disposici¨®n, hab¨ªan ?desaparecido. Si entrecomillo ¡°de pronto¡± es con motivo: en el sue?o no hab¨ªa lento transcurso del tiempo, como lo hay en la vida; estaba todo comprimido, superpuesto, todos mis ¡°hogares¡± eran uno y el mismo, y en ninguno ten¨ªa cabida. Me obligu¨¦ a despertar, me daba cuenta de que so?aba pero no lograba salirme de la sensaci¨®n de p¨¦rdida y caducidad, de ver clausurados los sitios que en otras ¨¦pocas eran accesibles y hasta cierto punto eran ¡°m¨ªos¡± (en realidad ninguno lo era, de ninguno hab¨ªa sido yo propietario, s¨®lo inquilino o invitado).
Centenares de millares de pisos est¨¢n desocupados, se deterioran, entran ladrones a llevarse hasta los grifos
Cuando, ya levantado, consegu¨ª sacudirme el malestar y el desamparo, no pude por menos de pensar en los millares de personas para las que ese mal sue?o es una verdad permanente. De todas las injusticias y desafueros, de todas las crueldades cometidas en este largo periodo, bajo los Gobiernos de Rajoy y de Zapatero, quiz¨¢ la mayor sean los desahucios. Hay cosas en las que la legalidad deber¨ªa ser secundaria, o en las que su estricta y ciega aplicaci¨®n no compensa, porque las ?consecuencias son desproporcionadas. Hace ya mucho escrib¨ª aqu¨ª que los espa?oles estaban muy confundidos al considerar poco menos que un ¡°derecho¡± tener una vivienda en propiedad. Me escandalic¨¦ de que gente con empleos precarios suscribiera hipotecas a treinta, cuarenta y aun cincuenta a?os. Expuse mi perplejidad ante la aversi¨®n de mis compatriotas a alquilar, con el argumento falaz y absurdo de que as¨ª tira uno el dinero. ?C¨®mo va uno a tirarlo por hacer uso de algo? Ser¨ªa como decir que lo tira por comprarse un coche que no va a durar toda la vida (y gastar en gasolina), o por comer, o por pagar la ropa que indefectiblemente se desgastar¨¢ y habr¨¢ que desechar alg¨²n d¨ªa. Pero lo cierto es que los bancos, durante decenios, no s¨®lo permitieron el demencial endeudamiento de los ciudadanos, sino que lo alentaron y fomentaron. Y, cuando demasiados individuos no pudieron hacer frente a las abusivas hipotecas, se iniciaron los desahucios, que a¨²n prosiguen. Las circunstancias de las personas no han importado: a los bancos y a los Gobiernos les ha dado lo mismo echar de su hogar a una anciana que s¨®lo aspirara a morir en ¨¦l que a una familia con ni?os peque?os. ¡°Est¨¢n en su derecho¡±, y lo ejercen. Pero ?para qu¨¦?
La mayor¨ªa de los pisos de los que sus medio-due?os han sido expulsados no sirven de nada. Los bancos y las inmobiliarias han sido incapaces de revenderlos ni de hacer negocio, y si han podido los han malvendido. Centenares de millares de ellos est¨¢n desocupados, empantanados, se deterioran, entran ladrones a llevarse hasta los grifos o se convierten en bot¨ªn de okupas, a menudo devastadores. El da?o infligido a las personas desalojadas ¨Cque ten¨ªan voluntad de cumplir, que llevaban tiempo habit¨¢ndolos, que los cuidaban, que simplemente no pod¨ªan satisfacer los plazos por haber perdido su empleo, y que habr¨ªan continuado con ellos a cambio de un alquiler modesto¨C es desmesurado respecto al beneficio obtenido ¨Csi lo hay¨C por los acreedores. Es, por lo tanto, un da?o gratuito e innecesario, un da?o sin resarcimiento, y a ese tipo de da?o se le ha dado siempre el nombre de crueldad, no tiene otro. No es comparable con el del casero que echa a un vecino por no abonarle el alquiler: gracias a su medida puede encontrar otro inquilino que s¨ª le pague, y no lo condene a perder dinero. Pero la gran mayor¨ªa de los pisos de desahuciados se subastan a precios irrisorios, o se pudren abandonados, y los bancos los ven como un lastre y apenas sacan ganancia. No hay nada que justifique ¨Cni siquiera explique¨C el inmenso perjuicio causado a los expulsados. Ellos s¨ª que se ven de repente sin llaves, ellos s¨ª que pierden su hogar, y se quedan a la intemperie.
elpaissemanal@elpais.es
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