El derecho a desconectarse
En un mundo donde la conectividad permanente es esencial, en el que se mide y pronostica cualquier clic y la l¨®gica mercantil domina todos los ¨¢mbitos de la vida social, la ignorancia puede llegar a ser un alivio
Las tres obsesiones de Estados Unidos ¨Cla tecnolog¨ªa, la forma f¨ªsica y las finanzas- han coincidido finalmente en Fitcoin, una nueva aplicaci¨®n que permite a los usuarios monetizar sus visitas al gimnasio. El mecanismo es sencillo: al integrar rastreadores y art¨ªculos ponibles en actividades corrientes, los latidos de nuestro coraz¨®n se convierten en moneda digital. Los fundadores de Fitcoin esperan que, como en el caso de su hermana mayor Bitcoin, esta moneda se pueda utilizar para comprar art¨ªculos exclusivos de socios como Adidas y reducir nuestras primas de seguro.
Puede que Fitcoin fracase, pero se sustenta en un principio que apunta la gran transformaci¨®n que est¨¢ experimentando la vida social, sometida a una conectividad permanente y a una mercantilizaci¨®n instant¨¢nea: lo que antes se hac¨ªa por placer o simplemente para encajar en las normas sociales, ahora lo dirige, con mano de hierro, la l¨®gica mercantil. Las dem¨¢s l¨®gicas no desaparecen, pero, ante el incentivo monetario, se convierten en algo secundario.
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La capacidad para medir a distancia todas nuestras actividades est¨¢ proporcionando nuevas formas de especulaci¨®n, ahora que todo el mundo ¨Cdesde las grandes empresas a las aseguradoras, pasando por los Gobiernos- puede dise?ar arteros sistemas de compensaci¨®n para provocar el comportamiento deseado en consumidores deseosos de ganarse unas perrillas. De este modo, hasta la m¨¢s prosaica actividad cotidiana puede vincularse a los mercados financieros mundiales. Al final, todos tendremos intereses en derivados que relacionar¨¢n el derecho a recibir ciertos servicios m¨¦dicos con nuestro ejercicio f¨ªsico. As¨ª es como la buena forma y la salud van cayendo paulatinamente en los dominios del dinero y las finanzas.
En otros ¨¢mbitos se est¨¢n produciendo transformaciones similares, muchas de ellas atizadas por la capacidad para recabar informaci¨®n y aprovecharla en tiempo real. Pensemos en el aparcamiento, donde una serie de aplicaciones como Haystack y MonkeyParking ha permitido a conductores solo provistos de tel¨¦fonos inteligentes subastar estacionamientos p¨²blicos a otros conductores que buscan sitio. Mediante ?Make a Move?, Haystack permite incluso a quienes han tenido la suerte de encontrarlo, subastarlo a su vez al mejor postor. Evidentemente, los sitios siguen siendo p¨²blicos, lo que cambia de manos es la informaci¨®n sobre su disponibilidad. Pero muy poco importa su te¨®rica condici¨®n de bienes p¨²blicos, porque el mercado negro de la informaci¨®n arteramente los convierte en privados.
La industria de la restauraci¨®n ha asistido a la explosiva proliferaci¨®n de aplicaciones parecidas. En lugar de intentar reservar mesa en un restaurante de moda, ?por qu¨¦ no pujar simplemente por ella en una subasta en internet? Aqu¨ª, la l¨®gica mercantil tambi¨¦n sustituye a la equidad de la doctrina anterior: el principio de que la mesa es para el que primero la pide. Usuarios de aplicaciones como Shout pueden reservar mesas con nombres falsos con el ¨²nico prop¨®sito de revenderlas a otras personas. Y no solo funciona en los restaurantes: tambi¨¦n se puede vender el puesto en la cola para adquirir el ¨²ltimo iPhone.
Lo que antes se hac¨ªa por placer o para encajar en normas sociales, ahora lo dicta el mercado
Est¨¢ claro que el viejo sistema no era perfecto ¨Clos VIP no sol¨ªan tener problemas para hacer reservas- as¨ª que hay algo de cierto en la ret¨®rica emancipadora, de exaltaci¨®n democr¨¢tica, que defienden los creadores de esas aplicaciones: nos conducen desde jerarqu¨ªas parcialmente basadas en formas de poder no monetarias (fama, contactos, reputaci¨®n) a otras cuya ra¨ªz ¨²nica es el dinero. Antes, para obtener una mesa en un restaurante de moda, ten¨ªas que ser rico y famoso; ahora, ?basta con ser rico! Pero una de las ventajas del viejo sistema era que de vez en cuando permit¨ªa hacerse con una mesa a los que no tienen ni dinero ni fama: de ah¨ª que se considerara justo y equitativo. El nuevo sistema no hace excepciones: solo conoce las leyes de la oferta y la demanda.
Las transformaciones que est¨¢n sufriendo todos esos prosaicos lugares ¨Cel gimnasio, el aparcamiento, el restaurante- ponen de manifiesto que, cuando se les a?ade una capa de informaci¨®n, pueden perder otras, sobre todo las relacionadas con un disfrute ajeno a la utilidad, puramente est¨¦tico, o con la solidaridad y la equidad. Bien pudiera ser que los peores excesos del capitalismo fueran manejables, por lo menos psicol¨®gicamente, precisamente porque en ocasiones pod¨ªamos cobijarnos en diversas zonas herm¨¦ticas que no se rend¨ªan a la l¨®gica de la oferta y la demanda. Gracias a esas zonas, impermeables a los ritmos de la globalizaci¨®n, pod¨ªamos pensar que era factible aspirar a una autonom¨ªa personal ajena a la burbuja mercantil.
De este modo, siempre pod¨ªamos encontrar consuelo en el arte, el deporte, la comida o el urbanismo: esos dominios, nos dec¨ªamos, eran fruto de consideraciones est¨¦ticas o artesanales, o presentaban suficiente cooperaci¨®n y solidaridad como para compensar la ocasional brutalidad de las relaciones mercantiles a las que no pod¨ªan escapar. Despu¨¦s de todo, hab¨ªa algo que te elevaba el esp¨ªritu, algo reconfortante en el hecho de que un gestor de fondos de inversi¨®n tuviera que pasarse tanto tiempo como un conserje buscando sitio para aparcar. Hace diez a?os, esta supuesta igualdad entre ambos era una realidad que parec¨ªa inalterable; hoy en d¨ªa, no es m¨¢s que una imperfecci¨®n tecnol¨®gica que podr¨ªa f¨¢cilmente enmendarse con un tel¨¦fono inteligente.
Nuestra vida la han hecho llevadera esas imperfecciones de las que muchas de nuestras instituciones se han aprovechado. Los peri¨®dicos, ampar¨¢ndose en la bendici¨®n de no saber lo poco que interesaban algunos de sus art¨ªculos, pod¨ªan correr el riesgo de colocarnos en primera p¨¢gina aburridos textos sobre cuestiones de relevancia p¨²blica. Ahora, cuando se mide y pronostica cualquier clic, ese riesgo no viene al caso: hasta las decisiones editoriales han de tomarse con la vista puesta en la l¨®gica del mercado.
Tampoco los aficionados a la lectura ten¨ªan forma de comprobar si la librer¨ªa en la que estaban ofrec¨ªa el mejor precio para el volumen que ten¨ªan en las manos. Con frecuencia se arriesgaban, pagaban m¨¢s y contribu¨ªan al sost¨¦n del establecimiento. Ahora, cuando est¨¢n armados de un smartphone siempre encendido, ese riesgo tampoco suele venir al caso: siempre tendr¨¢n a mano las herramientas de comparaci¨®n de precios de Amazon. No cabe duda de que los consumidores ganan, pero a costa de una s¨®lida y vibrante cultura literaria, basada en la existencia de librer¨ªas.
Hay aplicaciones que permiten reservar mesa en restaurantes con nombres falsos para revenderlas
En una ¨¦poca en la que valores como la solidaridad, la equidad y la diversidad no dejan de verse atacados, la capacidad para incorporar m¨¢s informaci¨®n a nuestras decisiones no hace sino acelerar su desaparici¨®n. En realidad, la ignorancia puede ser un alivio, sobre todo si lo que nos espera junto al conocimiento es la orden de ser m¨¢s eficiente, competitivo y provechoso. A falta de otros proyectos radicales que cuestionen el statu quo, la ignorancia o, m¨¢s bien, la fundamentada negativa a saber, puede ser un poderoso ant¨ªdoto contra los constantes esfuerzos que se hacen por reducirlo todo a un conocible nivel de precio, porque su propia existencia ya formatea a los ciudadanos, que pasan a ser consumidores.
La raz¨®n de que lo que nos cuentan los emprendedores hipertecnol¨®gicos estadounidenses nos suene tan bien es que siempre presentan el conocimiento como algo apol¨ªtico, ajeno a la pugna actual entre ciudadanos y Gobiernos o entre ciudadanos y grandes empresas. En el mundo de ensue?o de Silicon Valley, los ciudadanos corrientes tienen casi tanto poder como las aseguradoras, de manera que, seg¨²n su razonamiento, la informaci¨®n sobre nuestros niveles de actividad deber¨¢ necesariamente concederles a ambos la misma un mismo margen de maniobra.
Desde esta perspectiva, las iniciativas destinadas a vincularlo todo, personas y objetos, en un mismo Internet de las Cosas (?La pr¨®xima frontera para el ¡°Internet de las Cosas¡±: los beb¨¦s?, se lee en un reciente titular de la p¨¢gina web econ¨®mica CNBC) solo podr¨¢ significar que los espacios de imperfecci¨®n que temporalmente nos permit¨ªan relegar el triunfo de la l¨®gica mercantil en todos los ¨¢mbitos de la vida social ir¨¢n menguando todav¨ªa m¨¢s. Y si la conectividad permanente es esencial para que esa l¨®gica ejerza el control de nuestra vida, la ¨²nica autonom¨ªa por la que, tanto a los individuos como a las instituciones, les merecer¨¢ la pena luchar ser¨¢ la que florezca en la opacidad, la ignorancia y la desconexi¨®n. El derecho a conectarse es importante, pero tambi¨¦n el derecho a desconectarse.
Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducci¨®n de Jes¨²s Cu¨¦llar Menezo.
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