?Adi¨®s Don!
Siempre me gustaron las pel¨ªculas contadas. Una mezcla de curiosidad e impaciencia me llevaban a interrumpir una y otra vez
Abr¨ª los ojos y tras unos segundos de desconcierto, dije, ah. Mi casa. Madrid. Las cinco de la madrugada. Hice la cuenta de rigor: en Nueva York, las once de la noche. El momento justo y absolutamente hist¨®rico en que acababa de terminar el ¨²ltimo cap¨ªtulo de Mad Men. Para que luego digan que no hay algo. Lo hay. Y vi claro que si no me enteraba de c¨®mo hab¨ªa terminado la cosa no podr¨ªa volver a conciliar el sue?o esa noche, de tal forma, que marqu¨¦ el tel¨¦fono e imagin¨¦ c¨®mo sonar¨ªa en el apartamento. Su voz, antes que un c¨®mo has hecho el viaje, dijo: ¡°Lo sab¨ªa¡±. Y como lo sab¨ªa, se hab¨ªa puesto un whisky para sentarse sin prisas. Sab¨ªa tambi¨¦n que le iba a interrumpir mil veces, sab¨ªa que preguntar¨ªa por el lugar en que suced¨ªa cada escena, en el di¨¢logo, ?se miraban?, ?se besaron?
Poco importaba que al d¨ªa siguiente viera el cap¨ªtulo, me encantaba rumiar ese final contado. Siempre me gustaron las pel¨ªculas contadas. Cuando era peque?a, mi hermana me contaba por la noche aquellas que yo a¨²n no pod¨ªa ver. Una mezcla de curiosidad e impaciencia me llevaban a interrumpir su cuento una y otra vez con preguntas que alargaban tanto la narraci¨®n que, ante su indignaci¨®n, a menudo me dorm¨ªa sin dejarla llegar al final. A?os m¨¢s tarde, cuando le¨ª El beso de la mujer ara?a, de Manuel Puig, novela en la que un preso cuenta a otro las pel¨ªculas que recuerda, me di cuenta de lo esencial que ha sido para algunos el cine narrado. Era un prolongaci¨®n l¨®gica de la tradici¨®n oral. Y no exist¨ªa ese histerismo con respecto a desvelar o no los finales. El caso es que al colgar el tel¨¦fono fui entrando en el sue?o, tranquila ya al saber que Don¡
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