No hay nada m¨¢s com¨²n que una rareza
Creo que ser verdaderamente raro es imposible. Lo cual resulta bastante consolador
Me encanta la tercera acepci¨®n del diccionario de la RAE de la palabra normal: ¡°Que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano¡±. Ojal¨¢ fuera esa la primera definici¨®n del t¨¦rmino, en lugar de la que ahora figura (¡°que se halla en su estado natural¡±), porque expresa a la perfecci¨®n lo que siempre he pensado, a saber, que vivimos presos de un tr¨¢gico malentendido consistente en creer que, cuando hablamos de normalidad, nos estamos refiriendo a lo m¨¢s habitual, lo mayoritario, lo ¡°natural¡±, como dice la primera voz. Cuando, en realidad, de lo que estamos hablando es de la norma, de la ley, de una convenci¨®n previamente fijada. De un marco al que intentamos adaptarnos, pero que en realidad no define a nadie o casi nadie. Y es que tengo la profunda sospecha de que los individuos ¡°perfectamente normales¡± son escas¨ªsimos. A veces llego a pensar que en realidad no existen, que son un simple mito, como los dragones escamosos o el unicornio alado.
La vida me ha demostrado que, en realidad, todos estamos llenos de rarezas y de peque?as man¨ªas. Aunque las ocultamos celosamente, por lo general no les damos mayor importancia, y con raz¨®n, porque las rarezas se repiten much¨ªsimo: o sea, es m¨¢s habitual ser raro que normal. Hace a?os escrib¨ª un art¨ªculo sobre esas man¨ªas secretas, a ra¨ªz de haber descubierto que una conocida, la m¨¢s sensata, serena y confiable de su grupo de amigos, llevaba toda su vida guardando en cajitas de cerillas las u?as que se recortaba en manos y pies. A m¨ª me hab¨ªa parecido algo sorprendente, pero luego me escribieron tres lectores diciendo que ellos hac¨ªan lo mismo. Creo que ser verdaderamente raro es imposible. Lo cual resulta bastante consolador.
Aunque las ocultamos celosamente, por lo general no les damos mayor importancia, y con raz¨®n, porque las rarezas se repiten much¨ªsimo
El pasado mes de julio particip¨¦ en un curso formidable en El Escorial, uno de esos de verano de la Complutense. Lo dirig¨ªa Ra¨²l G¨®mez G¨®mez, lo organizaba la Fundaci¨®n Manantial, una ONG que se dedica a la ayuda e integraci¨®n de los enfermos mentales cr¨®nicos, y se titulaba prometedoramente Los excesos de lo normal y los defectos de la cordura, un enunciado que tambi¨¦n suscribo. Pues bien, cuando di mi charla se me ocurri¨® preguntar a la gente por sus rarezas. Si tres personas cont¨¢is vuestras man¨ªas, yo contar¨¦ la m¨ªa, propuse como quien cambia cromos (en realidad tengo m¨¢s de una). La sala estaba llena y me pareci¨® que me miraban con ganas de sincerarse, pero cohibidos. Con pudor, con recelo, con timidez. Al cabo, dos o tres se animaron a hablar, aunque relatando comportamientos muy comunes, como, por ejemplo, fijarse en las matr¨ªculas de los coches y hacer c¨¢lculos matem¨¢ticos con ellas. Pero, cuando el encuentro termin¨®, unos cuantos se acercaron discretamente a m¨ª y me confesaron en la intimidad unas rarezas estupendas.
Voy a contar dos que me encantaron, por lo diferentes y complejas. Un hombre me dijo que, cada vez que recog¨ªa la colada de la cuerda del patio, dejaba caer a prop¨®sito un calcet¨ªn; y que luego iba comprobando peri¨®dicamente si la prenda segu¨ªa all¨¢ abajo, en el suelo, o si la conserje lo hab¨ªa rescatado ya, que era lo que, antes o despu¨¦s, terminaba sucediendo. Luego la mujer lo dejaba en un reborde de la escalera, para que lo encontrara el vecino que lo hubiera perdido. Y ah¨ª nuestro amigo recuperaba su calcet¨ªn, todo feliz. No me digan que no es un relato formidable: qu¨¦ significar¨¢ ese calcet¨ªn para ese hombre, por qu¨¦ necesitar¨¢ comprobar tan a menudo que hay alguien que cuida de ¨¦l y que no permite que se pierda. A menudo hacemos poes¨ªa con nuestras vidas sin saberlo.
La otra rareza tambi¨¦n es genial. Una mujer me cont¨® que, cada vez que viajaba, iba dejando su ropa en las habitaciones de los hoteles y regresaba a casa con la maleta vac¨ªa. ?Guau! Eso s¨ª que es un viaje liberador, un trayecto hacia la ingravidez, una ceremonia de purificaci¨®n. Mientras los dem¨¢s solemos ir engordando nuestro equipaje en los viajes y regresamos con el doble de la carga con la que nos fuimos (una met¨¢fora de la pesadumbre de la vida), esta mujer vuela.
Ambos h¨¢bitos son tan elocuentes y curiosos, en fin, que parecen inventados. Pero no: son reales. A¨²n m¨¢s: estoy convencida de que debe de haber por ah¨ª m¨¢s gente que haga lo mismo, porque, como he dicho antes, no hay nada m¨¢s com¨²n que una rareza. La m¨ªa, por cierto, es de lo m¨¢s vulgar: duermo con la almohadita de mi cuna, es decir, soy como Linus, el amigo de Charlie Brown, y su frazada. ?Y ustedes? Perm¨ªtanse una peque?a libertad y saquen sus man¨ªas del armario.
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