La vuelta a los mundos del caf¨¦
De las zonas volc¨¢nicas de El Salvador a las h¨²medas colinas de Indonesia. El fot¨®grafo brasile?o Sebasti?o Salgado fue en busca de uno de los granos m¨¢s excitantes del planeta
¡°?Le provoca un tinto?¡±, me dijo sonriente la muchacha desde el otro lado del mostrador.
Nunca olvidar¨¦ esa dulce expresi¨®n en los labios de una bonita camarera. Transcurr¨ªan los a?os setenta del pasado siglo y andaba yo de viaje en un matusal¨¦nico autob¨²s por tierras del norte colombiano cuando, al parar en una fonda del camino, los pasajeros descendimos del veh¨ªculo a descansar un rato de la fatiga de la jornada. Yo sab¨ªa ya que el ¡°tinto¡± en Colombia no es el vino rojo, sino el caf¨¦ negro, desnudo de leche o crema y bien cargado de az¨²car de ca?a. Y la verdad es que, en esa hora, prefer¨ªa una cerveza. Pero qui¨¦n podr¨ªa decir no a una pregunta as¨ª, con el sonoro y elegante acento colombiano. Y acept¨¦ el tinto. Una delicia.
Hoy, d¨¢ndole vueltas con la cuchara a un caf¨¦ solo (o, si se quiere, negro; o, si se prefiere, espresso), mientras ojeo las estupendas fotos de Sebasti?o Salgado, se me ocurre pensar c¨®mo pudimos sobrevivir los occidentales durante tantos siglos sin esta bebida hoy casi indispensable. Porque si bien ya se conoc¨ªa en Oriente desde el siglo XVI, en Europa no comenz¨® a tomarse hasta comienzos del XVII y no se convirti¨® en un brebaje popular hasta el XVIII. ?Qu¨¦ ¨¦ramos sin el caf¨¦? ?C¨®mo se puede, por ejemplo, volver de una victoriosa batalla o, en el otro extremo, tener un feliz encuentro sexual sin tomarse un caf¨¦ para celebrarlo? A un amigo, hace unos a?os, despu¨¦s de un largo y minucioso chequeo que dur¨® d¨ªas, los m¨¦dicos le prohibieron para siempre el caf¨¦, por problemas renales y de tensi¨®n. Y ¨¦l se lamentaba: ¡°Ya no hago el amor como antes¡¡±, dec¨ªa. ¡°?Y qu¨¦ tiene que ver el sexo con el caf¨¦?¡±, le pregunt¨¢bamos extra?ados. Y ¨¦l respond¨ªa: ¡°Es que yo hac¨ªa el amor por el placer del cafetito de despu¨¦s¡±.
Viajando por el sur de Etiop¨ªa a?os atr¨¢s, casi en la frontera con Kenia, me asom¨¦ a los territorios de la regi¨®n de Kaffa. Es un desolado lugar del mundo por el que los turistas no suelen deambular nada m¨¢s que para hacer parada y fonda en la bonita ciudad de Jimma y seguir camino hacia el parque del r¨ªo Omo, un bello curso de agua que nace en las monta?as de Shewan y desemboca en el lago Turkana.
Son aquellas tierras pantanosas, o de sabana seca como en el norte keniano. Pero en el r¨ªo nadan unos cocodrilos que parecen salidos directamente del Jur¨¢sico. El caso es que all¨ª naci¨® la planta originaria del caf¨¦ ¨Cllamada por los locales bunna¨C, una suerte de matorral achaparrado que produce racimos de unas bayas del tama?o de un dedo gordo, con un color que va variando seg¨²n madura. Dice la leyenda que el poder excitante de los frutos lo descubri¨® en el siglo V un pastor llamado Kaldi, cuando vio a sus cabras brincar como saltamontes despu¨¦s de ingerirlos, y que el tal Kaldi se lo comunic¨® a unos monjes. Estos lo guardaron en secreto durante siglos, us¨¢ndolo no para brincar, sino para no quedarse dormidos en las aburridas horas de interminables rezos. Pero en el siglo XV alguien rob¨® unos cuantos granos y se los llev¨® a Yemen. Y de Yemen pasaron a toda Arabia y Turqu¨ªa. Y de Turqu¨ªa, en las alforjas de los ej¨¦rcitos otomanos, a Viena y a toda Europa. Y m¨¢s tarde, ya en el XVII, a Am¨¦rica. Produce escalofr¨ªos un dato que brinda Internet: en todo el mundo se consumen a diario 2.250 millones de tazas de caf¨¦. ?Puede realmente ser tanto?
Cuenta la leyenda que?su poder excitante?lo descubri¨® un pastor?en el siglo V
En un poblado pr¨®ximo a Jimma me detuve a pernoctar camino del r¨ªo Omo, en una pensi¨®n cuyo nivel de confort y estado de los aseos no me parece oportuno describir ahora. Dir¨¦ tan solo que para alcanzar el agujero que serv¨ªa de aliviadero en el patio de atr¨¢s hab¨ªa que ser un experto en el juego del tejo. Pero no me quedaba otra opci¨®n que elegir entre el infame hostal o la noche al aire libre en una zona plagada de hienas. Me qued¨¦ en la posada.
Esa noche, los due?os me obsequiaron con una suerte de ¡°ceremonia del caf¨¦¡±, parecida a la que celebran con el t¨¦ algunas tribus n¨®madas del S¨¢hara. Hab¨ªa que tomar tres tazas y la ¨²ltima era la m¨¢s dulce. Pero antes, en una sart¨¦n, se tostaban los granos frescos, y todos los presentes, en actitud m¨ªstica, ¨ªbamos esnifando el potente perfume que el tueste desprend¨ªa. ?Celestial aroma!¡ con un inconveniente: las tres tazas me quitaron el sue?o y me pas¨¦ la noche contando ratones y cucarachas en la soledad de mi aposento, mientras en el exterior se burlaban las hienas de mi duermevela.
En la tertulia que sigui¨® al caf¨¦, antes de encamarme, mis anfitriones et¨ªopes me contaron una suerte de chiste. Por entonces, el ghan¨¦s Kofi Annan, un guapo hombre de color, de atildado aspecto, ojos vivaces, elegantes cabellos blancos y una despampanante esposa rubia de origen n¨®rdico, era el secretario general de la ONU. Muchos africanos le acusaban de ser un negro con alma blanca ¨Calgo que le suceder¨ªa tambi¨¦n a Barak Obama¨C y ello daba lugar a una extendida burla en la regi¨®n de Kaffa. En fante, el idioma ghan¨¦s, el nombre del antiguo secretario general significa algo as¨ª como ¡°nacido en viernes, con un hermano gemelo y cuarto de los hijos de la familia¡±. Pero en am¨¢rico, la lengua et¨ªope, koffi es caf¨¦, y annan, leche. De modo que aquel secretario general, un negro de alma blanca, era para muchos et¨ªopes una suerte de ¡°caf¨¦ con leche¡±.
¡°En lugar de vino¡±. Dicen que el primer eu?ropeo que prob¨® el caf¨¦ fue un m¨¦dico y herborista alem¨¢n llamado Leonard Rauwolf, que lo defini¨® en un libro como bebida aconsejable para los males del est¨®mago, asunto m¨¢s que dudoso pues m¨¢s bien anima a las ¨²lceras a excitarse. El texto data de 1591 y est¨¢ inserto en un relato sobre un viaje del autor por Levante y Mesopotamia durante los a?os 1573-1578. Tambi¨¦n un espa?ol, el padre jesuita madrile?o Pedro P¨¢ez, habl¨® de la bebida en un cap¨ªtulo de su libro Historia de Etiop¨ªa (1622), en el que hace referencia a su paso por Yemen en 1591.
P¨¢ez, al contrario de Rauwolf, era en esta ocasi¨®n un viajero a la fuerza. Hab¨ªa partido de Goa, finalizando el a?o 1590, con el padre catal¨¢n Antonio de Montserrat, rumbo a Etiop¨ªa. Los dos misioneros pretend¨ªan cruzar el ?ndico y llegar hasta el mar Rojo disfrazados de mercaderes, para establecer una misi¨®n en tierras et¨ªopes. Pero, cerca del golfo de Om¨¢n, fueron descubiertos por unos piratas turcos, quienes les hicieron prisioneros y les obligaron a cruzar, encadenados y andando, el desierto de Rub al Jali (¡°la habitaci¨®n vac¨ªa¡±) hasta llegar al enorme wadi de Hadramaut, el milenario cauce de un r¨ªo seco. All¨ª, en la ciudad de Haynan, donde permanecieron encarcelados cuatro meses, probaron el caf¨¦: ¡°¡ El sult¨¢n nos hizo sentar ¨Ccuenta P¨¢ez¨C y nos dio c?hua, que es agua cocida con una fruta que llaman b?n y que beben muy caliente en lugar de vino¡±.
P¨¢ez y Montserrat fueron liberados en 1596, despu¨¦s de servir unos meses como galeotes en los muelles yemen¨ªes de Moka (hoy Al Mukalla), un lugar famoso por ser el puerto principal desde donde se exportaba el caf¨¦ yemen¨ª. En su extenso libro, P¨¢ez no volvi¨® a hacer referencia a la bebida, pese a que en Etiop¨ªa era y es mucho m¨¢s popular que el t¨¦.
Algunas fuentes afirman, creo que con exactitud, que el caf¨¦ se col¨® en Europa en 1592, durante el cerco de Viena por el sult¨¢n otomano Solim¨¢n I el Magn¨ªfico. Cierto es que el gran guerrero turco no pudo conquistar la ciudad cristiana, pero tal vez los contrabandistas ¨Cespecie que abunda y suele enriquecerse en las guerras¨C se las ingeniaron para introducir en la ciudad sitiada productos orientales de rond¨®n, entre ellos el caf¨¦, que ya hac¨ªa furor en la Turqu¨ªa de entonces.
Sea o no cierto, hoy coexisten el ¡°caf¨¦ vien¨¦s¡±, una especie de cappuccino adornado con virutas de chocolate, y el ¡°caf¨¦ turco¡± ¨Cel mismo que el llamado ¡°griego¡±¨C, que se hace hirviendo en el agua los granos molidos muy finos, por tres veces. No lleva az¨²car y hay que tener cuidado con los posos, que quedan en el fondo de la taza para, supuestamente, seguir aportando sabor a la bebida. El riesgo con este tipo de preparaci¨®n reside en que, si uno no lo sabe y la bebe de prisa, puede tragarse una buena porci¨®n de posos, lo que resulta casi vomitivo si no est¨¢ acostumbrado.
Y ya que hablamos de Grecia y Turqu¨ªa, conviene advertir a quienes deambulen por aquellas latitudes que en esto del caf¨¦ hay que ser muy cuidadoso. En cierta ocasi¨®n, all¨¢ por el a?o 1971, viajaba en un autob¨²s por la costa occidental turca camino de Dikili, una peque?a localidad desde la que pod¨ªa tomarse un barco para cruzar a la isla griega de Lesbos. Llevaba casi un mes en el pa¨ªs y estaba encantado con la ex¨®tica comida turca, aunque era incapaz de probar su caf¨¦: como ya he contado, una infusi¨®n amarga, espesa y llena de posos. La gente que viajaba en el mismo veh¨ªculo se desviv¨ªa por ser amable con el extranjero: me ofrec¨ªan comida, agua, y cuando el coche pinchaba ¨Ccosa muy frecuente¨C, sacaban de alguna parte una silla para que me sentase a la sombra mientras reparaban el neum¨¢tico. Nadie hablaba ingl¨¦s, pero si mencionaba que me dirig¨ªa a Grecia, todos hac¨ªan gestos despectivos e incluso uno de los pasajeros se esforz¨® con ruidos y movimientos vehementes de los brazos en hacerme comprender que Grecia era un pa¨ªs que merec¨ªa ser bombardeado.
Al calor del caf¨¦ se han urdido grandes conspiraciones e incluso revoluciones
En Dikili embarqu¨¦ en un peque?o pesquero que gobernaban el patr¨®n y dos marineros helenos. A poco de zarpar, los tres se volvieron hacia la costa turca y lanzaron ostensibles cortes de manga. Luego extremaron su amabilidad conmigo y uno de ellos, que hablaba algo de ingl¨¦s, me ofreci¨® una taza de caf¨¦. Ya he dicho que la forma de prepararlo en uno y otro pa¨ªs es exactamente igual. Y sin conciencia exacta todav¨ªa de que me alejaba de Turqu¨ªa, se me ocurri¨® decir: ¡°Es muy bueno el caf¨¦ turco, pero me quita el sue?o¡±. ?Turco!, ?hab¨ªa dicho turco! Falt¨® poco para que acabase en el mar como pasto de tiburones.
La imaginaci¨®n al caf¨¦. Los que vivimos la triste posguerra franquista espa?ola sabemos bien lo que significa la escasez. En el pa¨ªs, aislado por la mayor parte de la comunidad internacional a causa de su sistema pol¨ªtico, escaseaban numerosos productos y una buena parte de ellos tan solo se lograban de contrabando, por ese famoso estraperlo con el que se labraron tantas fortunas de origen fraudulento. En muchos bares de mi infancia se serv¨ªan suced¨¢neos usando la achicoria, la algarroba, la cebada, los altramuces e incluso las ra¨ªces de algunas plantas. Pero ninguno alcanz¨® el estupendo sabor del verdadero caf¨¦, y con el fin de aquella Espa?a del hambre el caf¨¦ regres¨® a los paladares patrios como signo de prosperidad.
Ignoro si hay alg¨²n pa¨ªs del mundo en donde se consuma de tantas maneras diferentes el caf¨¦. Creo que en Espa?a se toma casi a la carta, como si cada ciudadano disfrutara de su particular manera de saborearlo. Y es probable que no haya una especie tan inteligente detr¨¢s de la barra de un bar como el viejo camarero madrile?o, una raza hoy en extinci¨®n, que conoc¨ªa, uno por uno, los gustos de cada cliente en la manera de servirle el caf¨¦. Se me ocurren a bote pronto unas cuantas: solo y sin az¨²car o solo con mucho az¨²car; cortado; manchado (un vaso de leche con una chispa de caf¨¦); bomb¨®n (caf¨¦ y leche condensada); largo de caf¨¦ o largo de leche; americano (muy aguado); con leche del tiempo, templada, fr¨ªa o muy caliente; con una nube de leche; doble o sencillo; en vaso o en taza grande, mediana o peque?a; con unas gotas de aguardiente (carajillo); con hielo en el verano¡ Menos a cucharadas, en Espa?a se bebe caf¨¦ de todas las formas imaginables. ?ltimamente, adem¨¢s, he visto que sus granos tostados se incorporan a algunos gin-tonics.
Y mundo adelante, sus formas de degustarlo se multiplican por cientos: cappuccino, espresso, macchiato, de olla, frapp¨¦, biber¨®n, granizado, irland¨¦s, noisette¡, y as¨ª resulta interminable el recorrido de tan extra?o fruto. ?D¨®nde he tomado el peor caf¨¦ del mundo? Pues, curiosamente, en las tres ciudades que pretenden ser la cumbre de la civilizaci¨®n: Nueva York, Londres y Par¨ªs. En la primera de las urbes es una suerte de l¨ªquido negro aguado que apenas emana aroma ni ofrece sabor, y que tan solo tiene la virtud de estar caliente, casi ardiendo, con lo cual corres el riesgo de quemarte la lengua antes de distinguir a qu¨¦ sabe. En Londres, rendidos al t¨¦, lo desde?an cual si fuera una bebida bastarda y ning¨²n ingles te ofrecer¨¢ nunca ¡°a good cup of coffee¡± con el mismo gesto e aristocr¨¢tica elegancia que te ofrecer¨ªa ¡°a good cup of tea¡±. Y en cuanto a Francia, en mi opini¨®n, lo odian porque Napole¨®n lo desde?aba. ?Y d¨®nde he bebido el mejor caf¨¦ del mundo? El asunto merece, desde luego, un apartado especial.
Papas y escritores. Cada cual tiene sus gustos y yo no albergo dudas sobre los m¨ªos. Si dejo de lado el tinto que me ofreci¨® la bella muchacha de la sierra norte?a de Colombia, creo que no he probado mejores caf¨¦s que los de Italia y Brasil. Y en circunstancias y sabores diferentes.
El caf¨¦ fue siempre una bebida que despert¨® desconfianzas entre los poderosos porque, en muchas ocasiones, sirvi¨® como pretexto para urdir conspiraciones e incluso revoluciones, de la misma manera que fue c¨®mplice de tertulias literarias, de las que casi siempre sospecharon y sospechan los pol¨ªticos. A menudo ha sido prohibido por esa raz¨®n y hasta se han dictado bandos para cerrar los locales en donde se consum¨ªa. En vano: la bebida siempre ha vencido. E incluso su aportaci¨®n por parte del marido ha sido a veces condici¨®n sine qua non para que la mujer aceptara un matrimonio de conveniencia. Cuando los mercaderes venecianos comenzaron a llevarlo a Italia desde Oriente, algunos cl¨¦rigos de alto rango recomendaron al papa Clemente VIII su prohibici¨®n, alrededor del a?o 1600, puesto que se trataba de una infusi¨®n de infieles, calific¨¢ndola adem¨¢s de ¡°brebaje de Satan¨¢s¡±. El Pont¨ªfice decidi¨® probarlo. Y qued¨® tan encantado desde el primer sorbo que no solo se opuso al veto, sino que lo bautiz¨® cristianamente, despu¨¦s de afirmar que no era justo dejar esa delica?tessen tan solo para que la disfrutaran los infieles. Tal vez para pagar la deuda, los italianos enterraron a este Papa en la bella iglesia de Santa Mar¨ªa dopo Minerva, muy cerca del Pante¨®n, con una hermosa tumba de m¨¢rmol que guarda sus restos. Incluso le perdonaron sus veleidades inquisitoriales, como el hecho de haber ordenado quemar vivo a Giordano Bruno por hereje y copernicano.
En muchos locales p¨²blicos el rito exige tomarlo en un ambiente de cierto intimismo, en veladores de m¨¢rmol y maderas nobles, y a ser posible sobre un suelo de grandes baldosas marm¨®reas, alternando las blancas y las negras. As¨ª es el Novelty, por ejemplo, en la plaza Mayor de Salamanca. No obstante, en mi opini¨®n, si el caf¨¦ es excelente, sobra el marco elegante.
Y eso sucede en Roma con el que se toma en el peque?o local San Eustaquio, frente a la iglesia del mismo nombre. Es un establecimiento con un mostrador en el que apenas pueden caber, apretadas, unas veinte personas. Y afuera, cuando el tiempo es bueno y no amenaza lluvia, los camareros colocan una docena de vulgares mesas de metal con inc¨®modas sillas tambi¨¦n met¨¢licas. Y hay casi bofetadas entre la clientela por hacerse con un sitio.
En la plaza de San Marcos de Venecia pueden tomarse estupendos espressos y cappucci?nos en el Florian, servidos por camareros de etiqueta y, en el verano, amenizados con orquesta al aire libre. Pero, puestos a combinar el buen gusto y la calidad de la bebida, yo me ir¨ªa a Trieste, en el extremo noreste de Italia, ese rinc¨®n del Adri¨¢tico en donde se re¨²nen la elegancia y solemnidad austroh¨²ngaras con el rutilante y alegre sol meridional. Muchos viajeros suelen acercarse para ver si sorprenden a Claudio Magris tomando su caf¨¦ en el San Marco, cosa dif¨ªcil, pues el escritor ha huido hace tiempo de los selfies del turista.
Y adem¨¢s el San Marco es una cafeter¨ªa que va camino de la decrepitud. Prefiero el distinguido Tommaseo, de aire art d¨¦co, y sobre todos, el Caff¨¦ degli Specchi. En los a?os veinte del pasado siglo, James Joyce lo visitaba a diario en horas diurnas, con su familia y amigos. En las horas tard¨ªas prefer¨ªa largarse a los bajos fondos de la ciudad, emborracharse cumplidamente y terminar en el camastro de una prostituta. El Specchi de hoy es bello, limpio y te?ido de una p¨¢tina de clasicismo se?orial y rom¨¢ntico que atrae en forma irresistible. Durante los a?os que siguieron a la II Guerra Mundial, este caf¨¦ fue un lugar de encuentro entre muchachas italianas y j¨®venes soldados americanos e ingleses que pertenec¨ªan a las fuerzas de ocupaci¨®n. O sea: un semillero de romances, muchos de los cuales terminaron en matrimonio. A m¨ª, no obstante, me gusta recordar all¨ª a James Joyce, con su actitud de extra?o y su mirada extraviada. Hay una terracota en una urna que lo representa.
Y en fin: era el a?o 2002 y yo recorr¨ªa, en territorio brasile?o, el gran Amazonas, entre Tabatinga y Manaos. Viajaba en la cubierta de un trasbordador (un recreio los llaman all¨ª) repleta de hamacas, en las que, apretujados al m¨¢ximo, dorm¨ªamos durante las noches dos centenares de pasajeros. Pagaba un precio irrisorio que inclu¨ªa desayuno, almuerzo y cena. La comida no era abundante ni de mucha calidad. Pero el barco rezumaba vitalidad y aventura. Y en la proa, en un peque?o compartimento que serv¨ªa de bar, hab¨ªa siempre una cafetera de cristal y vasitos de papel para servirse libremente el caf¨¦ que uno quisiera. Era dulce, arom¨¢tico, suave, sutil¡
?Le provoca un cafetinho, amigo lector?
Las im¨¢genes de Sebasti?o Salgado para Illy tomadas en los pa¨ªses productores de caf¨¦, algunas de las cuales ilustran estas p¨¢ginas, se exponen en la Fondazione Bevilacqua La Masa de Venecia hasta finales de septiembre y forman parte de un libro publicado por la editorial Contrasto.
elpaissemanal@elpais.es
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