De verdad, ?somos peores ahora?
M¨¢s que aceptar un discurso catastrofista tenemos voz para exigir a nuestros Gobiernos que nuestras puertas han de estar abiertas
Los hay que se preparan las lecturas de agosto, como si fuera una de aquellas carpetas de Vacaciones Santillana, y las hay, como quien esto escribe, que prefieren leer a la deriva, a donde el azar te lleve. En uno de mis paseos temerarios por el Madrid sofocante de ¨²ltimos de julio compr¨¦ una novela gr¨¢fica, Los ¨²ltimos d¨ªas de Stefan Zweig, que narra los ¨²ltimos d¨ªas del escritor austriaco y su joven esposa Lotte en la ciudad brasile?a de Petr¨®polis. No descubro nada si cuento el final, el suicidio de Zweig y su mujer; la imagen de la desgraciada pareja en la cama, abrazados y entregados a un sue?o eterno se reproduce, para mi gusto con demasiada frecuencia, cada vez que se habla de aquellos d¨ªas. Esa novela de Seksik&Sorel, que cuenta a trav¨¦s de magn¨ªficas acuarelas el paisaje voluptuoso, casi on¨ªrico en el que respir¨® Zweig sus d¨ªas finales, me llev¨® a abrir un libro de esos que me esperaba desde hac¨ªa un a?o, el de la correspondencia entre Stefan Zweig y el otro gran escritor y cronista austriaco, Joseph Roth. En esas cartas, el car¨¢cter humano y generoso de Zweig contrasta con el esp¨ªritu furioso, agudo, marrullero y malgastador del brillante Roth. Ese volumen de la correspondencia me condujo a unas memorias escritas por el novelista Soma Morgenstern, que vio su carrera frustrada para siempre por el nazismo y la guerra. Su libro de memorias, Huida y fin de Joseph Roth, hace recuento de la amistad vivida en caf¨¦s y en redacciones de peri¨®dico entre Austria, Alemania y Francia. Primero en la que fuera la capital del mundo de la inteligencia, Viena, y finalmente, en el Par¨ªs de los refugiados. He continuado, atrapada ya por una ¨¦poca de la que resulta imposible desprenderse, con El exilio imposible de Stephan Zweig, del profesor Prochnik, unas p¨¢ginas que siguen los pasos del Zweig por sus diferentes ciudades de acogida, Londres, Par¨ªs, Los ?ngeles, San Francisco, Nueva York y finalmente, la frondosa Petr¨®polis donde decidi¨® quitarse la vida.
El haber transitado de un libro a otro por esa ¨¦poca de hace menos de un siglo en la que miles de personas buscaban un lugar sobre la tierra en donde no ser torturadas, encarceladas y asesinadas, me ha llevado a pensar, c¨®mo no, en los acontecimientos de estos d¨ªas. Dicen que cuando en Londres Zweig se enter¨® de la entrada de los alemanes en Francia palideci¨® y se qued¨® sin habla y encogido durante un rato. Rumiaba ya su muerte voluntaria. Si Francia no nos acoge, murmur¨®, el mundo (de ayer) puede darse por terminado. El novelista Morgenstern, que escribi¨® sus recuerdos en Nueva York despu¨¦s de la guerra, sent¨ªa la muy humilde alegr¨ªa de que Joseph Roth muriera antes de que la Francia que ¨¦l adoraba lo mandara junto a sus compatriotas a un campo de concentraci¨®n. Hay ecos en todas estas p¨¢ginas de los espa?oles que hu¨ªan de nuestra guerra hacia Francia y eran abandonados a su suerte en la playa, sin ning¨²n tipo de alivio a su escasez, en tr¨¢nsito, aunque ellos no lo supieran, a un campo de concentraci¨®n nazi.
No fueron pocos los barcos que viajaron a Am¨¦rica con refugiados y el puerto de llegada los rechaz¨®. De Francia a Cuba, y de la Habana, de vuelta, a Amberes. Tanto tiempo a bordo alimentando la esperanza de una nueva vida para ser devueltos a su temible destino: los campos, la muerte. Cu¨¢nta no ser¨ªa la angustia de todos aquellos d¨ªas en alta mar. Max Aub lo cont¨® en su obra San Juan, el nombre del barco de la di¨¢spora. Aunque Estados Unidos ha presumido siempre de haber acogido a media Europa, los datos no cuadran. De hecho, entre 1931 y 1944 el n¨²mero de emigrantes llegados de Europa fue el m¨¢s bajo en los ¨²ltimos cien a?os: 377. 597. Sin embargo, la paranoia colectiva y una campa?a interesada hicieron creer a los ciudadanos americanos que estaban perdiendo puestos de trabajo por culpa de los reci¨¦n llegados. Algunas empresas hicieron comunicados desminti¨¦ndolo.
Ahora, cuando las im¨¢genes de criaturas hambrientas, cansadas y desprotegidas, nos llevan a pensar que somos peores que nunca, que avanzamos en el terreno de la deshumanizaci¨®n y la crueldad, pienso en que no es cierto. Tampoco somos mejores, y hay que contar que el material con el que est¨¢ hecho el cerebro humano es francamente defectuoso, pero m¨¢s que aceptar un discurso catastrofista que a nada conduce tenemos voz para exigir a nuestros Gobiernos que nuestras puertas han de estar abiertas para los que huyen. Si Europa fue cruel con sus hijos, debemos demostrar que algo hemos aprendido. En ese acto de tender la mano debe resumirse la idea misma de Europa, su raz¨®n de ser, su coraz¨®n.
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