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L¨¢grimas detr¨¢s de cada bolsita de t¨¦

Las condiciones laborales de los recolectores en India, el segundo pa¨ªs m¨¢s exportador, se parece muy a menudo a la esclavitud de hace siglos

Vecinas de la regi¨®n de Dooars secan su ropa en una colina.
Vecinas de la regi¨®n de Dooars secan su ropa en una colina.MATILDE GATTONI

A mediod¨ªa, cuando el sonido de la sirena que marca el final del turno de ma?ana recorre la hacienda de t¨¦ de Mogulkata de la regi¨®n de los Duars, en el este de India, Mina Sharma, de 45 a?os, recoge a toda prisa su sombrilla y sus pantuflas y se une a una interminable cola de mujeres harapientas y sudorosas que esperan a que les pesen las hojas de t¨¦. Delante de ellas, dos hombres de la administraci¨®n vestidos con camisas y bermudas exquisitos e impecables, comprueban el peso y garabatean la cantidad de kilos recogidos en peque?os pedazos de papel que entregan a las recolectoras. En cuanto ha vertido su carga en el remolque, Shalma corre a su casa para prepararse un exiguo almuerzo a base de verduras, lo ¨²nico que puede permitirse con su m¨ªsero salario. Al cabo de 90 minutos, cuando la sirena vuelva a sonar, saldr¨¢ de su ruinosa vivienda para recoger el resto de los 25 kilos de hojas de t¨¦ que tiene asignados para el d¨ªa. ¡°Mi vida es un ajetreo constante¡±, cuenta mientras engulle la comida. Sharma, que tiene un hijo a su cargo, empez¨® a trabajar como recolectora a los 30 a?os, cuando relev¨® a su madre en su empleo. Igual que sus compa?eras, esta mujer pobre y sin recursos gana 112,50 rupias diarias (menos de dos d¨®lares), a pesar de que trabaja para una de las empresas m¨¢s importantes de India.

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Nacida y criada en Pakka Line, una de las aldeas que salpican Mogulkata, Sharma vive con sus padres en una casa que les dio la empresa de la plantaci¨®n hace m¨¢s de 50 a?os. ¡°Nunca la han arreglado¡±, dice con amargura mirando el tejado de chapa oxidada. ¡°Cada vez que llueve, dentro tenemos que usar paraguas¡±. La casa no tiene cuarto de ba?o, y el ¨²nico grifo instalado en la zona sirve a 500 personas, de manera que las trabajadoras se suelen ver obligadas a recoger agua de apestosos pozos abiertos llenos de tierra y hojas ca¨ªdas. La fiebre y la diarrea son corrientes, pero si las recolectoras est¨¢n de baja por enfermedad, solo les pagan la mitad del jornal.

India es el segundo mayor productor de t¨¦ del mundo despu¨¦s de China, representa el 14% de las exportaciones mundiales y emplea a 3,5 millones de personas en m¨¢s de 1.500 fincas. Su t¨¦ llega a todos los rincones del planeta envasado tanto en las bolsas instant¨¢neas baratas que se encuentran en los estantes de los supermercados como en las elegantes cajas de madera de Darjeeling, el t¨¦ m¨¢s caro del mundo. Aun as¨ª, 68 a?os despu¨¦s de la independencia de India, los trabajadores de sus plantaciones de t¨¦ siguen sometidos a los residuos del sistema esclavista que los colonialistas brit¨¢nicos concibieron en el siglo XIX.

Los obreros actuales, la mayor¨ªa mujeres empleadas como recolectoras, suelen ser descendientes directos de los trabajadores forzosos introducidos en las plantaciones hace m¨¢s de 100 a?os. Sus condiciones de vida todav¨ªa reflejan las de sus predecesores. Alojados en colonias aisladas perdidas en medio de las fincas, ganan menos de dos d¨®lares diarios y dependen de las empresas productoras de t¨¦ para toda clase de servicios, desde las raciones de comida, el agua y las instalaciones sanitarias, hasta los colegios y la electricidad. No tienen propiedades, ya que las casas en las que viven pertenecen a las empresas, y pueden ser expulsados de ellas si otro miembro de la familia no los reemplaza cuando dejan de trabajar. En caso de no poder hacer frente a los pagos, las plantaciones cierran de la noche a la ma?ana, dejando que los obreros, sin salario, agua ni comida, mueran literalmente de hambre. Seg¨²n las ONG de la zona, en los ¨²ltimos 15 a?os, m¨¢s de 2.000 trabajadores del t¨¦ han muerto a causa de la malnutrici¨®n.

Con sus hileras interminables de arbustos verde oscuro perfectamente podados y separados por ¨¢rboles tropicales, las fincas dedicadas al cultivo del t¨¦ emanan un aire de paz del que no pueden hacer gala muchas plantaciones. Las mujeres trabajan en silencio recolectando las hojas m¨¢s altas, de color verde dorado, y meti¨¦ndolas en los sacos de malla que cuelgan de sus cabezas. Los administradores siguen vistiendo bermudas en homenaje a las viejas costumbres brit¨¢nicas, y sus residencias encaladas completan la imagen de postal de un lugar aparentemente id¨ªlico.

Seg¨²n las ONG de la zona, en los ¨²ltimos 15 a?os, m¨¢s de 2.000 trabajadores del t¨¦ han muerto a causa de la malnutrici¨®n

Sin embargo, a tan solo unos centenares de metros de sus despachos y de las factor¨ªas de procesado adyacentes, se encuentra la desagradable verdad de una de las industrias m¨¢s despiadadas de nuestra ¨¦poca. Viviendas destartaladas desprovistas de aseos bordean los caminos sin pavimentar de las colonias. Las escuelas disponen de uno o dos maestros para cientos de alumnos, y a los ni?os se los traslada como si fuesen ganado en los mismos remolques utilizados para transportar las hojas de t¨¦. Los hospitales no suelen consistir m¨¢s que en un par de salas sucias y malolientes equipadas con unas cuantas camas de madera, duchas que gotean y un dispensario con los estantes desoladoramente vac¨ªos. ¡°Detr¨¢s del t¨¦ que bebemos cada d¨ªa hay muchas l¨¢grimas¡±, denuncia V¨ªctor Basu, l¨ªder de Duars Jagron, una asociaci¨®n de apoyo a los trabajadores del t¨¦ del estado indio oriental de Bengala Occidental, uno de las principales zonas productoras de esa planta del pa¨ªs.

El estado, que acoge 276 haciendas de cultivo de t¨¦ repartidas por las regiones de Terai, Duars y Darjeeling, es famoso por sus p¨¦simas condiciones laborales. En 2013, un sondeo del Gobierno revel¨® que solo 61 fincas ten¨ªan instalaciones de agua potable adecuadas, que 107 carec¨ªan de hospitales, y que 44 no ten¨ªan letrinas, todos ellos servicios que las empresas productoras de t¨¦ est¨¢n obligadas por ley a proporcionar. A casi 96.000 de los 262.000 trabajadores no se les hab¨ªa facilitado alojamiento, mientras que 35 plantaciones llevaban retraso en los pagos y 41 no hab¨ªan depositado fondos de previsi¨®n para la jubilaci¨®n de sus obreros. Otras fueron calificadas de ¡°enfermas¡±, o estaban pasando apuros financieros. ¡°Los trabajadores del t¨¦ de Bengala Occidental carecen del m¨¢s m¨ªnimo de los m¨ªnimos¡±, denuncia Abhijit Mazumdar, presidente de la Uni¨®n de Trabajadores del T¨¦ en Lucha de Terai. ¡°Se les mantiene en esas condiciones deliberadamente, con el fin de abastecer al sector de mano de obra barata¡±.

Apenas a unas docenas de kil¨®metros de las llanuras de los Duars se extienden las pintorescas colinas, verdes y brumosas de Darjeeling, cuna de uno de los t¨¦s m¨¢s apreciados del mundo. A diferencia de las regiones sobre las que se levanta, cuya producci¨®n se centra en el CTC (hojas de t¨¦ trituradas y despedazadas destinadas a las bolsitas corrientes de la infusi¨®n), Darjeeling es conocida como la Champa?a del t¨¦ por su producto ortodoxo, al servicio de la calidad, que se vende casi totalmente en el extranjero. Entre las marcas m¨¢s famosas de Darjeeling est¨¢ Makaibari, una finca situada en una cadena de colinas pr¨®xima al pueblo de Kurseong. El a?o pasado, Makaibari¡ªque fue colaborador oficial de los Juegos Ol¨ªmpicos de Pek¨ªn de 2008¡ª, vio como su t¨¦ se vend¨ªa al precio r¨¦cord de 1.850 d¨®lares el kilo. Dirigida por el extravagante y en¨¦rgico Rajah Banerjee, hace tiempo que la empresa ha hecho de la calidad su m¨¢xima prioridad: la hacienda, la primera en el mundo en recibir el certificado de ecol¨®gica en 1988, es conocida por su enfoque integral del cultivo del t¨¦ y por sus esfuerzos de conservaci¨®n de la selva circundante.

Los trabajadores viven en casas que les facilitan las empresas. Si cierran se quedan literalmente sin nada

Es m¨¢s, Makaibari se precia de haber creado un ambiente armonioso entre la direcci¨®n y sus trabajadores gracias a una serie de iniciativas sociales enfocadas a capacitar a las mujeres y a las comunidades locales. Entre ellas figuran el empleo de mujeres como capataces, las becas, las bibliotecas y los centros sociales para las j¨®venes generaciones, y la posibilidad de tener hu¨¦spedes en la aldea, lo cual permite a algunas de las familias ganar dinero hospedando a los numerosos turistas que visitan la finca. Desde su despacho de madera con las paredes cubiertas de fotos con cr¨®nicas de viaje de todo el mundo elogiando la plantaci¨®n, a Banerjee le gusta afirmar que los empleados de Makaibari ¡°no son trabajadores, sino miembros de la comunidad¡±.

Efectivamente, da la impresi¨®n de que los obreros est¨¢n mejor alimentados y vestidos que sus compa?eros de los Duars. Sin embargo, a tan solo unos cientos de metros de la carretera principal, junto a la cual se concentran la mayor¨ªa de las iniciativas sociales de Makaibari, en la cercana aldea de Thapathali un grupo de recolectoras acepta hablar de sus condiciones de vida siempre que sus identidades se mantengan en secreto por temor a las represalias. ¡°Desde fuera, Makaibari parece muy bonito, pero solo nosotras sabemos c¨®mo sobrevivimos aqu¨ª¡±, se lamenta Ful Kumari Rai (nombre ficticio), de 40 a?os. La mujer explica que las casas no se reparan, y que, hasta hace dos a?os, los pagos sol¨ªan ser muy irregulares. Adem¨¢s, en Thapathali no hay una carretera en condiciones ni tuber¨ªas que la conecten con la fuente de agua m¨¢s cercana, situada a tres kil¨®metros. Mientras que unas 10 familias han conseguido montar un sistema privado pagado de sus propios bolsillos, quienes no se lo pueden permitir tienen que caminar hasta all¨ª cada d¨ªa. Como la pista pedregosa y resbaladiza que enlaza con la carretera principal es pr¨¢cticamente intransitable durante la estaci¨®n de lluvias, las mujeres se quejan de que se puede tardar hasta cuatro horas en llegar al hospital m¨¢s pr¨®ximo, y que los pacientes con frecuencia son trasladados en tractores, ya que las ambulancias no consiguen circular por el camino. ¡°Una vez una mujer tuvo que dar a luz en el tractor¡±, prosigue Rai. ¡°Nos hemos quejado varias veces a los administradores, pero nada ha cambiado. Lo mismo les da, mientras las hojas se recojan¡±.

Desde comienzos de la d¨¦cada de 1990, el sector del t¨¦ de India ha sufrido el azote de las crisis c¨ªclicas causadas por la falta de inversiones, la baja calidad de la producci¨®n, la renovada competencia internacional y la mala gesti¨®n. Actualmente, en Bengala Occidental, 118 haciendas est¨¢n dirigidas por gestores sin formaci¨®n profesional en el sector del t¨¦, a menudo contratados por especuladores que no tienen inter¨¦s en impulsar las plantaciones a largo plazo. Algunas fincas no han invertido en renovar los arbustos de t¨¦ en m¨¢s de 100 a?os, lo cual ha hecho que los rendimientos caigan en picado. ¡°Una plantaci¨®n de t¨¦ requiere mucha inversi¨®n. Te da dinero, pero hay que ser paciente¡±, advierte Amitangshu Chakraborty, asesor de la Asociaci¨®n India de Cultivadores de T¨¦. ¡°Si alguien espera rendimientos en unos d¨ªas o en un mes, el t¨¦ no es su negocio¡±. A mediados de la d¨¦cada de 2000, cuando la industria local experiment¨® su peor crisis, 14 plantaciones cerraron. Actualmente est¨¢n cerradas siete, lo cual afecta a unos 5.000 trabajadores y a sus familias, es decir, un total de 25.000 personas.

Las viviendas de los recolectores de t¨¦ suelen ser m¨ªseras, sin mantenimiento, ba?o, ni acceso directo de agua

En medio del mar de cantos blancos y brillantes que llenan el lecho del r¨ªo Diana, en los Duars, Shoma y Sugi Munda, de 56 y 45 a?os, respectivamente, dejan caer r¨ªtmicamente sus martillos sobre las piedras que acaban de recoger. A unos 100 metros est¨¢ la exuberante hacienda Red Bank Tea, en la que la pareja trabaj¨® desde 1969. Cuando, el 19 de octubre de 2013, la plantaci¨®n cerr¨®, limit¨¢ndose a dejar una nota en el tabl¨®n de anuncios, 888 trabajadores y sus familias quedaron abandonados con una mano delante y otra atr¨¢s. Al igual que sus antiguos compa?eros, ahora los Munda sobreviven a base de las raciones de alimentos de emergencia que reciben del Gobierno. Durante la estaci¨®n seca van cada d¨ªa al r¨ªo a picar piedra para el sector local de la construcci¨®n y trabajan 12 horas por 3,75 d¨®lares. ¡°Antes la empresa nos lo daba todo: comida, ropa, medicinas... Ahora tenemos que comprarlo nosotros¡±, explica Shoma, el marido, con amargura. Cuando las lluvias monz¨®nicas llenen el cauce, intentar¨¢n encontrar empleo como trabajadores temporales en alguna de las plantaciones cercanas, una posibilidad que no est¨¢ ni muchos menos garantizada. ¡°No tenemos esperanzas de que la plantaci¨®n vuelva a abrir pronto¡±, contin¨²a Shoma con la vista fija en los guijarros que tiene delante.

Aunque en los ¨²ltimos tiempos el Gobierno ha intervenido proporcionando alimentos, agua y unos servicios sanitarios m¨ªnimos a los trabajadores de las fincas cerradas, volver a poner en marcha las plantaciones supondr¨ªa arrancar sectores enteros de arbustos viejos e improductivos y sustituirlos por plantas nuevas, un esfuerzo sumamente caro que desanima a la mayor parte de los inversores. Mientras tanto, los trabajadores no pueden permitirse mudarse a otro sitio y empezar una nueva vida, ya que no tienen ahorros, y emigrar significar¨ªa perder su derecho a la vivienda y al empleo si las plantaciones vuelven a funcionar. Mientras aguardan sin esperanza que lleguen buenas noticias, muchos de ellos son v¨ªctimas de los traficantes de personas que pululan por las fincas cerradas, tentando a los m¨¢s j¨®venes con falsas promesas de buenos empleos y dinero para que se vayan a otras partes de India.

En la plantaci¨®n Bundapani, lo primero que salta a la vista son las altas hierbas que invaden los descuidados arbustos de t¨¦. La finca, en la que viv¨ªan 1.215 obreros y un total de m¨¢s de 7.700 personas, cerr¨® en julio de 2013. Durante un tiempo, los trabajadores siguieron recogiendo. Vend¨ªan las hojas a intermediarios a precio rebajado, pero pronto la falta de cuidados y fertilizantes afect¨® a la calidad del t¨¦, oblig¨¢ndoles a parar. Con la esperanza de que la plantaci¨®n vuelva a abrir alg¨²n d¨ªa, vigilantes voluntarios patrullan la factor¨ªa de procesado colindante con el fin de evitar que los saqueadores roben la maquinaria y los equipos. Seg¨²n un trabajador social de la zona, desde el cierre ha habido m¨¢s de 300 casos de tr¨¢fico de personas en Bundapani. De 100 de ellos se sigue sin tener noticias.

Los obreros actuales suelen ser descendientes directos de los trabajadores forzosos introducidos en las plantaciones hace m¨¢s de 100 a?os

Hira Munda tiene 32 a?os. Es una mujer delgada de aspecto triste, madre de cinco hijos y trabajadora fija de Bundapani. ¡°Empec¨¦ a recolectar t¨¦ a los 15 a?os junto con mi madre y mi hermana¡±, cuenta mientras sostiene a Shonali, su beb¨¦ de 10 meses, en el regazo. Tras el cierre y la muerte de su esposo, Munda se encontr¨® con que no pod¨ªa alimentar a su familia. Cuando su t¨ªa le propuso ir a Nueva Delhi por un empleo, acept¨® gustosa. Sin embargo, el d¨ªa de su marcha su pariente no apareci¨®, y en su lugar se present¨® un agente. Munda acab¨® en Batala, en la regi¨®n del Punjab, donde fue asignada a una familia como trabajadora dom¨¦stica. Entonces empez¨® su verdadera pesadilla. ¡°El propietario me obligaba a tener relaciones sexuales con ¨¦l la mayor¨ªa de las noches¡±, relata con su rostro atravesado por una inquietante sonrisa inexpresiva. Munda intent¨® que la mujer del propietario tomase cartas en el asunto, pero fue en vano. ¡°Nadie ten¨ªa derecho a dudar de ¨¦l¡±, prosigue. Fuera de s¨ª, se fug¨® en dos ocasiones. Al no conocer la ciudad y no conseguir llegar a una comisar¨ªa, el hombre volvi¨® a capturarla las dos veces. Doce meses despu¨¦s, cuando se qued¨® embarazada de Shonali, por fin le permitieron marcharse y volver a Bundapani. Dio a luz al ni?o a los dos meses de su llegada. Todo ese calvario no le proporcion¨® m¨¢s que 2.500 rupias, menos de 40 d¨®lares. ¡°Si la plantaci¨®n no hubiese cerrado, nunca me habr¨ªa ido¡±, dice con acritud. Con la carga de su beb¨¦, Munda no puede trabajar, y sobrevive gracias a las raciones del Gobierno, a los subsidios y a las escasas ayudas de sus parientes. La denuncia que puso el jefe de la aldea contra el violador de Munda no tuvo ning¨²n resultado, ya que la polic¨ªa no pudo dar con la pista de su nombre completo y su direcci¨®n.

La de Munda no es m¨¢s que una de las muchas historias descorazonadoras que abundan en las plantaciones de t¨¦. Pero, a pesar de todos los riesgos e incertidumbres, emigrar parece la ¨²nica forma de salir de la miseria. Casi todas las familias tienen al menos un miembro, generalmente un hombre, trabajando en el extranjero o en una gran ciudad como Nueva Delhi o Bombay. Chandan Chetri, un inteligente joven de 24 a?os nacido y criado en Mogulkata, ha perdido la esperanza de tener futuro all¨ª. Ha vivido toda su vida en la finca, donde su madre trabaja como recolectora, pero est¨¢ firmemente decidido a marcharse pronto a un lugar mejor. ¡°Si encuentro un trabajo en otro sitio, me pagar¨¢n al menos el doble¡±, asegura sentado en el pulcro cuarto de estar de su casa. ¡°Quiero irme de aqu¨ª, a donde sea¡±. Chetri, que estudia primer curso de la carrera de Humanidades en Birpara, una ciudad a 50 kil¨®metros de Mogulkata, pronto seguir¨¢ los pasos de su padre y su hermano mayor, que trabajan en una f¨¢brica de acero en Hyderabad y en una empresa distribuidora de alimentos en Kerala, respectivamente. La falta de oportunidades, la baja calidad de los servicios y la dif¨ªcil relaci¨®n entre los trabajadores y la direcci¨®n se han sumado para hacerle tomar una decisi¨®n que el joven considera inevitable: ¡°Aqu¨ª todo es malo, desde la educaci¨®n hasta la salud¡±, concluye.

India es el segundo mayor productor de t¨¦, representa el 14% de las exportaciones mundiales y emplea a 3,5 millones de personas en m¨¢s de 1.500 fincas

A pesar de las dificultades por las que est¨¢ pasando el sector del t¨¦ en India, el organismo gubernamental responsable no parece darse por aludido, y prefiere atribuirlas a una crisis de crecimiento. ¡°Las plantaciones de t¨¦ no pasaron a manos indias hasta 1972. Antes, la mayor¨ªa segu¨ªan gestionadas por los brit¨¢nicos¡±, explica K. K. Bhattacharya, subdirector de la delegaci¨®n de la Junta India del T¨¦ en la vecina ciudad de Siliguri. ¡°El desarrollo solo puede producirse paulatinamente, como pasa con todas las actividades basadas en la agricultura¡±. Como la mayor parte del t¨¦ se vende en subasta, los propietarios aseguran que no tienen control sobre los precios y que no pueden prever lo que van a ganar, as¨ª que proporcionar a los trabajadores todas las prestaciones que exige la ley arruinar¨ªa a muchas plantaciones. ¡°Los precios de subasta los mantiene artificialmente bajos un c¨¢rtel formado por corredores y grandes compa?¨ªas compradoras. Eso es lo que hace que el sector lo est¨¦ pasando mal¡±, aclara Chakraborty, asesor de los plantadores. Con todo, conf¨ªa en que la situaci¨®n mejorar¨¢ en los pr¨®ximos a?os gracias a la renovada atenci¨®n a la calidad por parte de los propietarios. Desde su despacho de madera, Mriganka Battacharjee, el nuevo director de Mogulkata, de 43 a?os, comparte la misma opini¨®n. ¡°Todos hemos aprendido una lecci¨®n en los ¨²ltimos a?os, y las cosas est¨¢n cambiando a mejor¡±, observa. ¡°Por desgracia, nuestros obreros cualificados son menos cada d¨ªa por culpa de los bajos salarios. ?C¨®mo puede alguien mantener a una familia con solo 3.000 rupias al mes?¡±

La escasez de mano de obra no preocupa solo a las compa?¨ªas de t¨¦. A medida que los j¨®venes van perdiendo inter¨¦s por esta ingrata labor, los trabajadores del t¨¦ como Sharma, la recolectora de Mogulkata, se ven atrapados entre el deseo de un futuro mejor para sus personas queridas y el miedo a perder las pocas seguridades que tienen ahora, por peque?as que sean. ¡°Las j¨®venes generaciones ya no quieren quedarse¡±, dice con un deje de des¨¢nimo en la voz. ¡°Todos quieren emigrar¡±. Igual que sus padres, la mujer probablemente envejecer¨¢ aqu¨ª con la esperanza de que su hija casada de 25 a?os la reemplace en los campos. Despu¨¦s de d¨¦cadas de sacrificios y de una vida dedicada exclusivamente al t¨¦, su ¨²nica recompensa ser¨ªa seguir viviendo en la casa que alberga todos sus recuerdos, pero a la que nunca podr¨¢ llamar suya.

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