(Casi) todo lo que s¨¦ sobre ellas

?Qu¨¦ se siente al meterse en la piel de una mujer? ?C¨®mo se logra con barba y bigote pensar como una se?ora de 60 a?os? Son preguntas que he tenido que responder ¨²ltimamente con cierta frecuencia. Mi ¨²ltima novela, Milagro en Hait¨ª (Literatura Random House), sucede en gran parte en la cabeza de una mujer chilena que tiene la desafortunada ocurrencia de hacerse una cirug¨ªa pl¨¢stica en Puerto Pr¨ªncipe. Mi libro anterior, Mi abuela, Marta Rivas Gonz¨¢lez (Ediciones UDP), era la biograf¨ªa de una de las mujeres que me form¨® y me inform¨® sobre justamente las cosas que suceden y dejan de suceder en la cabeza de las mujeres.

Mi abuela fue tambi¨¦n la que me ense?¨® a desconfiar de las mujeres. Se felicitaba de tener solo nietos hombres. Sol¨ªa encontrar a las otras mujeres chinchosas y cursis. Detestaba la vaguedad con que las mujeres hablaban del Amor, con A may¨²scula. Era al¨¦rgica tambi¨¦n a la palabra pasi¨®n, que cre¨ªa era la causante de la mayor parte de los errores y horrores que pod¨ªan cometer las personas inteligentes. Hallaba irreversiblemente ?ciega a la gente que iba a terapia para ¡°encontrarse con su propio ser¡±. Partidaria fan¨¢tica de los anticonceptivos y el aborto, encontraba el divorcio una falta total de sentido com¨²n, como tambi¨¦n le parec¨ªa inadmisible que una mujer tuviera m¨¢s de dos hijos (ella tuvo tres).

A pesar de no usar nunca falda y cortar rigurosamente su pelo de la manera m¨¢s masculina posible, yo sab¨ªa que mi abuela era mujer. Al escribir sobre su vida pude descubrir hasta qu¨¦ punto el Amor con A may¨²scula y la pasi¨®n irrazonable hab¨ªan sido parte de su vida. Logr¨® apartarla, logr¨® acallarla, logr¨® cerrar la puerta perpetuamente abierta de esa fortaleza que era su cuerpo, pero quedaban huellas de la batalla. Esa furia contra su propio g¨¦nero, la manera en que pod¨ªa subrayar una frase dicha al pasar para desmontar entera la personalidad de cualquiera, era plenamente femenina. Detestaba a la gente que amanece adorando u odiando muebles, ropa, pa¨ªses y personas, pero sus arbitrariedades, nutridas por una cultura y una inteligencia infinita, eran famosas entre todos los que la conocieron.

Logr¨® que su hijo se graduara del colegio sin haber ido a clase m¨¢s que los d¨ªas viernes y sorprendentemente consigui¨® un trabajo que nadie quer¨ªa darle en la Sorbonne llamando a su posible jefe y dici¨¦ndole que no ten¨ªa ning¨²n inter¨¦s en hablar con ¨¦l. Era esa capacidad de solucionar problemas insolubles, mover monta?as y atravesar murallas con sus ojos azules lo que me hizo escribir sobre ella. Hay muchas mujeres racionales, y muchas mujeres razonables incluso, pero debo confesar que no son las que me interesan a m¨ª. Cuando pienso en c¨®mo meterme en la cabeza de una mujer lo hago generalmente por esa puerta, la de las arbitrariedades, la de las intuiciones sin freno, la de los sue?os casi siempre premonitorios de mi abuela o de mi madre. Culpable esta ¨²ltima, m¨¢s que ninguna otra mujer, de esa cercan¨ªa casi incestuosa que tengo con el otro g¨¦nero.

Tuvo ella que lidiar con el exilio con dos ni?os hombres a los que no pod¨ªa dejar en ninguna parte porque no soport¨¢bamos estar con nadie m¨¢s. No le qued¨® otra que tratarnos como si fu¨¦semos ap¨¦ndices de su cuerpo. Nos llevaba a todas partes sin preguntarnos si quer¨ªamos o no pasar la tarde en probadores o en sus turnos de asistente social de un hogar para madres adolescentes abandonadas por sus padres. Una de esas tardes mi madre nos llev¨® a la trastienda de una peluquer¨ªa. Ah¨ª, sin avisarnos, se acost¨® en una camilla que parec¨ªa un instrumento de tortura. Una se?orita le levant¨® la falda y empez¨® a untarle las piernas con un l¨ªquido caliente y nauseabundo. Yo vi espantado c¨®mo la quemaban. Desesperada, apretaba mi mano para salvarse del dolor que solo aument¨® cuando secaba la extra?a mezcla y la mujer tironeaba la cera como quien salva un ¨¢rbol de su corteza.

Pens¨¦ que la operaci¨®n tan dolorosa y extra?a era de vida o muerte. Despu¨¦s supe que ten¨ªa como ¨²nico objetivo permitir que unas medias que se acababa de comprar pudieran ajustarse mejor a sus piernas. Esta experiencia me hizo entender lo que, creo, separa fundamentalmente a los hombres y las mujeres: nuestro umbral de dolor es completamente distinto, y tambi¨¦n lo es esa cosa que llamamos placer.

Me lo confirmaron anoche dos amigas reci¨¦n divorciadas que tratan de recuperar como pueden el tiempo perdido, pero que se encuentran muertas de fr¨ªo cuando el se?or que conocen apenas duerme a su lado de la cama. A la hora del orgasmo se supone que compartimos un mismo placer casi al mismo tiempo, pero si somos cient¨ªficamente exactos, la naturaleza, la duraci¨®n, la forma misma del placer son completamente distintas. Para los hombres el orgasmo es breve, contundente, terriblemente f¨ªsico, la descarga de un l¨¢tigo, el final de una espera que va directo a la nada. Lo que uno busca en ¨¦l son los segundos despu¨¦s en que deja de pensar en sexo, en que por fin y al fin vuelve a estar solo como antes de nacer, sin necesitar nada ni nadie que justifique su presencia en el mundo. Esos segundos despu¨¦s del orgasmo en que justamente la mujer suele querer abrazos, caricias, confirmaci¨®n de que est¨¢s ah¨ª, justo cuando el placer del hombre consiste en no estar ni ah¨ª ni en ninguna parte. Despu¨¦s del sexo los hombres recuerdan nombres de pel¨ªculas, direcciones de hoteles, gente que olvidaron por completo. Restituye el pasado, se deja ir en la irrelevancia. Las mujeres hablan de proyectos, de viajes que quieren hacer, de exposiciones que ir a ver, proyectos y m¨¢s proyectos. El sexo que suele hundir a los hombres en la m¨¢s deliciosa inac?tividad parece despertarlas a ellas.

?A la hora del placer, como a la hora del dolor, el tiempo de las mujeres y de los hombres es radicalmente distinto. Para los ?hombres el pasado es el refugio en que arrancan del presente. Para las mujeres no hay acto que no tenga consecuencias. Mi madre, cuando cocinaba la comida que nunca se sent¨® a la mesa a comer con nosotros, pensaba en los kilos de m¨¢s que dejar¨ªan. Evitaba el ajo por lo que pod¨ªa hacer con su sudor y su aliento. En la nieve no ve¨ªa blancura y monos de nieve, sino resfr¨ªos, ca¨ªdas y posibles visitas al hospital. En la lluvia ve¨ªa abrigos, en el sol cremas, en los ni?os que tra¨ªamos a la casa los est¨²pidos adultos que ser¨ªan. Todos sus sue?os eran premonitorios y se cumpl¨ªan punto por punto. Las tarotistas y quirom¨¢nticas a las que consultaba sin parar siempre la llamaban a convertirse en una de ellas. Quiz¨¢s por esa facultad, todas las noches le preguntaba si ma?ana iba a ser un buen d¨ªa. No s¨¦ c¨®mo se me pod¨ªa ocurrir que mi madre fuese capaz de decirme que ma?ana iba a ser un mal d¨ªa.

Esta sensaci¨®n de que mi suerte depend¨ªa del todo de lo que las mujeres me dec¨ªan pas¨® de mi madre a mis compa?eras de curso que me empezaron a gustar. Stendhal defin¨ªa el amor como una promesa de felicidad. Pero muchas de las mujeres que am¨¦ promet¨ªan, sin enga?arme siquiera, sufrimiento, culpa y delicioso arrepentimiento a las dos de la madrugada. No las amaba menos por ello. Las amaba m¨¢s por todo lo que iba a sufrir por una mirada o una sonrisa de ellas. Entrenado por mi madre en esperar en las zapater¨ªas y las salas de espera de los ginec¨®logos, me acostumbr¨¦ a penetrar en el ¨²nico lugar de su cuerpo en que me dejaban entrar sin preservativo: sus cabezas. No sab¨ªa que era el m¨¢s f¨¦rtil y el m¨¢s contagiable de los ¨®rganos femeninos.

Al escucharlas, yo dej¨¦ de ser un hombre peligroso para convertirme en el escriba que anotaba sus decretos y secretos

Les sorprend¨ªa tanto que un hombre las escuchara sin interrumpir que iban explay¨¢ndose a territorios de sus mentes que estaban seguras de no querer revelarle a ning¨²n hombre. Yo dejaba de ser eso, un hombre peligroso y deseable, para convertirme en el escriba que ten¨ªa que anotar sus decretos y secretos, el int¨¦rprete del extra?o lenguaje en que dec¨ªan algo y al mismo tiempo su contrario.

Un amigo dec¨ªa que hablar con una mujer es como hablar con un brasile?o. Idiomas en que todo lo que no se entiende son justamente las palabras que se parecen a las nuestras. Palabras como Amor, con A may¨²scula o min¨²scula, o la palabra pasi¨®n que tanto detestaba mi abuela justamente porque su imprecisi¨®n le permit¨ªa a las mujeres decir con la misma palabra seg¨²n el d¨ªa, la hora y la direcci¨®n del viento precisamente lo contrario. Vocabulario ilimitado que ella iba ta?endo como una c¨ªtara, extrayendo m¨¢s que frases, armon¨ªa y disonancias, escalas sin fin de notas que aprend¨ª de a poco a no traducir, porque todo lo que importaba de ellas era justamente lo intraducible.

Viv¨ª toda mi adolescencia alrededor de ese secreto que no se revelaba nunca del todo. Sufr¨ª mucho y goc¨¦ mucho tratando de entender el misterio de las mujeres. No fue hasta que nacieron mis hijas que comprend¨ª en qu¨¦ consist¨ªa. No fue hasta esa ma?ana en que mi mujer y yo fuimos en el auto de mi hermana a enfrentarnos a una ces¨¢rea, que comprend¨ª hasta qu¨¦ punto eran razonables las dietas suicidas de mi mam¨¢ y las citas en que me dejaban esperando mis novias a los 20 a?os. Hasta que no tom¨¦ la mano fr¨ªa de mi esposa esa ma?ana tambi¨¦n helada de octubre, no supe hasta qu¨¦ punto la verdad, toda la verdad de mi vida y la suya estaba en esa galaxia desconocida que es su vientre.

Toda la moral propia de las mujeres, todo ese portugu¨¦s o italiano lleno de equ¨ªvocos en que hablan, empez¨® a tener sentido porque eso que mi mujer se aprontaba a hacer yo sab¨ªa que no pod¨ªa hacerlo yo, y no solo fisiol¨®gicamente. Porque esa gratuidad, porque ese peligro, porque ese milagro y ese dolor no pod¨ªa ser racional ni razonable, porque necesitaba de ese Amor con A may¨²scula que odiaba mi abuela, y esa imprecisa pasi¨®n que destruye a tantos pero resucita a tantos otros.

Al final de la tarde ya no ¨¦ramos una pareja sino una familia. De mi mujer hab¨ªa salido otro ser que era y no era ella. Una ni?a, me dijeron, como si fuese capaz yo, que he vivido por y para las mujeres, de engendrar algo m¨¢s que ni?as. Sab¨ªa que era mi hija pero no pod¨ªa asegurarlo (aunque mi hija tuvo el sentido com¨²n de parecerse mucho desde el primer instante). Mi destino estaba atado a una serie de verdades que solo mi mujer sab¨ªa a ciencia cierta. Yo pod¨ªa arrancar, morir, quedarme, daba lo mismo. Atada mi hija a su madre, eran una sociedad, un mundo, una historia de la que me tocaba ser algo m¨¢s que el espectador en primera fila.

Cuando veo a una mujer de falda o pantal¨®n, una mujer conduciendo un taxi, un avi¨®n, esperando un caf¨¦, corriendo sobre tacones altos, cuando veo a una mujer llorar, re¨ªr, probar el rouge, o bailar sola en una discoteca, veo tambi¨¦n ese abismo al borde de sus pies: todas ellas pueden morir, o al menos sufrir mucho, para engendrar gente. Todas ellas son una familia, una sociedad, una tribu, un pa¨ªs ellas solas. Son, para bien y para mal, el mundo. Muchachas fr¨¢giles, ni?as que tocan el piano, delicadas caminantes entre las flores paren entre sangre y gritos algo que duele y resucita. El machismo patriarcal es, con toda su violencia, solo una forma de impotencia, una forma de equilibrar el poder inmenso de esos seres que llevan en sus vientres la prolongaci¨®n de nuestros miedos, torpezas y ganas.

Como si se cumpliera alguna maldici¨®n, yo que viv¨ª tratando de entender a las mujeres vivo en una casa donde solo hay eso: dos ni?as, una esposa, y un gato reci¨¦n castrado. Cansado de rogar por besos a mujeres imposibles, salgo ahora con dos ni?as que me llaman pap¨¢ y no pueden negarse a besarme las mejillas. En medio de la normalidad donde todo esto transcurre, a veces me detengo a pensar en la sorpresa de tener en mi casa, mi vida, toda la belleza, todo el misterio, todo el espanto como si fuese la cosa m¨¢s natural del mundo. Me sorprende que habiendo tratado toda mi vida de comprender a las mujeres, he llegado a comprender que no hab¨ªa nada que comprender, que hab¨ªa que simplemente vivirla, y dejarlas vivir.

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