Lo bailado
Bajo los acordes de Prince, los chicos que nos pas¨¢bamos la vida inventando experiencias sexuales pod¨ªamos saborear unas migajas de deseo
Viv¨ª mi adolescencia en la Lima de los ochenta, una ciudad tan mojigata como el Madrid de los cincuenta. Uno de nuestros ritos inici¨¢ticos eran las fiestas de 15 a?os, a las que los chicos acud¨ªamos con trajes remendados de nuestros padres y unas ganas feroces pero inocentes de ligar.
En esas fiestas, el momento m¨¢s esperado de la noche era la canci¨®n lenta. LA canci¨®n lenta, porque solo hab¨ªa una, nuestra ¨²nica oportunidad de tocar a una mujer, aunque fuese separados por toda la longitud de sus brazos rigurosamente castos extendidos en posici¨®n de defensa.
Con cierta frecuencia, esa canci¨®n era Purple Rain.
Bajo los acordes de Prince, por unos minutos, los chicos que nos pas¨¢bamos la vida contando chistes verdes e inventando experiencias sexuales pod¨ªamos saborear unas migajas de deseo, sobrevolar el objetivo con la torpeza de aviadores principiantes y estudiar las formas de una chica de carne y hueso, una especie ignota en los colegios religiosos. Durante a?os, Purple Rain fue lo m¨¢s cerca del amor que llegamos.
Pero no eran s¨®lo las canciones de Prince. Eran sus peinados. Y sus guitarras estramb¨®ticas. Y su ambig¨¹edad sexual. Y su provocaci¨®n. Prince representaba el umbral de un mundo del que todos habl¨¢bamos pero nadie conoc¨ªa. La invitaci¨®n a la org¨ªa incluso antes de que supi¨¦semos lo que significaba esa palabra. La sensaci¨®n de que incluso un mundo gris como el nuestro, en el ¨²ltimo rinc¨®n del planeta, pod¨ªa iluminarse gracias a la m¨²sica.
Prince se ha ido demasiado temprano, pero ni siquiera la muerte puede quitarnos lo bailado. Gracias, maestro, por hacernos bailar.
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