Fuegos fatuos
CUANDO regres¨® al Bahnhof Zoo se encontr¨® el mercado negro en plena ebullici¨®n. Numerosas personas, en peque?os grupos conspiradores, vend¨ªan y compraban cualquier cosa imaginable a fin de completar las magras calor¨ªas que les aportaban sus cartillas de racionamiento. Los alemanes estraperlaban con todo, sacarina, cigarrillos, caf¨¦, condones, certificados falsos de desnazificaci¨®n ¨Cpara poder trabajar en cualquier empleo que proporcionasen los Aliados¨C, joyas, t¨ªtulos de propiedades, c¨¢maras de fotos, relojes¡, sus mismos cuerpos. Arturo deambul¨® de un lado a otro buscando al mocoso que le hab¨ªa conseguido la penicilina. A sus espaldas, el brit¨¢nico de cara colorada, siempre a una distancia prudencial, no le perd¨ªa de vista. Finalmente encontr¨® al cr¨ªo chalaneando en uno de los corrillos y le llam¨® con un gesto. Le explic¨® lo que ten¨ªa pensado y fingieron cerrar alg¨²n trato para hacer teatro ante el agente brit¨¢nico. Arturo volvi¨® sobre sus pasos hasta el apartamento. Heberlein hizo un intento de sentarse y Arturo le ayud¨®.
¨C?C¨®mo se encuentra? ¨Cle pregunt¨®.
¨CMachacado.
¨CNecesita m¨¢s penicilina. Esta noche tendremos que movernos.
¨CNo creo que pueda aguantar que me meta de nuevo en el frigor¨ªfico.
¨CNo se preocupe, iremos a un lugar seguro¡, general¡
Heberlein apret¨® los labios y Arturo le cont¨® la visita que hab¨ªan tenido.
¨CSab¨ªa que los osos andaban detr¨¢s de la miel, pero no que estuviesen tan cerca ¨Cdijo el alem¨¢n¨C. ?D¨®nde est¨¢ su amigo?
¨CNo lo s¨¦, general, pero, mientras, yo me ocupar¨¦ de todo.
Heberlein endureci¨® el gesto.
¨CY no me llame m¨¢s general, no quiero que nos cuelguen por respetar el rango. Mi nombre es Paul Schelle.
Arturo se excus¨® y le conmin¨® a descansar y comer; la oscuridad no tardar¨ªa en deslizarse entre las vigas retorcidas de la ciudad, las chimeneas en pie, los armazones de los edificios, y con ella su oportunidad. Cuando pudo espiar a Heberlein sin que se apercibiese, se pregunt¨® cu¨¢nto habr¨ªa de verdad en las palabras de Whealey. Lo ¨²nico que resultaba categ¨®rico era que el mundo no soportar¨ªa una nueva monta?a de cad¨¢veres con huesos protuberantes, miles de esqueletos andantes¡
Aquel ingl¨¦s llevaba ya las suficientes horas en el coche para que el fr¨ªo le hubiera hecho un agujero en el cerebro. Se hab¨ªa pertrechado con una manta y un termo, y hab¨ªa permanecido en el veh¨ªculo aparcado de forma que no perd¨ªa de vista el portal del edificio. La noche hab¨ªa ca¨ªdo, y Arturo permanec¨ªa en estado de alerta ¨Ccon Heberlein apercibido¨C pregunt¨¢ndose cu¨¢ndo comenzar¨ªa la funci¨®n. Media hora m¨¢s tarde vol¨® la primera piedra. Una fractura se abri¨® como una telara?a en el parabrisas del coche. La segunda lleg¨® poco despu¨¦s y rebot¨® contra el cap¨®, la tercera y la cuarta reventaron una ventanilla trasera, y partir de ah¨ª el diluvio p¨¦treo devino en universal. El ingl¨¦s comenz¨® a maldecir y sac¨® su arma; no lograba identificar al responsable. Abri¨® la puerta y efectu¨® dos disparos al aire. La lluvia ces¨® unos instantes; el agente sali¨® del veh¨ªculo y escudri?¨® la oscuridad. El chaparr¨®n de piedras y cascotes arreci¨® de nuevo, con m¨¢s virulencia si cabe, y el ingl¨¦s se refugi¨® en el coche con la intenci¨®n de aguantar firme, pero un pedrusco de tama?o considerable rompi¨® la parte derecha del parabrisas. Puso el motor en marcha y se alej¨® unos metros; en ese momento Arturo le hizo una se?al a Heberlein, quien se apoy¨® en ¨¦l, y comenzaron a bajar las escaleras. En el portal vigil¨® que el ingl¨¦s no se hubiese olido la tortilla y silb¨®. De la oscuridad brot¨® el arrapiezo conocido, como un ser primario que estuviese perfectamente sincronizado con la naturaleza. Arrastraba algo con unas cuerdas, que dej¨® delante de Arturo. Heberlein se sorprendi¨® al comprobar que se trataba de un viejo trineo. Arturo complet¨® el pago acordado y el cr¨ªo sali¨® disparado hacia las tinieblas protectoras, que devolvieron gritos y carcajadas infantiles. Arturo se?al¨® el pat¨ªn.
¨CSeguro que sabe c¨®mo funciona. No se preocupe, yo har¨¦ de mula. Y a prop¨®sito: espero que tenga m¨¢s oro, porque esos nibelungos no han sido baratos.
Heberlein hizo caso omiso, arrastr¨® los pies, vacilante, y se ech¨® en el trineo. Arturo se at¨® las cuerdas en el torso y comenz¨® a tirar. Era una pena que no pudieran coger un taxi, pero las diferentes inteligencias que operaban en Berl¨ªn ten¨ªan muchos informadores y no pod¨ªan correr el riesgo. Puso proa hacia el distrito de Sch?neberg. Arn¨¢iz le hab¨ªa dicho que ante cualquier imprevisto se dirigiese al club Lorelei y preguntase all¨ª por un tal Pepe. Y si algo pod¨ªa calificarse de absolutamente imprevisto, esa era su situaci¨®n. Anduvo clavando las botas en la nieve, ligeramente inclinado hacia delante, mientras rascaba de sus m¨²sculos la poca energ¨ªa que le quedaba. El fr¨ªo resultaba helador. Los edificios en ruinas le fueron rodeando, pero ya hab¨ªa aprendido la lecci¨®n y procur¨® elegir calles principales para desplazarse hacia el sureste de la ciudad. Algunos muros estaban cubiertos por las tarjetas que la gente dejaba a fin de intentar localizar a familiares y amigos, avisar que alguien segu¨ªa con vida o dar su direcci¨®n actual. De vez en cuando, ratas del tama?o de gatos peque?os se cruzaban con ¨¦l, y en ocasiones se quedaban vigil¨¢ndose como calibrando cu¨¢nta resistencia podr¨ªa ofrecer a convertirse en un nuevo fest¨ªn. En algunas zonas, ciertos olores indicaban que algo se pudr¨ªa bajo los cascotes. Mientras se internaba en el distrito de Sch?neberg, con el sonido siseante de los patines sobre la nieve, reconoci¨® ciertas referencias, el esqueleto de una iglesia, una placa desprendida con el nombre de una calle; estaban muy cerca de la vieja buhardilla que hab¨ªa compartido con Silke, junto al Kleist Park. El mismo nombre le dol¨ªa como un corte. Su cabello rubio, su piel de color leche con nata, con tonos azulados, su nariz demasiado fina y sus labios demasiado gruesos. Era la mujer con la que hab¨ªa vivido los ¨²ltimos meses del Reich, un apocalipsis durante el que hab¨ªan firmado un silencioso trato para compartir cierto grado de paz. Incluso hab¨ªa imaginado un futuro con ella, en Espa?a; le hab¨ªa descrito un pa¨ªs imaginario donde ellos podr¨ªan compartir una razonable dosis de felicidad. Cenaban en aquel peque?o cuarto. Fuera, la noche era clara y fr¨ªa. El h¨¢lito de las velas tembl¨® por alguna corriente invisible.
¨CSilke ¨Ccomenz¨® en su cabeza¨C, el hero¨ªsmo es para la gente que no tiene futuro. Quiero decir¡ Me refiero a que yo enterr¨¦ mis sue?os hace mucho, en alg¨²n lugar, tanto que no recordaba d¨®nde y casi hab¨ªa renunciado a recuperarlos. Por eso quer¨ªa ser un h¨¦roe, pero ahora¡, ahora puedo tener un futuro¡, podemos ¨Ccomplet¨® con timidez¨C. Desde que te conozco, todo ha empezado en mi vida, inesperadamente; t¨² ahora est¨¢s sola, yo tampoco tengo a nadie, si t¨²¡, si t¨² quisieras podr¨ªamos seguir juntos, la guerra terminar¨¢ en pocos d¨ªas, solo habr¨ªa que tener cuidado, mantenernos vivos hasta que todo acabe, y entonces yo podr¨ªa regresar a Espa?a¡ y t¨² conmigo. No ser¨ªan solo unas vacaciones¡, quiero decir¡
¨C?Me est¨¢s pidiendo que me case contigo? ¨Cle pregunt¨® muy seria.
¨CS¨ª ¨Cle respondi¨® Arturo muy suave, seguro de s¨ª mismo.
Los recuerdos se interrumpieron. Resultaban demasiado angustiosos. Arturo procur¨® evitar la zona, sab¨ªa lo que se encontrar¨ªa si intentase buscar el edificio: una fachada marr¨®n desplomada en el suelo, la puerta de hierro forjada volatilizada, montones de yeso polvoriento. Al cabo de un rato se detuvo para comprobar c¨®mo iba Heberlein. S¨²bitamente, una luz se encendi¨® en la oscuridad, flotaba en el aire como un fuego fatuo, y enmarcado en su aureola hab¨ªa un rostro¡
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