Un malet¨ªn color burdeos
CAPIT?N, he de pedirle una cosa¡ ¨Cdijo Heberlein.
¨CPida ¨Crespondi¨® Arturo sin separar los ojos del escenario.
¨CAntes de marcharnos necesito recoger algo. No podemos irnos sin ello.
¨C?Qu¨¦ es?
¨CUn malet¨ªn, de cuero, color burdeos.
¨CMuy bien. ?D¨®nde est¨¢?
¨CEse es el problema. Se encuentra en una casa en ?Lichtenberg.
Arturo le mir¨® bruscamente.
¨C?Est¨¢ usted loco? Eso es zona rusa.
¨CEs estrictamente necesario que lo llevemos a Espa?a.
¨C?Qu¨¦ contiene?
¨CEso ya no se lo puedo decir. Streng Geheim.
El lenguaje corporal de Heberlein evidenci¨® que revelaba sus secretos con tanta frecuencia como el Vaticano.
¨CEst¨¢ bien ¨Ccontemporiz¨® Arturo¨C. Usted no se puede mover de aqu¨ª, yo me ocupo.
Un clarinetista contorneaba con una melod¨ªa melosa las evoluciones sexuales del enano, que parec¨ªa funcionar con un motor de explosi¨®n. Arturo apur¨® el whisky y rumi¨® los peligros de internarse en aquel distrito: muchas armas, mucho ruski, mucho alcohol, mucho tiempo libre, y siempre pasaban cosas. Siempre. Maldijo para s¨ª y esper¨® que aquella maleta contuviese, al menos, la f¨®rmula de la cocacola. El enano termin¨® su espect¨¢culo antes de lo previsto, y tras las palmas de rigor los m¨²sicos se arrancaron con una versi¨®n con mucha garra de Suspiros de Espa?a que llen¨® la pista de figuras danzantes. La m¨²sica, la bruma, el ruido, los contornos de las parejas, el alcohol¡, la nostalgia hizo presa en ¨¦l. Era un pedazo de Espa?a, ya llevaba muchos a?os fuera; le trajo a la memoria tardes en Extremadura, con el sol poni¨¦ndose en la raya de Portugal; los restos romanos de August¨®briga bajo una luna alta; hombres en los campos volteando la paja y el trigo, lanz¨¢ndolo al aire para que el viento se llevase la paja y quedara solo el grano; ni?os descalzos de piel curtida por el aire y el sol¡ Quiz¨¢ no era la nostalgia de un pa¨ªs, que ya ser¨ªa diferente, con unas personas distintas, sino de su juventud. ?l mismo hab¨ªa cambiado y en ocasiones se planteaba qu¨¦ sentido ten¨ªa regresar, pero el anhelo era fuerte y unas simples notas musicales hac¨ªan que se desbordase. Si hab¨ªa que encontrar aquella maldita maleta para que le dejasen regresar, lo har¨ªa.
Observ¨® c¨®mo Pepe se abr¨ªa paso entre la gente y la luz ahumada, todo aquel vicio exacerbado por el hambre y la lujuria. Cuando estuvo a su lado, les hizo un gesto; Arturo cogi¨® del brazo a Heberlein y siguieron a la figura de esmoquin, cuya melena de bet¨²n le llegaba pr¨¢cticamente hasta el culo. Entraron en el pasillo de los camerinos, lo recorrieron hasta el fondo. Pepe les abri¨® la ¨²ltima puerta, prendi¨® una an¨¦mica bombilla que ilumin¨® un cuarto lleno de viejos disfraces: capas de mago, chisteras, vestidos brillantes de lentejuelas, pelucas¡ A modo de camas, hab¨ªa un par de catres del ej¨¦rcito; sobre unos tocadores con espejos hab¨ªan dejado raciones de sopa de guisantes y botellas de cerveza. A pesar de su apurada situaci¨®n, Arturo pudo sentir el genius loci, el lugar sagrado donde los artistas hac¨ªan la transici¨®n entre ellos mismos y el personaje que iban a interpretar. Tal vez era el lugar que m¨¢s les conven¨ªa de Berl¨ªn.
¨CComan y descansen ¨Cles sugiri¨® Pepe recoloc¨¢ndose el mon¨®culo¨C. Intentar¨¦ contactar con Arn¨¢iz ¨Cse meti¨® la mano en un bolsillo y sac¨® unos billetes¨C. Tengan esto, a cuenta.
¨CNo se olvide de la penicilina.
¨CDescuide.
¨C?Puedo hacerle una ¨²ltima pregunta? ¨Cdijo Arturo.
La mujer lade¨® la cabeza en un gesto que parec¨ªa muy suyo. Asinti¨®.
¨C?Por qu¨¦ Pepe?
La mujer imit¨® la forma de hablar de Arturo: ¡°?Por qu¨¦ Pepe?, ?por qu¨¦ Pepe?¡±. Dio un bostezo de fastidio y se march¨® dejando a Arturo ligeramente contrariado. Cerr¨® la puerta.
¨CUn encanto ¨Cse?al¨® Heberlein.
¨CNo se deje enga?ar: estoy seguro de que le gusto.
Heberlein sonri¨® por primera vez. Luego se mir¨® los dientes en un espejo, se pas¨® la mano por la barba del ment¨®n, se oli¨® la ropa.
¨CApesto ¨Cdijo.
¨CQuiz¨¢ nuestra anfitriona disponga de agua caliente. Tengo un hambre de lobo.
Arturo cogi¨® una de las latas.
¨C?Qu¨¦ prefiere, sopa de guisantes o sopa de guisantes?
¨CLa sopa de guisantes es mi preferida.
Arturo sac¨® su cuchillo y lo clav¨® en la tapa.
¨CYo no habr¨ªa elegido mejor¡
El alba. La luz se alzaba poco a poco a lo largo de kil¨®metros y kil¨®metros. Despu¨¦s de una noche negra y helada, el alba pon¨ªa de manifiesto el mundo, y durante unos segundos el fr¨ªo y la ansiedad hab¨ªan desaparecido en Arturo. Quer¨ªa vivir, con intensidad. Desear¨ªa poder decir que tras tanto sufrimiento hab¨ªa encontrado un estado de gracia, comprender alguna verdad, pero no era cierto, se trataba de una sencilla elecci¨®n entre el ser y la nada; la ¨²nica certeza era que deseaba seguir existiendo, no por un amor a la vida en s¨ª, sino por la esperanza de alg¨²n momento de paz en el futuro. La ropa de Arturo hed¨ªa, pero junto con el general hab¨ªa podido asearse y, tras cenar, cumplir un sue?o reparador. En esos momentos cruzaba Berl¨ªn con el compromiso de Pepe de que en el intervalo que durase su b¨²squeda conseguir¨ªa m¨¢s penicilina para Heberlein. Ten¨ªa un largo y azaroso camino hasta el distrito de Lichtenberg. Tolerancia y riesgo, pens¨®, todo se basaba en eso. Cruz¨® el canal de Landwehr, que ol¨ªa a cloaca, con cad¨¢veres todav¨ªa flotando, y continu¨® hacia el norte; procuraba enfilar las grandes arterias para minimizar el riesgo de perderse en los d¨¦dalos de ruinas. Los ¨²nicos veh¨ªculos que circulaban eran los militares, intercalados por civiles en bicicletas desvencijadas.
Kil¨®metros de cascotes y cristal, varas de acero retorcidas y negras, calles laterales atascadas de escombros; cada poco encontraba grupos de mujeres con pa?uelos en la cabeza y viejos pantalones militares ¨Clos hombres ten¨ªan prohibido llevar uniformes¨C que recog¨ªan los ladrillos de los edificios desplomados mientras se pasaban cubos llenos en una fila que serpenteaba entre monta?as de cascotes. Un viento g¨¦lido levant¨® una nube de ceniza que adquiri¨® contornos extra?os, obligando a la brigada a cubrirse la boca con pa?uelos. Arturo lleg¨® a la Wilhemstrasse; la avenida de ostentosos edificios gubernamentales se hab¨ªa transformado en una hilera de mont¨ªculos carbonizados. Desde donde se encontraba se pod¨ªa ver lo que quedaba de la mole del Ministerio del Aire de G?ering y, m¨¢s all¨¢, la Nueva Canciller¨ªa del Reich. Los contornos chamuscados del edificio, lleno de agujeros y abolladuras, con una enorme ¨¢guila de un dorado chill¨®n que aferraba entre sus garras una esv¨¢stica rodeada de guirnaldas desplomada junto a las escaleras. Record¨® la entrada por el patio de honor, con sus dos grandes estatuas que representaban al Ej¨¦rcito y al Partido, y de ah¨ª a la ¡°galer¨ªa de los diplom¨¢ticos¡±, un pasillo de m¨¢rmol de 146 metros expl¨ªcitamente pulido para que los representantes extranjeros resbalasen y llegasen al despacho del F¨¹hrer con una sensaci¨®n de inseguridad. En las entra?as de aquel edificio se hallaba un templo dedicado a la pretenciosidad metaf¨ªsica del nacionalsocialismo: Germania.
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