Germania
ARTURO record¨® los s¨®tanos de la Nueva Canciller¨ªa del Reich, y en su interior, la blanqu¨ªsima maqueta de Welthauptstadt Germania, la metr¨®polis que Hitler proyectaba construir sobre Berl¨ªn para ser la capital del futuro Reich. Avenidas de siete kil¨®metros para desfiles, arcos de triunfo de m¨¢s de cien metros de altura, estaciones de ferrocarril con fachadas de cuatrocientos metros de longitud, estadios con capacidad para cuatrocientas mil personas, el palacio de Hitler, que duplicar¨ªa en tama?o a la Domus Aurea de Ner¨®n, ministerios, ¨®peras, plazas, museos¡ y coron¨¢ndolo todo, la Volkshalle, la Sala del Pueblo, con capacidad para ciento ochenta mil personas, con su c¨²pula diecis¨¦is veces m¨¢s grande que la de San Pedro rematada con un gran ¨¢guila. Ser¨ªa tan desmesuradamente grande, le hab¨ªan contado, que se condensar¨ªan nubes en su domo. En el Mein Kampf, Hitler hab¨ªa dejado escrito que no quer¨ªa una ciudad, sino un s¨ªmbolo de su ¨¦poca; el mismo F¨¹hrer hab¨ªa descartado borrar Par¨ªs del mapa alegando que la misma magnitud de Germania convertir¨ªa la capital de Francia en un villorio. A juzgar por el resultado, todo aquel anhelo de absoluto no hab¨ªa sido m¨¢s que una tremenda y devastadora farsa. Ahora bien, su semilla hab¨ªa quedado depositada en millones de conciencias: una lectura perversa del romanticismo y su fascinaci¨®n por lo irracional y el entusiasmo que engendra el mito, que neutralizaba con brumas hiperb¨®reas cualquier orden y equilibrio. Arturo consider¨® de nuevo la posibilidad sugerida por Alec Whealey, el retorno de las multitudes enardecidas que deseaban ser transportadas; procesiones, c¨¢nticos, discursos, enormes piras, procesiones de antorchas, banderas inclin¨¢ndose para saludar, miles de hombres vestidos de negro. Racion¨® la respiraci¨®n, el aire estaba tan fr¨ªo que quemaba; ten¨ªa la cara insensible pero hab¨ªa habido d¨ªas peores. Se detuvo, movi¨® a un lado y a otro la mand¨ªbula, y sac¨® un peque?o tubo de vaselina que se hab¨ªa agenciado en el club; la extendi¨® por la piel para protegerse y reinici¨® la marcha hacia el norte. Antes de cruzar el Spree vislumbr¨® a lo lejos la mole del Reichstag, rodeada por una muchedumbre entregada al mercado negro.
El camino era largo, y cerca de la Prenzlauer Alle tuvo la sensaci¨®n de que le segu¨ªan. Se detuvo, mir¨® alrededor, pero no distingui¨® nada. Seguramente era el nerviosismo, cierta ansiedad. Ya hac¨ªa rato que se hallaba en zona rusa, aquellos hijos de puta no solamente masacraban a la gente en los gulags, sino que les obligaban a mandar telegramas de felicitaci¨®n a Stalin por su cumplea?os. As¨ª de retorcidos eran los ruskis; le hab¨ªan dado muy mala vida en Leningrado. Record¨® al ni?o que aparec¨ªa en El Idiota y que advert¨ªa a Napole¨®n que se largase de Rusia a toda mecha, un enviado de los dioses para prevenirle de la desgracia. Claro que Napole¨®n, como los alemanes, se hab¨ªa pasado las recomendaciones por el forro. Extra?amente, entre las alucinaciones por el fr¨ªo que hab¨ªan reportado algunos guripas ¨Cincluso los iletrados, sin perspectiva hist¨®rica¨C, se hallaban en ocasiones visiones de soldados, muchedumbres bajo palios de nieve, arrogantes y hambrientos, con anticuados uniformes y sus gorros de piel y sus cuencas vac¨ªas, algunos dando gritos al Emperador para que les salvase. Si hubi¨¦ramos llegado a Mosc¨²¡, repiti¨® Heberlein en su cabeza. Un profundo cr¨¢ter lleno de aguas residuales debido a una ca?er¨ªa rota interrumpi¨® sus divagaciones. Lo rodeaba con precauci¨®n cuando oy¨® gritos de mujer pidiendo ayuda.
Proven¨ªan de un gran edificio modernista, en ruinas. Arturo se detuvo un segundo para luego soltar un juramento y continuar mientras se dec¨ªa que aquello no era asunto suyo. Putos Ivanes, solo pensar en ellos ya hab¨ªa atra¨ªdo la desdicha. Los gritos prosegu¨ªan, cada m¨¢s aterradores, pero Arturo apret¨® el paso, cabizbajo; bastantes problemas ten¨ªa ya como para que ahora pariese la abuela. Aquella mujer ser¨ªa una m¨¢s de las miles que hab¨ªan sido violadas y que ser¨ªan violadas todav¨ªa; era una revancha inevitable, dominaci¨®n, violencia sexual, bot¨ªn de guerra, y tendr¨ªa suerte si luego la dejaban con vida. Los ruskis actuaban sin miedo a castigos, Fr?u Komm, dec¨ªan, una frase tan terror¨ªficamente famosa que se hab¨ªa convertido en un juego com¨²n entre los ni?os. Los chillidos se iban alejando, pero en su cabeza comenzaron los fogonazos, su alma se revolvi¨®: los gritos de la desconocida se mezclaron con los de Silke, su ropa hecha jirones, la humillaci¨®n, el odio ciego de Arturo, el paroxismo de la lucha, la n¨¢usea y el miedo, la impotencia de no haber podido detener los acontecimientos. El que nace lech¨®n muere cochino, se dijo; se cag¨® en la puta madre de los ruskis, sac¨® la Walther, la carg¨®, volvi¨® sobre sus pasos. Los gritos se hab¨ªan detenido, Arturo se temi¨® que hubieran liquidado a la mujer, aquellos animales eran capaces de violar un cad¨¢ver. Entr¨® en el portal y subi¨® las escaleras con cautela, escuch¨® risas y palabras en ruso. Continu¨® hasta el segundo piso y entr¨® en uno de los apartamentos; era una habitaci¨®n amplia con las paredes volatilizadas, que hab¨ªa quedado como un anfiteatro desde el que se disfrutaba una amplia perspectiva de la ciudad. Eran tres rusos, uno de ellos hab¨ªa amordazado a una chica joven mientras otro forcejeaba con ella para arrancarle la ropa. El tercero, con un enorme abrigo de piel con botones de madera ¨Cque Arturo codici¨® instant¨¢neamente¨C contemplaba el espect¨¢culo. Arturo ech¨® cuentas; liarse a tiros pod¨ªa atraer a m¨¢s ruskis, guard¨® el arma, sac¨® el cuchillo y, sin pens¨¢rselo m¨¢s, se acerc¨® por detr¨¢s al del abrigo. Clav¨® la hoja del cuchillo hasta la empu?adura en un lateral del cuello, empuj¨® hacia delante y le abri¨® la garganta de lado a lado. El chorro de sangre se dispar¨® un par de metros, alcanzando al camarada que desnudaba a la chica. Sin detenerse, Arturo avanz¨® hacia el segundo, que se gir¨® con sorpresa para recibir una cuchillada en la mejilla que le rompi¨® el p¨®mulo, y una segunda en el ojo que le lleg¨® al cerebro. Arturo extrajo la hoja, pero no pudo evitar una patada del tercer ruso que lo derrib¨® aturdido. Este agarr¨® su metralleta de cargador circular, y le apunt¨® con incredulidad ante el estropicio que hab¨ªa hecho. Se le acerc¨® y le propin¨® dos patadas m¨¢s que dejaron a Arturo hecho un ovillo. El ruso contempl¨® a sus dos compa?eros muertos, empapados en un mar de sangre, y comenz¨® a murmurar en su lengua. El odio se acumulaba en su interior, pero aguard¨® a que Arturo se recuperase.
¨CQuer¨ªas salvar a estar zorra boche ¨Cle dijo en ruso¨C. Mira c¨®mo la has rescatado.
Apunt¨® al pecho de la chica y solt¨® una r¨¢faga corta. Volvi¨® a enca?onarle. Entre el dolor, Arturo rumi¨® c¨®mo podr¨ªa distraer al Iv¨¢n para buscar una oportunidad y sacar la pistola.
¨CEres un cerdo ¨Crespondi¨® en ruso.
El soldado parpade¨® sorprendido.
¨CHablas ruso¡
¨CLo aprend¨ª en tu pa¨ªs ¨Cimprovis¨® Arturo, el objetivo era enfurecer al soldado, que quisiera golpearle, ganar tiempo¨C, mientras os interrogaba¡ Colgamos a muchos como t¨², mierdecilla, y nos follamos a vuestras panienkas¡
El ruso lo mir¨® con malevolencia y le solt¨® dos patadas m¨¢s. Arturo tosi¨® echando el alma entre hilillos de sangre, pero sonri¨®.
¨CGritabais como cerdos cuando quem¨¢bamos las isbas, degoll¨¢bamos a vuestros ni?os¡
El ruso rugi¨® y volvi¨® a golpearle sin piedad hasta perder el resuello. Se detuvo para coger aliento; Arturo aprovech¨® para meter la mano en el abrig¨®, sac¨® la pistola, pero la bota del soldado le aplast¨® la mano y apart¨® la Walther, que resbal¨® por el suelo. Luego le peg¨® un trallazo en el muslo, coloc¨® el ca?¨®n de su PPSh en su sien y le susurr¨®: Du Kapput.
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