Divagaciones de sobremesa
NORMALMENTE SON las mujeres desde el Neol¨ªtico las que han gobernado la cocina del hogar. Y desde esos tiempos tan remotos las mujeres se dividen en dos: las que cocinan con alegr¨ªa y las que lo hacen maldiciendo su suerte. En principio guisar es un ejercicio feliz siempre que se tengan a mano los ingredientes y los condimentos necesarios; si la cocinera guisa cantando, esa felicidad llega hasta el est¨®mago de los comensales, pero si guisa a contra dios haci¨¦ndose la v¨ªctima, esa mala onda tambi¨¦n se transmite y har¨¢, sin duda, que el bicarbonato sea el postre indispensable en la sobremesa.
Se puede hacer una peque?a historia de la evoluci¨®n del paladar espa?ol durante los ¨²ltimos 40 a?os. Reci¨¦n salidos del hambre hist¨®rica, lo que m¨¢s se valoraba en los restaurantes era que las raciones fueran copiosas, que desbordaran los platos, que se pudiera repetir y que los camareros fueran simp¨¢ticos, que contaran chistes y todo eso. Algunos de esos restaurantes sol¨ªan tener nombre alem¨¢n y en ellos el codillo era el rey; otros eran asadores y la puerta hab¨ªa sido sustituida por una rueda de una carreta y el nombre labrado en hierro con letras g¨®ticas. La filosof¨ªa consist¨ªa en que no te pudieras levantar de la mesa a causa de la panzada en honra y gloria del due?o. A esos establecimientos acud¨ªan clientes satisfechos de s¨ª mismos, los ¨²ltimos estraperlistas, los primeros nuevos ricos comisionistas, gente del r¨¦gimen y peces gordos en los estertores del franquismo. Mientras las risotadas de los triperos resonaban inmunes a cualquier cargo de conciencia, la subversi¨®n pol¨ªtica que acontec¨ªa en la clandestinidad se establec¨ªa alrededor de la tortilla de patatas casera y del vino pele¨®n con tetrabrik. En la alcantarilla los pepinillos de Bulgaria eran muy apreciados y los arenques a la vinagreta se comulgaban como una golosina ideol¨®gica, porque entonces los progresistas estaban m¨¢s interesados en debatir sobre la realidad objetiva que opinar sobre tablas de quesos y cosechas de vinos. Entonces esta veleidad pod¨ªa condenar al ostracismo al que hablara de ello en las sobremesas. La austeridad del chorizo racial de Cantimpalos, que coronaba el fest¨ªn del cocido, era el ¨²ltimo horizonte de la gastronom¨ªa.
Pero lentamente, a medida que la libertad se iba arraigando en nuestro pa¨ªs y la democracia alcanzaba su lugar en las instituciones, comenzaron a cundir los reservados en los restaurantes donde se urd¨ªan las primeras capillas pol¨ªticas alrededor de platos m¨¢s elaborados. No obstante, algunas reuniones pol¨ªticas a¨²n se celebraban con unas lentejas, un plato que, como en la Biblia, pronto ser¨ªa el s¨ªmbolo de transfuguismo pol¨ªtico.
La filosof¨ªa consist¨ªa en que no te pudieras levantar de la mesa a causa de la panzada en honra y gloria del due?o. .
Hubo un momento en que el desencanto de la Transici¨®n hizo que mucha gente de izquierdas se pasara del marxismo a la gastronom¨ªa. El derecho al placer de la mesa fue reivindicado como una conquista. La fiesta empez¨® cuando algunos de estos ide¨®logos encontraron en la sopa de la abuela m¨¢s sustancia que en sus creencias. Y se pusieron a cocinar. A invitarse a sus casas. A desafiarse en la calidad del guiso. Incluso a presumir de crear platos de su propia inspiraci¨®n. Era un verdadero peligro aceptar la invitaci¨®n de uno de estos nuevos gastr¨®nomos salidos de la clandestinidad.
Si uno va a un restaurante puede permitirse el lujo de sentenciar que el vino est¨¢ picado, que el filete est¨¢ poco hecho y mandar de nuevo la comanda a la cocina para que la cambien m¨¢s a su gusto. Pero si te invita a su casa un amigo, sobre todo si es un viejo camarada o compa?ero de partido, y presume, ¨¦l o su pareja, de haber cocinado esa receta que ha le¨ªdo no se sabe d¨®nde, o lo que es peor, se la ha inventado sobre la marcha, ?c¨®mo le dices que lo que te ha obligado a comer sin protestar es una pura basura?
La gastronom¨ªa como literatura tiene entre nosotros unos antecedentes preclaros. Josep Pla escribi¨® un libro delicioso sobre cocina, Lo que hemos comido. Es una breve historia neopositivista de los alimentos terrestres. Por cierto, este escritor sol¨ªa comer algunas veces en el restaurante del Hostal de La Gavina, de S¡¯Agar¨®, extraordinariamente caro y exquisito, pero el due?o solo le cobraba 100 pesetas por una deferencia para que no se sintiera invitado y pudiera volver cuando le apeteciera. Pla recomendaba el restaurante a los amigos. ¡°Se come estupendamente y es muy barato¡±, dec¨ªa. N¨¦stor Luj¨¢n, ?lvaro Cunqueiro y Julio Camba fueron tres literatos culinarios que establecieron la filosof¨ªa del gusto antes de que se pusiera de moda la nueva cocina.
Si el trabajo en la cocina exige paciencia, buen ¨¢nimo, naturalidad, imaginaci¨®n y tiempo, todo lo que vaya contra estas reglas representa un peligro que hay que evitar. Por eso resultan un tanto infames esos concursos culinarios en televisi¨®n en los que unos infumables master chefs someten a unos ni?os a elaborar platos bajo el estr¨¦s de las descalificaciones, de la prisa y el premio, haciendo de esta labor un espect¨¢culo.
Otro de los peligros de la cocina es el esnobismo que se deriva de la dictadura de los cocineros de renombre. La cosa empez¨® en Francia cuando el hecho de comer, una necesidad b¨¢sica, se transform¨® en una filosof¨ªa del gusto a cargo de unos genios, Paul Bocuse y los hermanos Troisgros, restauradores de Lyon, creadores de la nueva cocina. All¨ª fueron a aprender nuestros cocineros vascos Arzak y Subijana.
Los pioneros de la nueva cocina trajeron unas reglas de oro: ir cada d¨ªa al mercado, recuperar y revisar platos perdidos, innovar e investigar.
Hubo un tiempo en que la moda de los ricachones consist¨ªa en coger el avi¨®n privado para ir a degustar un plato de un restaurante famoso de Francia a 3.000 kil¨®metros de distancia y all¨ª se encontraban con que hab¨ªa perros de lanas sentados a la mesa junto a sus amos con una servilleta colgada del collar y que eran atendidos con gran devoci¨®n por un ma?tre exquisito. ?Qu¨¦ quiere, mon petit chien, una tortilla gratinada a las finas hierbas? Puede que ese caniche fuera el comensal m¨¢s educado de todo el comedor. Normalmente en esos restaurantes se da el s¨ªndrome del sirviente aunque se trate de clientes elegantes acostumbrados a exquisiteces o triperos muy hechos a darse buenas comilonas. Cuando el ma?tre, con una autoridad que tal vez le baja del m¨¢s all¨¢, comienza a explicar un plato imposible de imaginar, hay que ver la cara que ponen esos comensales, como si estuvieran oyendo una oraci¨®n sagrada. Nadie se atreve a preguntar. Se supone que han llegado a ese tabern¨¢culo solo para complacer al cocinero.
Hace 40 a?os se estableci¨® en nuestro pa¨ªs la nueva cocina. Fueron sus pioneros Juan Mari Arzak y Subijana, que trajeron del Congreso de Gourmets que se hab¨ªa celebrado en Francia, seg¨²n una tradici¨®n que arrancaba de siglo XVIII, unas reglas de oro: ir cada d¨ªa al mercado y pelearse directamente con los proveedores; unir la cocina a la cultura; revisar y recuperar los platos perdidos; constatar la autenticidad de las recetas en vigor y, a partir de estos presupuestos, crear, innovar e investigar como si las papilas gustativas fueran un territorio inexplorado, lleno de sorpresas./
Todas las cocinas son regionales puesto que se nutren de las costumbres y alimentos que crecen alrededor. En la cocina se instaura la verdadera cultura porque si es cierto que uno es lo que come, en la mesa se establecieron por primera vez las reglas de la urbanidad y qued¨® instaurada una moral de convivencia social. Los romanos cre¨ªan que el hogar estaba protegido por los dioses lares, a quienes se honraba con un fuego perenne. Con el tiempo se demostr¨® que eran los cocineros los dioses que unificaban a la familia y el fuego sagrado que los honraba solo era el de la cocina./
Siendo un asunto esencialmente regional, los platos se han convertido en una competencia del gusto, la cocina vasca contra la catalana, la gallega contra la castellana o la andaluza o la valenciana o la murciana, y en cada una de ellas unos h¨¦roes, que son los cocineros que deben estar a bien con cualquiera, de derechas o de izquierdas, corrupto u honrado. Nunca mejor dicho que en este caso echarse los platos a la cabeza es un alarde de felicidad y de mutua inspiraci¨®n. En los fogones de los grandes maestros convertidos en laboratorios se mezclan sabores, se unen elementos, pero a fin de cuentas cualquier producto pasa por el fielato del paladar previo examen por la vista y el olfato. La riqueza de sabores no est¨¢ re?ida con la naturalidad./
Por mi parte, odio los platos cuadrados, la comida convertida en una performance, la explicaci¨®n sofisticada y promovida por la literatura cursi de la explicaci¨®n del ma?tre, el que alguien conocido pase junto a mi mesa en un restaurante y despu¨¦s de saludarme me diga: ¡°Que aproveche¡±; odio la superabundancia de master chefs y que un comensal patoso sea mucho m¨¢s pesado que digerir una fabada con chorizo. Odio que se use el adjetivo espectacular para ponderar la calidad de un guiso. Y sobre todo odio que en un restaurante entre la tuna tocando Clavelitos. Por lo dem¨¢s, creo que comer, aunque sea un trozo de pan y una sardina, es un acto m¨ªstico./
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