Nuestra mejor br¨²jula
EL OTRO d¨ªa pasaron por televisi¨®n la pel¨ªcula Lo que queda del d¨ªa, de James Ivory, basada en la novela de Ishiguro. Resulta extraordinario comprobar cu¨¢nto va cambiando nuestra mirada con el tiempo. Cuando vi por primera vez este hermoso filme en 1993, fecha de su estreno, me fij¨¦ sobre todo en el desencuentro amoroso de sus protagonistas. De la historia me qued¨® el recuerdo de dos vidas arruinadas por las inseguridades emocionales y por la mezquindad de una sociedad lastrada por un clasismo demoledor y un sistema de servidumbre casi feudal.
En esta ocasi¨®n, en cambio, me he topado con el otro gran tema de la pel¨ªcula: la responsabilidad moral individual. Lord Darlington, el arist¨®crata al que el protagonista sirve con veneraci¨®n, es un hombre esencialmente bueno y, sin embargo, apoya a los nazis y llega a cometer la suprema vileza de despedir a dos criaditas adolescentes porque son jud¨ªas. Un a?o m¨¢s tarde se arrepiente; dentro de su conciencia sin duda siempre hubo un escozor, un desasosiego ante lo que estaba haciendo. Pero ignor¨® esa llamada ¨¦tica porque Lord Darlington es un pusil¨¢nime, un hombre que venera las jerarqu¨ªas: ¨¦l mismo es un producto privilegiado de ese sistema. Cree que Hitler es la nueva autoridad europea y que, por lo tanto, sabe m¨¢s que ¨¦l. Y le obedece.
Resulta extraordinario comprobar cu¨¢nto va cambiando nuestra mirada con el tiempo.
Esta es la banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt. Gentes d¨®ciles que prefieren seguir la l¨ªnea de mando eludiendo todo juicio cr¨ªtico. Y lo hacen por pereza intelectual, o por medrar, o por comodidad, por debilidad, por cobard¨ªa, incluso por modestia, es decir, por inseguridad en s¨ª mismos. Sea cual sea la causa, los resultados son terribles. El famoso experimento de Milgram de 1963 demostr¨® c¨®mo tendemos a obedecer las ¨®rdenes de la autoridad aunque entren en conflicto con nuestra conciencia. A los sujetos se les hac¨ªa creer que participaban en un experimento sobre el dolor; supuestamente ten¨ªan que propinar descargas el¨¦ctricas cada vez m¨¢s fuertes en otras personas. Escuchaban los gritos de dolor de sus v¨ªctimas, sus s¨²plicas para que no siguieran. Pero los instructores les ordenaban continuar y ellos lo hac¨ªan. A partir de los 300 voltios, los electrocutados dejaban de dar se?ales de vida: la descarga pod¨ªa ser mortal. Ninguno de los participantes se detuvo en el nivel de 300 voltios y el 65% llegaron hasta los 480, una potencia inequ¨ªvocamente letal. Son unos resultados conocid¨ªsimos, pero cada vez que repaso los datos se me ponen los pelos de punta.
Yo misma he sentido esa tendencia a la aceptaci¨®n acr¨ªtica. Con 20 a?os me consideraba una ignorante (y sin duda lo era) e intentaba aprender de la gente a la que por entonces daba un lugar de autoridad moral: militantes de izquierdas, fundamentalmente del PCE o de otros partidos marxistas m¨¢s radicales. Muchos de ellos se dejaron la piel en la lucha antifranquista y desde luego parec¨ªan admirables, y a veces lo eran. Pero tambi¨¦n eran correas de transmisi¨®n de un dogmatismo atroz. Me recuerdo, por ejemplo, dando por bueno el primer asesinato de ETA, es decir, la muerte del torturador Melit¨®n Manzanas. O difamando aplicadamente a Solzhenitsin por denunciar el Gulag sovi¨¦tico (hab¨ªa que decir que ment¨ªa, que era un derechista repugnante), o llamando gusanos a los cr¨ªticos de la dictadura cubana. Mientras hac¨ªa todo esto, siempre sent¨ª un punto de incomodidad, un rescoldo de angustia en el interior de mi cabeza. Pero lo reprim¨ªa, porque cre¨ªa que ellos, los mayores, sab¨ªan m¨¢s que yo.
Pocos a?os despu¨¦s fui comprendiendo que esa brasa moral que arde en tu pecho es la ¨²nica linterna fiable para moverse por las oscuridades de la vida. A estas alturas ya s¨¦ que el ¨²nico gran valor totalmente seguro es la compasi¨®n. Porque todos los otros conceptos sublimes por los que nos movemos pueden ser traicionados. En nombre de la libertad, de la igualdad y de la justicia se han cometido atroces carnicer¨ªas. Pero la compasi¨®n consiste en ponerse en el lugar del otro, y si haces ese viaje interior no ser¨¢s capaz de degollar a esa persona. Esforc¨¦monos en escuchar la se?al ¨¦tica y emp¨¢tica de la conciencia, aunque a veces nos llegue muy debilitada: sin duda es nuestra mejor br¨²jula.
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