Mujeres en primera l¨ªnea del cambio clim¨¢tico
Un peque?o huerto en propiedad cambia la vida de sus due?as y el entorno que les rodea en Guinea Bissau
Los mismos caminos rojos, el mismo polvo que se mete en las entra?as, la misma luz¡ Y alrededor demasiados huecos sin ¨¢rboles. Estoy junto a una de esas fronteras hechas con tiral¨ªneas hace medio siglo que rompieron ¨¦tnias, cuencas h¨ªdricas, y tambi¨¦n bosques. Fronteras por las que hoy transita la deforestaci¨®n, los cultivos intensivos y un cambio clim¨¢tico que se palpa en los campos y va vaciando de gentes esta tierra de la Casamance, que se reparte entre Gambia, Senegal y Guinea Bissau. El granero de Senegal lo llamaban cuando lo visit¨¦ por primera vez hace ahora 20 a?os. Ahora, a trav¨¦s de la ventanilla del coche en el que viajo desde la ciudad de Kolda (Senegal), veo c¨®mo la deforestaci¨®n campa a sus anchas y la escasez de lluvias deja las tierras bald¨ªas, algunas incluso con costra de sal, seg¨²n me cuentan.
Pese a todo, voy a conocer una revoluci¨®n en marcha, y las protagonistas son las mujeres en una tierra donde hist¨®ricamente las ha maltratado, y a¨²n se hace.
El sol machaca las neuronas sin piedad cuando llego con algunos compa?eros colaboradores de Alianza por la Solidaridad hasta la aldea de Sissacunda, al otro lado de la l¨ªnea, en Guinea Bissau. M¨¢s de tres horas de camino para 150 kil¨®metros. En Sissacunda y las aldeas de los alrededores se ha puesto en marcha una iniciativa, dentro de nuestra ONG, que est¨¢ ayudando a paliar las malas cosechas, pero que sobre todo est¨¢ transformando a las mujeres. Las mismas, en muchos casos, que fueron casada con apenas 15 a?os, que dejaron la escuela, que sufrieron mutilaci¨®n genital¡ Voy pensando en todo ello cuando, a¨²n sin salir del coche, escucho sus cantos. Todas se han reunido para recibirnos bailando, esa muestra de hospitalidad tan africana que nos acerca sin necesidad de entendernos y que me hace sentir como en casa.
Enseguida se hace visible que aqu¨ª la tragedia del cambio clim¨¢tico no es un futurible, es el d¨ªa a d¨ªa. A simple vista, todo sigue igual que hace d¨¦cadas. Las mismas chozas, el mismo pil¨®n para machacar el mijo, las mismas calabazas como menaje¡ Pero es una falsa impresi¨®n. ¡°Nunca hace este calor en estas fechas. Y nunca antes las lluvias fueron tan cortas. Llegaron este a?o con dos meses de retraso y acabaron antes¡±, me cuenta Amadou, mientras me muestra unas mazorcas de ma¨ªz que apenas miden 12 cent¨ªmetros. ¡°Y f¨ªjate en el arroz, casi nada¡±, a?ade marcando con su dedo un peque?o mont¨®n en el que dos mujeres desgranan el cereal. ¡°Yo vivo en Zaragoza. Y me volver¨¦ a marchar porque no veo salida en este lugar¡±, me sorprende en castellano uno de los muchos hombres tumbados bajo un baobab a poca distancia. Inmediatamente, mi mente vuela a Marraquech, donde en una cumbre mundial se ha discutido recientemente para evitar un futuro que estoy viendo con mis ojos.
Lo que antes llamaban el granero de Senegal es hoy un p¨¢ramo donde la deforestaci¨®n campa a sus anchas
Enseguida las mujeres se ponen a cocinar el arroz que les traemos. Es la base de la alimentaci¨®n en Casamance desde que los franceses lo introdujeron hace d¨¦cadas como monocultivo, un cambio gastron¨®mico que les hizo abandonar el mijo y que, adem¨¢s de dependencia, est¨¢ generando muchos problemas de salud: hay tremendos ¨ªndices de diabetes e hipertensi¨®n en estas perdidas aldeas africanas.
Poco despu¨¦s, cuando el sol comienza a caer, un grupo de nuestras anfitrionas sale de la aldea con cubos y herramientas de labranza. ¡°Vamos, en marcha¡±, nos dicen en su lengua pular. Y nos marcan el camino a su revoluci¨®n: las huertas comunitarias de las mujeres de la Casamance, un pedazo de tierra de poco m¨¢s de una hect¨¢rea que han logrado legalizar a su nombre, en femenino plural (porque est¨¢n asociadas para gestionarlo juntas) y en femenino singular (porque cada una tiene su espacio para sus hortalizas). Nunca antes en la historia de Guinea Bissau unas mujeres fueron orgullosas propietarias de una parcela. En Gambia y Senegal, donde tambi¨¦n visitar¨¦ huertas de este tipo, tienen un recorrido hist¨®rico algo m¨¢s largo, pero siguen siendo un logro excepcional. Alianza y sus socias locales (Aprodel, en el caso de Guinea) las han promovido dentro de un convenio transfronterizo financiado con la ayuda a la cooperaci¨®n espa?ola, el SAGE. Aqu¨ª las llaman per¨ªmetros porque tienen una valla que impide que los animales de la floresta se las destrocen.
¡°Antes s¨®lo pod¨ªamos cultivar en tierra que era de nuestros maridos, que son cultivos de arroz, de mijo, de ma¨ªz, y que dependen de la lluvia. Pero ahora nadie sabe cu¨¢ndo llueve. Y nosotras tenemos aqu¨ª nuestros pimientos, tomates, gomb¨®, cebollas y otras cosas que gastamos en casa y vendemos en los mercados¡±. Me lo cuenta Ajou mientras voy tras ella, renqueando por el calor, entre sus alineadas matas de ?ame. En una esquina del terreo abre un grifo y llena su cubo. Su vecina, utiliza una manguera. ¡°?Ves? Antes reg¨¢bamos muy poco porque hab¨ªa que sacarlo del pozo, y cada vez de m¨¢s profundo; era un trabajo tremendo. Ahora, tenemos eso [dice se?alando una placa fotovoltaica] y el sol nos ayuda a subir el agua al dep¨®sito, que luego lo baja por estas ca?er¨ªas. As¨ª, la producci¨®n aumenta, y tambi¨¦n nuestros ingresos¡±, a?ade su compa?era Fatou, que cava en lo que parece ser un campo de cebollas con su beb¨¦ bambole¨¢ndose en la espalda. Hoy, 1.012 mujeres como ella tienen tambi¨¦n su huerta, que s¨®lo abandonan cuando es periodo de recogida de los cereales o el algod¨®n.
Me fijo en Fatou porque estaba esta misma ma?ana en un mercado local por el que pasamos con un peque?o puesto, en el suelo. Vend¨ªa los productos que ahora veo en las ramas. ¡°Sacamos suficiente para pagar el colegio de los ni?os o al m¨¦dico cuando hay un enfermo. Y lo mejor es que son nuestras, que tenemos documentos y podemos venir siempre que queramos¡±.
Antes s¨®lo pod¨ªamos cultivar en tierra que era de nuestros maridos, que son cultivos de arroz, de mijo, de ma¨ªz, y que dependen de la lluvia
El traj¨ªn es tremendo. Hay que aprovechar la luz antes de que oscurezca, lo mismo que por la ma?ana aprovechan las primeras horas, cuando a¨²n la temperatura es tolerable. Aqu¨ª y all¨¢, se mueven quitando malas hierbas y regando, mientras el sudor se escurre por la piel. ¡°Trabajamos mucho, pero juntas. Nos hemos organizado en una asociaci¨®n de la huerta¡±, explican entre cubo y cubo. ¡°Adem¨¢s, ahora los hombres nos escuchan mucho m¨¢s, hacen caso cuando damos nuestras opiniones porque la huerta colabora en la alimentaci¨®n familiar si las cosechas no son buenas. Y ¨²ltimamente no lo son, aunque tambi¨¦n nos han dado semillas mejoradas que creen m¨¢s r¨¢pido. Lo malo es que llueve poco y cuando lo hace, llueve demasiado y eso no es bueno para la tierra¡±.
En los d¨ªas siguientes, visitar¨¦ m¨¢s huertas como ¨¦sta en Senegal y en Gambia, peque?os espacios en los que las hortelanas africanas tratan de hacer frente a un futuro incierto que expulsa a sus hijos adolescentes al hacia los muros de Europa, los mismos j¨®venes que me encontrar¨¦ en un ¡®top manta¡¯ cuando regrese, los mismos que habitan los CIES .
En esta aldea de Sissacunda me siento en la primera l¨ªnea del cambio global. En ese lugar donde no saben de emisiones de CO2, de sumideros, ni de medidas de mitigaci¨®n, pero lo sufren. Uno de los muchos rincones del planeta donde peque?as iniciativas, puestas en com¨²n, permiten salir adelante frente a un fen¨®meno que no pueden controlar y que est¨¢ transformando ya sus vidas. Vi¨¦ndolas de regreso a la aldea, a¨²n con fuerzas para cargar le?a sobre sus cabezas, pienso que las Cumbres del Clima no estar¨¢n completas mientras mujeres como Fatou, Ajou y Aminata no sean invitadas a ser escuchadas.
Cae la noche cuando regresamos a Kolda, en Senegal, sin nubes en el horizonte. Y mi compa?ero Samba Mballo lo confirma: ¡°Sigue haciendo demasiado calor¡±.
Rosa M. Trist¨¢n es colaboradora de Alianza por la Solidaridad.
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