Una hermosa l¨¢grima
EL OTRO D?A me sucedi¨® algo extraordinario. Estaba en Barcelona para asistir a un congreso literario y sal¨ª del hotel a primera hora de la tarde camino de una mesa redonda. Me alojaba cerca de las Ramblas, en plena zona tur¨ªstica, y la calle era un hervidero de peatones.
Y, como siempre sucede en el centro de las grandes ciudades, tambi¨¦n hab¨ªa un mont¨®n de mendigos. Uno de ellos era m¨¢s llamativo; pertenec¨ªa al registro de indigentes discapacitados y contrahechos, a ese terrible, pat¨¦tico rubro de personas desbaratadas que son esclavas de mafias sin escr¨²pulos, que los obligan a exhibir sus deformidades para causar conmoci¨®n y piedad en el viandante. Ya se sabe que la explotaci¨®n del monstruo, del d¨¦bil, del distinto es un antiqu¨ªsimo negocio. Todo un cl¨¢sico de la maldad humana.
Este mendigo en concreto se encontraba arrimado a la pared y sentado en el suelo sobre una manta. Las piernas, tapadas con el cobertor, no se le ve¨ªan. Por la carencia de volumen, deb¨ªan de ser delgad¨ªsimas, o quiz¨¢ ni siquiera tuviera extremidades inferiores, no me fij¨¦ lo suficiente para saberlo; nunca miramos mucho a personas as¨ª. Lo que resultaba indudable era que no pod¨ªa caminar por s¨ª solo. Sus explotadores deb¨ªan de haberlo colocado ah¨ª en alg¨²n momento, como quien coloca una m¨¢quina tragaperras en un bar.
Un hierofante, que en la Grecia antigua era el sumo sacerdote de los cultos mist¨¦ricos. De hecho, la palabra hierofante significa ¡°el que hace aparecer lo sagrado¡±.
Estaba desnudo de cintura para arriba. Mostraba un torso raqu¨ªtico y deforme, un pecho picudo de paloma, unos bracitos casi in¨²tiles, puro hueso y pellejo. Coron¨¢ndolo todo, una cabeza demasiado grande con una desordenada cabellera casta?a. Esa tarde no hac¨ªa fr¨ªo, pero desde luego tampoco hac¨ªa calor como para estar as¨ª, desnudo y quieto. Pas¨¦ por delante sin detenerme, dici¨¦ndome, como siempre que veo algo as¨ª, que no se debe dar dinero a estos indigentes para no fomentar la explotaci¨®n, y tambi¨¦n pregunt¨¢ndome c¨®mo es posible que permitamos que suceda semejante abuso ante nuestros ojos; c¨®mo no interviene la autoridad, c¨®mo no lo rescatan de la mafia. Pero a los dos minutos se me fue el asunto de la cabeza.
Cuando regres¨¦ al hotel seis horas m¨¢s tarde ya era de noche. Y el mendigo segu¨ªa all¨ª, desnudo y solo. Pens¨¦: si no saca suficiente dinero lo mismo lo tienen aqu¨ª hasta la madrugada. Resopl¨¦, enrabietada contra m¨ª misma, contra el mundo, contra los explotadores, sabiendo que iba a intentar paliar mi desasosiego con una maldita limosna. Me acerqu¨¦ r¨¢pidamente, ech¨¦ dos tristes euros en el bote que ten¨ªa delante de ¨¦l y sal¨ª escopetada. Pero entonces el hombre me chist¨®, deteniendo mi huida. Me volv¨ª y advert¨ª que el mendigo estaba cogiendo un objeto peque?o que hab¨ªa sobre la manta. Estir¨® su bracito maltrecho y me lo tendi¨®; desconcertada, puse la mano y ¨¦l deposit¨® en mi palma un bell¨ªsimo cristal pulido del tama?o de una alubia, con un color azul profundo y una limpia y oscura transparencia. Alc¨¦ la cara, at¨®nita, y por primera vez vi de verdad al hombre. Sus ojos eran de un tono verde uva imposible, maravilloso. Una mirada sobrecogedora que no parec¨ªa pertenecer a este mundo. Me dijo algo en una lengua desconocida. Yo le susurr¨¦ gracias con la garganta apretada, las gracias m¨¢s sinceras que he dicho en mi vida, y me fui con el cristal dentro del pu?o.
Horas m¨¢s tarde, a¨²n trastornada por el suceso, escrib¨ª a un amigo cont¨¢ndole la historia, y ¨¦l me contest¨®: ¡°Es un hierofante; no sientas pena de ¨¦l¡±. Me pareci¨® precioso: s¨ª, un hierofante, que en la Grecia antigua era el sumo sacerdote de los cultos mist¨¦ricos. De hecho, la palabra hierofante significa ¡°el que hace aparecer lo sagrado¡±, y eso era exactamente lo que hab¨ªa logrado nuestro mendigo: que por un instante se parara el rotar del planeta, que estallaran el misterio y la belleza de la vida, todo aquello que es mucho m¨¢s grande que nosotros. Me sent¨ª bendecida, porque eso es lo sagrado para m¨ª, que no soy creyente. Ese hombre contrahecho, que ha debido y debe de tener la existencia m¨¢s dura que pensarse pueda, fue capaz de elevarse por encima de todas sus limitaciones y, revestido de una suprema dignidad, me dio un regalo que nadie hubiera podido pagar ni con todo el dinero del mundo. Y aqu¨ª estoy, agradecida, con su hermosa l¨¢grima de cristal en la mano.
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