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Jonathan Franzen viaja al fin del mundo

Iceberg en el oc¨¦ano Ant¨¢rtico.
Iceberg en el oc¨¦ano Ant¨¢rtico.Daniel Beltr¨¢

Un escritor de fama internacional. Una herencia inesperada. Y un viaje inici¨¢tico a la Ant¨¢rtida que entronca con los secretos de una familia singular.

Hace dos a?os, un abogado de Indiana me envi¨® un cheque de setenta y ocho mil d¨®lares [74.600 euros]. El dinero proced¨ªa de mi t¨ªo Walt, que hab¨ªa muerto seis meses antes. Yo no esperaba que Walt me dejara ning¨²n dinero, ni mucho menos contaba con ello. As¨ª pues, me dije que deb¨ªa destinar mi herencia a algo especial, para honrar su memoria.

Resultaba que mi novia desde hac¨ªa a?os, californiana de nacimiento, hab¨ªa prometido pasar unas vacaciones largas conmigo. Estaba agradecida por lo comprensivo que me hab¨ªa mostrado cuando tuvo que volverse a Santa Cruz para cuidar de su madre, que ten¨ªa noventa y cuatro a?os y estaba perdiendo la memoria. Llevada por un impulso, me hab¨ªa dicho: ¡°Viajar¨¦ contigo a cualquier lugar del mundo al que siempre hayas deseado ir¡±. A lo que yo, por motivos que ya no soy capaz de reconstruir, contest¨¦: ¡°?La Ant¨¢rtida?¡±. Me mir¨® con los ojos muy abiertos; yo ten¨ªa que haber estado m¨¢s atento a esa reacci¨®n. Pero una promesa era una promesa.

Con la esperanza de hacer m¨¢s apetecible la Ant¨¢rtida a ojos de mi templada californiana, decid¨ª gastar el dinero de Walt en la reserva m¨¢s lujosa posible: una expedici¨®n de tres semanas de la Lindblad National Geographic por la Ant¨¢rtida, la isla San Pedro y las Malvinas. Dej¨¦ una paga y se?al, y la californiana y yo nos dedicamos a partir de entonces, siempre que sal¨ªa el tema, a bromear con cierta inquietud sobre el fr¨ªo espantoso y los embravecidos mares del Polo Sur a los que hab¨ªa aceptado someterse. Yo no paraba de asegurarle que en cuanto viera un ping¨¹ino estar¨ªa encantada de haber hecho el viaje. Sin embargo, cuando lleg¨® el momento de pagar el resto de la reserva me pidi¨® que lo pospusi¨¦ramos un a?o. La situaci¨®n de su madre era muy poco estable, y se resist¨ªa a emprender un viaje que la llevara tan irremediablemente lejos de casa.

Me cohib¨ªa la categor¨ªa de trofeo que se atribu¨ªa al s¨¦ptimo continente, demasiado remoto y caro para que el turista corriente pusiera sus pies en ¨¦l.

Para entonces, tambi¨¦n yo hab¨ªa desarrollado una cierta renuencia al viaje, y ni siquiera era capaz de recordar por qu¨¦ hab¨ªa propuesto la Ant¨¢rtida. La idea de ¡°verla antes de que se funda¡± era deprimente y contradictoria: ?por qu¨¦ no esperar a que se fundiera y se eliminara ella solita de la lista de posibles destinos? Tambi¨¦n me cohib¨ªa la categor¨ªa de trofeo que se atribu¨ªa al s¨¦ptimo continente, demasiado remoto y caro para que el turista corriente pusiera sus pies en ¨¦l. Cierto que all¨ª podr¨ªan verse aves extraordinarias: no solo ping¨¹inos, sino rarezas como la paloma ant¨¢rtica y el p¨¢jaro cantor m¨¢s meridional del mundo, el bisbita de San Pedro. Sin embargo, el n¨²mero de especies ant¨¢rticas es bastante reducido y yo ya me hab¨ªa hecho a la idea de que nunca llegar¨ªa a ver todas las especies de aves del mundo. La mejor raz¨®n que se me ocurr¨ªa para ir a la Ant¨¢rtida era que no ten¨ªa absolutamente nada que ver con el tipo de cosas que sol¨ªamos hacer la californiana y yo; hab¨ªamos llegado a la conclusi¨®n de que nuestra escapada ideal duraba tres d¨ªas. Me dije que si pas¨¢bamos tres semanas juntos en el mar, sin posibilidad de huir, quiz¨¢ descubrir¨ªamos que ¨¦ramos capaces de hacer otras cosas. Har¨ªamos juntos algo que quedar¨ªa, durante el resto de nuestras vidas, como algo que hab¨ªamos hecho juntos.

As¨ª pues, acced¨ª a aplazarlo un a?o. Me instal¨¦ yo tambi¨¦n en Santa Cruz. Y entonces la madre de la californiana sufri¨® una ca¨ªda preocupante, y ella tuvo a¨²n m¨¢s miedo de dejarla sola. Reconoc¨ª, por fin, que no me correspond¨ªa complicarle a¨²n m¨¢s la vida y la dispens¨¦ de hacer el viaje. Por suerte, mi hermano Tom, la ¨²nica persona, aparte de ella, con quien me imaginaba compartiendo un camarote durante tres semanas, acababa de jubilarse y estaba dispuesto a ocupar su lugar. Cambi¨¦ la reserva, de cama de matrimonio a dos individuales, y encargu¨¦ botas estancas de goma y una gu¨ªa con muchas ilustraciones de la flora y la fauna ant¨¢rticas.

Pero ni siquiera entonces, cuando la fecha de la partida se aproximaba, consegu¨ªa convencerme de que me iba a la Ant¨¢rtida. No paraba de decir: ¡°Parece que me voy a la Ant¨¢rtida¡±. Tom me hizo saber que estaba emocionado, pero mi propia sensaci¨®n de irrealidad, de fracaso en el intento de prever algo placentero, no hac¨ªa sino aumentar. Quiz¨¢ fuera que la Ant¨¢rtida me hac¨ªa pensar en la muerte, por la muerte ecol¨®gica con que la amenaza el calentamiento global, o por la fecha l¨ªmite para verla que representaba mi propia muerte. El caso es que hab¨ªa llegado a apreciar enormemente el ritmo normal y corriente de la vida con la californiana, el ruido de la puerta del garaje cuando ella volv¨ªa de la visita nocturna a su madre. Cuando prepar¨¦ la maleta fue como si lo hiciera obligado porque ya hab¨ªa pagado el viaje.

Quiz¨¢ fuera que la Ant¨¢rtida me hac¨ªa pensar en la muerte, por la muerte ecol¨®gica con que la amenaza el calentamiento global.

SAN LUIS, agosto de 1976. Una noche lo bastante fresca para que mis padres y yo estuvi¨¦semos cenando en el porche, mi madre se levant¨® a contestar el tel¨¦fono en la cocina, y de inmediato llam¨® a mi padre.

¨CEs Irma ¨Cdijo./

Irma era la hermana de mi padre, que viv¨ªa con Walt en Dover, Delaware. Deb¨ªa de ser evidente que hab¨ªa pasado algo terrible, porque me recuerdo de pie en la cocina, junto a mi madre, cuando mi padre interrumpi¨® lo que le dec¨ªa Irma y le grit¨® al auricular, como si estuviera furioso:/

¨CIrma, por Dios, ?est¨¢ muerta?/

Irma y Walt eran mis padrinos, pero yo no los conoc¨ªa bien. Mi madre no soportaba a Irma ¨Cconsideraba que sus padres la hab¨ªan malcriado sin remedio, en detrimento de mi padre¨C y, aunque se supon¨ªa que Walt ¨Cun coronel del Ej¨¦rcito del Aire retirado que se hab¨ªa convertido en orientador en un instituto de secundaria¨C era el m¨¢s simp¨¢tico de los dos, yo lo conoc¨ªa sobre todo por un volumen autoeditado sobre sus conocimientos golf¨ªsticos que nos hab¨ªa mandado, Golf ecl¨¦ctico, y que yo, como lo leo todo, me hab¨ªa le¨ªdo. La persona a la que m¨¢s hab¨ªa tratado era Gail, la hija ¨²nica de Walt e Irma. Era una joven alta, guapa e intr¨¦pida que hab¨ªa estudiado en la Universidad de Misuri y nos visitaba a menudo. Se hab¨ªa licenciado el a?o anterior y hab¨ªa encontrado un empleo de aprendiz de orfebre en la ciudad colonial de Williamsburg, en Virginia. El motivo de la llamada de Irma era comunicarnos que Gail, mientras circulaba toda una noche, sola y bajo un aguacero, para llegar a un concierto de rock en Ohio, hab¨ªa perdido el control del autom¨®vil en una de las estrechas y tortuosas carreteras de Virginia Occidental. Aunque al parecer Irma no era capaz de pronunciar esas palabras, Gail hab¨ªa muerto./

Yo ten¨ªa diecis¨¦is a?os y comprend¨ªa qu¨¦ era la muerte. Y sin embargo, quiz¨¢ porque mis padres no me llevaron al funeral, no llor¨¦ por Gail. En cambio, tuve la sensaci¨®n de que su muerte estaba de alg¨²n modo dentro de mi cabeza, como si una aguja espantosa hubiera cauterizado mi red de recuerdos de Gail, para dejar en su lugar una zona muerta, una zona ocupada por una verdad primaria, malsana. Esa zona era demasiado intimidatoria para entrar en ella de manera consciente, pero yo sent¨ªa que ah¨ª, tras un cord¨®n mental, se agazapaba la irreversibilidad de la muerte de mi adorable prima./

Un a?o y medio despu¨¦s del accidente, durante mi primer curso en la Universidad en Pensilvania, mi madre me transmiti¨® una invitaci¨®n de Irma y Walt a pasar un fin de semana en Dover, junto con sus propias instrucciones estrictas para que respondiera que s¨ª. En mi imaginaci¨®n, la casa de Dover era la encarnaci¨®n de esa zona que la verdad malsana ocupaba en mi cabeza. Llegu¨¦ all¨ª con un miedo que la casa no tard¨® en justificar. Sin el menor desorden, y tan limpia que resultaba agobiante, transmit¨ªa la formalidad de una residencia oficial. Las cortinas hasta el suelo, su rigidez, la precisi¨®n de sus pliegues, parec¨ªan traslucir que ning¨²n movimiento de Gail, ni siquiera su aliento, las mover¨ªan jam¨¢s. El cabello de mi t¨ªa era del blanco m¨¢s puro y parec¨ªa tan tieso como las cortinas. El l¨¢piz de labios carmes¨ª y la gruesa raya en los ojos acentuaban la blancura de su rostro./

Yo ten¨ªa diecis¨¦is a?os y comprend¨ªa qu¨¦ era la muerte. Y sin embargo, quiz¨¢ porque mis padres no me llevaron al funeral, no llor¨¦.

Me enter¨¦ de que solo mis padres llamaban Irma a Irma; para todos los dem¨¢s era Fran, una abreviatura de su apellido de soltera. Me hab¨ªa temido una escena de dolor sin tapujos, pero Fran llenaba los minutos y las horas habl¨¢ndome sin cesar, con un tono crispado y demasiado alto. Su ch¨¢chara ¨Csobre la decoraci¨®n de la casa, su supuesta familiaridad con el gobernador de Delaware, el rumbo que hab¨ªa tomado la naci¨®n¨C resultaba exquisitamente aburrida en su absoluta lejan¨ªa del sentir corriente. No tard¨® en hablar de Gail de la misma manera: sobre la naturaleza esencial de la personalidad de Gail, la excelencia del talento art¨ªstico de Gail, el elevado idealismo de los planes de futuro de Gail. Yo hablaba bien poco, al igual que Walt. La cantinela de mi t¨ªa era insoportable, pero puede que yo ya hubiese comprendido que la zona que ella habitaba era en s¨ª misma insoportable, y que solo hablando con altivez sobre nada en particular, y sin parar, pod¨ªa sobrevivir en ella; solo as¨ª, de hecho, pod¨ªa hacer posible que un visitante sobreviviese en ella. En resumidas cuentas, entend¨ª que Fran hab¨ªa perdido el juicio por pura capacidad de adaptaci¨®n. Aquel fin de semana, solo me concedi¨® tregua durante el paseo en coche que me dio Walt por Dover y la base del Ej¨¦rcito del Aire. Walt era un hombre alto y flaco, de etnia eslovena y con una buena napia, al que solo le quedaba pelo detr¨¢s de las orejas. Su apodo era Pel¨®n./

Visit¨¦ a Fran y a Walt dos veces m¨¢s mientras estaba en la universidad, y ambos acudieron a mi graduaci¨®n y a mi boda y, m¨¢s adelante, durante muchos a?os, tuve muy poco contacto con ellos, m¨¢s all¨¢ de las tarjetas de cumplea?os y los informes de mi madre (siempre te?idos por el desagrado que le produc¨ªa Fran) tras las visitas de compromiso que mi padre y ella hac¨ªan en Boynton Beach, Florida, donde Fran y Walt se hab¨ªan instalado en una urbanizaci¨®n de apartamentos de un campo de golf. Pero entonces, despu¨¦s de la muerte de mi padre, y mientras mi madre perd¨ªa su batalla contra el c¨¢ncer, ocurri¨® algo bien curioso: Walt se enamor¨® perdidamente de mi madre./

Para entonces, Fran hab¨ªa enloquecido por completo, v¨ªctima del alzh¨¦imer, y estaba en una residencia de ancianos. Como mi padre tambi¨¦n hab¨ªa padecido alzh¨¦imer, Walt se hab¨ªa puesto en contacto con mi madre por tel¨¦fono, en busca de su consejo y su compasi¨®n. Seg¨²n ella, se hab¨ªa desplazado por sus propios medios hasta San Luis, donde ambos, al encontrarse juntos y solos por primera vez, hab¨ªan descubierto tantas cosas en com¨²n ¨Cambos eran optimistas, amantes de la vida, y hab¨ªan pasado largo tiempo casados con un Franzen r¨ªgido y depresivo¨C que se embarcaron en una suerte de vertiginosa relajaci¨®n mutua, en una intimidad incipientemente rom¨¢ntica. Walt la hab¨ªa llevado al centro, al restaurante favorito de mi madre, y despu¨¦s, al volante del coche de ella, hab¨ªa rayado el guardabarros contra la pared de un aparcamiento; entre risitas, un poco borrachos, hab¨ªan acordado compartir los gastos de la reparaci¨®n y no cont¨¢rselo a nadie. (Walt acab¨® por cont¨¢rmelo a m¨ª). Poco despu¨¦s de esa visita, la salud de mi madre empeor¨® y se march¨® a Seattle para pasar el tiempo que le quedara en casa de mi hermano Tom. Pero Walt hizo planes para ir a verla y continuar lo que hab¨ªan empezado. De los sentimientos que abrigaban el uno por el otro, los de Walt ten¨ªan m¨¢s miras puestas en el futuro. Los de mi madre eran m¨¢s agridulces, te?idos por la tristeza de las oportunidades que sab¨ªa perdidas./

Fue mi madre quien me hizo ver hasta qu¨¦ punto Walt era una joya, y fueron la consternaci¨®n y la pena de Walt, cuando ella muri¨® tan de repente, antes de que pudiera volver a verla, las que abrieron la puerta a mi amistad con ¨¦l. Walt necesitaba que alguien supiera que hab¨ªa empezado a enamorarse de ella, que estuviera al corriente de tan feliz sorpresa y comprendiera cu¨¢nto le dol¨ªa, en consecuencia, su p¨¦rdida. Y como yo hab¨ªa experimentado tambi¨¦n, en los ¨²ltimos a?os de vida de mi madre, una sorprendente escalada de admiraci¨®n y afecto por ella, y como me sobraba tiempo ¨Cera un tipo sin hijos, divorciado, con poco trabajo, y ahora hu¨¦rfano¨C, me convert¨ª en la persona con la que Walt pod¨ªa hablar./

Durante la primera visita que le hice, al cabo de unos meses de la muerte de mi madre, nos dedicamos a las actividades obligadas en Florida del Sur: nueve hoyos en el campo de golf de su urbanizaci¨®n, unas mangas de bridge con dos amigos nonagenarios en Delray Beach y una parada en la residencia de ancianos donde languidec¨ªa mi t¨ªa. La encontramos postrada en la cama, en posici¨®n fetal. Walt le dio de comer con ternura, una raci¨®n de helado y otra de pudin. Cuando entr¨® una enfermera a cambiarle un esparadrapo en la cadera, Fran se ech¨® a llorar, con el rostro contra¨ªdo como el de un beb¨¦, y se quej¨® de que le dol¨ªa, le dol¨ªa mucho, de que era horrible, de que no era justo./

La dejamos con la enfermera y volvimos al apartamento. Hab¨ªan trasladado all¨ª buena parte de los muebles que Fran ten¨ªa en Dover, tan formales, pero ahora el desorden propio de un soltero, con revistas y paquetes de cereales desparramados por todas partes, suavizaba un poco su mort¨ªfera rigidez. Walt me habl¨® con franca emoci¨®n de la muerte de Gail y sac¨® el tema de sus pertenencias. ?Me gustar¨ªa tener algunos de sus dibujos? ?Quer¨ªa quedarme con la Pentax SLR que ¨¦l le hab¨ªa regalado en cierta ocasi¨®n? Los dibujos ten¨ªan pinta de trabajos escolares, y yo no necesitaba una c¨¢mara, pero tuve la sensaci¨®n de que Walt buscaba un modo de quitarse de encima cosas que no soportaba donar sin m¨¢s a las tiendas de beneficencia. Dije que me los quedar¨ªa encantado./

Uno de mis temores de la expedici¨®n era que no se dedicaran suficientes esfuerzos a buscar aves que solo est¨¢n en la ant¨¢rtida.

EN SANTIAGO, la v¨ªspera de nuestro vuelo ch¨¢rter al extremo meridional de Argentina, Tom y yo asistimos a una recepci¨®n de bienvenida de la Lindblad en un sal¨®n de reuniones del Ritz-Carlton. Dado que el precio de los camarotes en nuestro barco, el National Geographic Orion, iban desde los veintid¨®s mil d¨®lares [21.000 euros] hasta casi el doble de esa cifra, hab¨ªa encasillado de antemano a mis compa?eros de viaje en el estereotipo de plut¨®cratas amantes de la naturaleza: jubilados de rostro curtido con la t¨ªpica esposa florero y domicilio en un para¨ªso fiscal, tal vez un par de caras que reconocer¨ªa de la televisi¨®n. Pero me hab¨ªa equivocado en los c¨¢lculos. Result¨® que para esa clientela dispon¨ªan de yates especiales. La gente congregada en aquel sal¨®n de reuniones no era tan glamurosa como esperaba, ni tan octogenaria. Entre el centenar de personas presentes, hab¨ªa una mayor¨ªa relativa de simples m¨¦dicos o abogados, y solo vi a un tipo con la cintura de los pantalones montada sobre el barrig¨®n./

Entre los temores que me provocaba la expedici¨®n, el tercero ¨Cpor detr¨¢s del mareo y de que mis ronquidos molestaran a mi hermano¨C era que no se dedicaran esfuerzos suficientes a la b¨²squeda de especies de aves que solo se encuentran en la Ant¨¢rtida. Cuando un empleado de la Lindblad, un australiano al que su compa?¨ªa a¨¦rea le hab¨ªa perdido el equipaje, nos dio la bienvenida y respondi¨® algunas preguntas de los presentes, levant¨¦ la mano, me declar¨¦ observador de aves y pregunt¨¦ si hab¨ªa alguno m¨¢s entre nosotros. Confiaba en establecer la existencia de un grupo bien nutrido, pero solo vi levantarse dos manos. El australiano, que hab¨ªa considerado ¡°excelente¡± cada pregunta anterior, no alab¨® la m¨ªa. Sin concretar mucho, contest¨® que a bordo del barco habr¨ªa miembros de la compa?¨ªa que sab¨ªan de p¨¢jaros.

No tard¨¦ en enterarme de que las otras dos manos en alto pertenec¨ªan a los ¨²nicos pasajeros que no hab¨ªan pagado el pasaje completo. Se trataba de Chris y Ada, una pareja conservacionista de cincuenta y tantos a?os procedente de Mount Shasta, California. Una hermana de Ada trabaja en la compa?¨ªa Lindblad, y diez d¨ªas antes de la partida les hab¨ªan ofrecido un camarote a precio reducido, debido a una cancelaci¨®n. Eso hizo que aumentara mi sensaci¨®n de afinidad con ellos. Aunque yo pod¨ªa permitirme pagar el pasaje completo, una naviera como la Lindblad no habr¨ªa sido mi primera elecci¨®n; hab¨ªa escogido esa expedici¨®n por la californiana, para suavizarle el impacto de la Ant¨¢rtida, y yo mismo me sent¨ªa como un acomodado turista accidental.

Al d¨ªa siguiente, en el aeropuerto de Ushuaia, en Argentina, Tom y yo nos encontramos casi al final de la lenta cola del control de pasaportes. Siguiendo las apremiantes instrucciones de la Lindblad, antes de salir de casa yo hab¨ªa pagado la ¡°tasa de reciprocidad¡± con la que Argentina gravaba a los turistas estadounidenses, pero Tom hab¨ªa estado tres a?os antes en el pa¨ªs. Como la p¨¢gina web del Gobierno no le permit¨ªa volver a pagar la tasa, hab¨ªa impreso una copia de la negativa para llevarla consigo, suponiendo que aquel papel, junto con los sellos argentinos de su pasaporte, le autorizar¨ªa a cruzar la frontera. Pero no fue as¨ª. Mientras los dem¨¢s pasajeros de la ?Lindblad sub¨ªan a los autobuses que nos conducir¨ªan a un almuerzo a bordo de un catamar¨¢n, nos quedamos atr¨¢s suplicando ante un agente de inmigraci¨®n. Transcurri¨® una hora. Pasaron veinte minutos m¨¢s. Los chicos de la Lindblad se tiraban de los pelos. Finalmente, cuando empezaba a parecer que a Tom le permitir¨ªan pagar la tasa por segunda vez, sal¨ª corriendo, sub¨ª a un autob¨²s y me encontr¨¦ ante un mar de miradas poco amistosas. La expedici¨®n ni siquiera hab¨ªa empezado todav¨ªa, y Tom y yo ya ¨¦ramos los pasajeros problem¨¢ticos.

Ya a bordo del Orion, el gu¨ªa de nuestra expedici¨®n, Doug, nos hizo acudir a todos al sal¨®n del barco, donde nos dio la bienvenida con entusiasmo. Doug era un tipo corpulento de barba blanca, escen¨®grafo en otro tiempo.

¨C?Adoro este viaje! ¨Cexclam¨®, micr¨®fono en mano¨C. Este es el mejor viaje, de la mejor compa?¨ªa y al mejor destino del mundo. Estoy tan emocionado como cualquiera de vosotros, como m¨ªnimo.

Se apresur¨® a a?adir que ese viaje no era un crucero. Era una expedici¨®n, y quer¨ªa que supi¨¦ramos que ¨¦l, en tanto que su l¨ªder, a poco que viera alguna oportunidad con el capit¨¢n, no dudar¨ªa en ¡°hacer pedazos el plan¡±, tirarlo por la borda y ¡°salir en busca de grandes aventuras¡±.

Me dio la impresi¨®n de que el resto de la gente en el sal¨®n entend¨ªa con mayor claridad que yo con qu¨¦ prop¨®sito viajaba uno a la Ant¨¢rtida.

Durante todo el viaje, continu¨®, dos miembros del personal impartir¨ªan clases de fotograf¨ªa y trabajar¨ªan por separado con los pasajeros que quisieran mejorar sus im¨¢genes. Otros dos empleados bucear¨ªan siempre que fuera posible para proporcionarnos m¨¢s im¨¢genes. El australiano que hab¨ªa perdido el equipaje no hab¨ªa perdido el dron de ¨²ltimo modelo, con una c¨¢mara de v¨ªdeo de alta definici¨®n, que podr¨ªa utilizar en el viaje gracias a los nueve meses que hab¨ªa invertido en obtener los correspondientes permisos. El dron tambi¨¦n nos proporcionar¨ªa im¨¢genes. Y luego estaba el c¨¢mara de v¨ªdeo a tiempo completo, que grabar¨ªa un DVD que todos podr¨ªamos adquirir al final del viaje. Me dio la impresi¨®n de que el resto de la gente en el sal¨®n entend¨ªa con mayor claridad que yo con qu¨¦ prop¨®sito viajaba uno a la Ant¨¢rtida. Evidentemente, el prop¨®sito era llevarse im¨¢genes a casa. El sello de National Geographic me hab¨ªa hecho esperar ciencia, cuando deber¨ªa haber pensado en fotos. Mi sensaci¨®n de ser un pasajero problem¨¢tico se intensific¨®.

Durante los d¨ªas siguientes me ense?aron qu¨¦ pregunta uno cuando conoce a una persona en un barco de la Lindblad: ¡°?Es tu primera Lindblad?¡±. O bien: ¡°?Ya hab¨ªas hecho alguna Lindblad?¡±. Esas frases me parec¨ªan perturbadoras, como si ¡°una Lindblad¡± fuera algo vagamente espiritual pero car¨ªsimo. Cada velada, en el sal¨®n, Doug sol¨ªa empezar su resumen preguntando: ¡°Ha sido un d¨ªa fabuloso, ?s¨ª o s¨ª?¡±, y luego hac¨ªa una pausa para la ovaci¨®n. Se aseguraba de que supi¨¦ramos que hab¨ªamos tenido una suerte muy especial al cruzar el Paso de Drake con el mar plano, y eso nos hab¨ªa proporcionado el tiempo suficiente para amarrar nuestros botes neum¨¢ticos en la isla Barrientos, cerca de la pen¨ªnsula Ant¨¢rtica. Atracar all¨ª era algo muy especial que no todas las expediciones de la Lindblad ten¨ªan la suerte de conseguir.

En Barrientos ya estaba muy avanzada la ¨¦poca de anidamiento de los ping¨¹inos pap¨²a y barbijo. Algunos pichones ya hab¨ªan mudado el plumaje y seguido a sus padres de vuelta al agua, que es su elemento favorito y su ¨²nica fuente de alimento. Pero quedaban miles de aves. Pichones grises y sedosos persegu¨ªan a cualquier adulto que tuviera aspecto de poder ser uno de sus progenitores, rogando un poco de comida regurgitada, o se api?aban en busca de protecci¨®n de los p¨¢galos, unas aves parecidas a las gaviotas que se alimentaban de los hu¨¦rfanos y de los que no prosperaban. Muchos adultos se hab¨ªan replegado colina arriba para la muda, un proceso que entra?a pasar varias semanas de pie, sin moverse, con hambre y picores, mientras las plumas nuevas desplazan a las viejas. En t¨¦rminos humanos, se hac¨ªa imposible no admirar la paciencia y el silencioso aguante de los ping¨¹inos que mudaban el plumaje. Aunque la colonia estaba cubierta por todas partes de una mierda que apestaba a ¨¢cido n¨ªtrico, y daba l¨¢stima ver a los polluelos hu¨¦rfanos y condenados, ya me alegraba de haber llegado hasta all¨ª.

Los parches de escopolamina que Tom y yo llev¨¢bamos en el cuello hab¨ªan disipado mis dos mayores temores. Con la ayuda del parche y las aguas tranquilas, yo no me estaba mareando, y gracias al estruendo del radiodespertador, a todo volumen para amortiguar los ronquidos, Tom conciliaba cada noche un profundo sue?o de diez horas inducido por la escopolamina. En cambio, con mi tercer temor hab¨ªa dado en el blanco. Ning¨²n naturalista de la Lindblad se uni¨® en ning¨²n momento a Chris, a Ada y a m¨ª para observar aves marinas desde la cubierta panor¨¢mica. Ni siquiera hab¨ªa una buena gu¨ªa de campo de la fauna ant¨¢rtica en la biblioteca del Orion. Lo que s¨ª hab¨ªa eran docenas de libros sobre exploradores del Polo Sur, en particular sobre Ernest Shackleton, una figura que a bordo provocaba casi tanto fetichismo como la experiencia de la Lindblad en s¨ª misma. Cosida en la manga izquierda de la parka naranja que me hab¨ªa facilitado la compa?¨ªa, llevaba una insignia con el retrato de Shackleton, que conmemoraba el centenario de su ¨¦pica traves¨ªa en bote desde la isla Elefante. Nos dieron un libro sobre Shackleton, varias conferencias en Power Point sobre Shackleton, hicimos visitas especiales a sitios relacionados con Shackleton, nos proyectaron un largo documental sobre una recreaci¨®n del viaje de Shackleton y tuvimos la oportunidad de recorrer cinco kil¨®metros de la ardua senda a la que Shackleton hab¨ªa sobrevivido. (En una fase posterior del viaje, bajo la mirada de nuestro camar¨®grafo, nos llevaron como ganado a la tumba de Shackleton, donde nos ofrecieron vasitos de whisky irland¨¦s y nos invitaron a brindar por ¨¦l). El mensaje parec¨ªa ser que nosotros, en nuestra expedici¨®n Lindblad, no ¨¦ramos muy distintos de Shackleton. No sentirse heroico a bordo del Orion era una forma segura de quedarse solo. Por lo menos agradec¨ªa tener dos compatriotas con quienes estudiar las gu¨ªas de campo que hab¨ªamos comprado, tratar de dar con rastros del pato-petrel ant¨¢rtico (una peque?a ave marina) e intentar distinguir por el tono del pico de qu¨¦ especie era el petrel gigante que pasaba con vuelo raudo.

A medida que descend¨ªamos por la pen¨ªnsula, Doug empez¨® a tentarnos con la posibilidad de que hubiera noticias emocionantes. Finalmente, nos congreg¨® en el sal¨®n y nos revel¨® que en efecto estaba pasando algo: gracias a los vientos favorables, ¨¦l y el capit¨¢n hab¨ªan ¡°tirado el plan por la ventana¡±. Ten¨ªamos una oportunidad muy especial de cruzar el c¨ªrculo ant¨¢rtico, y ya naveg¨¢bamos a toda m¨¢quina hacia el sur.

La noche anterior a nuestra llegada al c¨ªrculo, Doug nos advirti¨® de que a la ma?ana siguiente pod¨ªa conectar muy temprano el intercomunicador para despertar a aquellos pasajeros que quisieran salir a ver ¡°la l¨ªnea magenta¡± (era un chiste) cuando la cruz¨¢ramos. Y, en efecto, nos despert¨® a las seis y media con otro chiste sobre la l¨ªnea magenta. Cuando el barco estaba a punto de cruzarla, Doug cont¨® atr¨¢s desde cinco con mucho dramatismo. Luego felicit¨® a ¡°cada persona a bordo¡±, y Tom y yo regresamos a la cama. Solo m¨¢s tarde supimos que el Orion se hab¨ªa aproximado al c¨ªrculo ant¨¢rtico mucho antes de las seis y media, a una hora en la que cualquiera dudar¨ªa en despertar a unos millonarios y, adem¨¢s, todo est¨¢ demasiado oscuro para tomar fotograf¨ªas. Result¨® que Chris estaba despierto antes del alba y hab¨ªa seguido las coordenadas del barco en la pantalla de su camarote. Hab¨ªa visto c¨®mo el buque reduc¨ªa la marcha, viraba hacia el oeste, y luego daba una bordada hacia el norte y navegaba con ese rumbo para dejar pasar el tiempo.

Hasta entonces nunca hab¨ªa contemplado un paisaje de una belleza tan deslumbrante que me fuera imposible procesarla.

Aunque Doug result¨® ser el principal art¨ªfice de simulacros de aquella compa?¨ªa con cierto cariz sectario, despert¨® mi compasi¨®n. Se acercaba al final de su primera temporada como gu¨ªa de la expedici¨®n de la Lindblad, estaba claramente agotado y bajo la intensa presi¨®n de ofrecer el viaje de su vida a unos clientes que, al fin y al cabo, no eran plut¨®cratas y esperaban una buena relaci¨®n calidad-precio. Por lo que pude determinar, Doug era adem¨¢s la ¨²nica persona en el barco, sin contarme a m¨ª, que hab¨ªa sido un observador de aves lo bastante concienzudo para llevar una lista de las especies que hab¨ªa visto. Ya hab¨ªa dejado de actualizarla, pero en una de sus recapitulaciones nocturnas nos cont¨® la divertida historia de su desesperaci¨®n y su fracaso a la hora de avistar un bisbita en su primer viaje a la isla de San Andr¨¦s. De no haber sido por su fren¨¦tica dedicaci¨®n a satisfacer las necesidades de un barco lleno de obsesos por la imagen, me habr¨ªa gustado llegar a conocerlo mejor.

Debo decir tambi¨¦n que la Ant¨¢rtida estaba a la altura del entusiasmo de Doug. Hasta entonces nunca hab¨ªa pasado por la experiencia de contemplar un paisaje de una belleza tan deslumbrante que me fuera imposible procesarla, percibirla como algo real. Un viaje que ya de antemano se me antojaba irreal me hab¨ªa llevado a un lugar que tambi¨¦n lo parec¨ªa, aunque en mejor sentido. Es posible que el calentamiento global ponga en peligro la capa de hielo occidental del continente, pero la Ant¨¢rtida a¨²n est¨¢ lejos de haberse fundido. A ambos lados del estrecho de Le Maire se alzaban monta?as negras y picudas, alt¨ªsimas, pero no tanto como para hallarse simplemente cubiertas de nieve: estaban enterradas en ventisqueros caprichosos hasta la mism¨ªsima cima, y la roca solo quedaba expuesta en los acantilados m¨¢s verticales. Protegida del viento, el agua era un espejo, y bajo el cielo decididamente gris se ve¨ªa de un negro absoluto, inmaculado, como el espacio exterior. Entre los tonos monocrom¨¢ticos, entre los interminables negro, blanco y gris, surg¨ªa el discordante azul del hielo glaciar. No importaba qu¨¦ tono tuviera: ya fuera el matiz azulado de los bloques de hielo que cabeceaban en nuestra estela, el azul oscuro e intenso de los castillos flotantes de hielo con sus arcos y c¨¢maras, el p¨¢lido tono poliestir¨¦nico de los t¨¦mpanos en las zonas de ablaci¨®n glaciar, mis ojos no pod¨ªan creer que el color que estaban viendo existiese de verdad en la naturaleza. Una y otra vez, se me escapaba la risa de pura incredulidad. Immanuel Kant hab¨ªa vinculado lo sublime con el terror, pero tal como lo experiment¨¦ yo en la Ant¨¢rtida, desde el punto estrat¨¦gico y seguro de un barco con un ascensor de vidrio y lat¨®n y un caf¨¦ expr¨¦s de primera, se trataba m¨¢s bien de una mezcla de lo bello y lo absurdo.

El Orion sigui¨® surcando mares inquietantemente cristalinos. Ni en la tierra, ni en el hielo, ni en el mar se ve¨ªa obra alguna del hombre, ni edificios ni otros barcos, y en lo alto de la cubierta panor¨¢mica, los motores del Orion eran inaudibles. All¨ª plantado, en silencio, tratando de avistar petreles junto a Chris y Ada, me sent¨ªa como si estuvi¨¦ramos solos en el mundo y una corriente invisible e irresistible nos hubiera arrastrado hasta su conf¨ªn, como al Viajero del Alba en Narnia. Pero cuando nos internamos en una banquisa y nos vimos rodeados por ella, fue necesario tomar im¨¢genes. Botaron con gran estruendo una lancha neum¨¢tica y soltaron el dron del australiano.

Unas horas m¨¢s tarde, en el fiordo Lallemand, cerca de la latitud m¨¢s meridional que ¨ªbamos a alcanzar, Doug anunci¨® otra ¡°operaci¨®n¡±. El capit¨¢n embestir¨ªa con el barco la enorme capa de hielo en la boca del fiordo hasta vararlo all¨ª, y entonces podr¨ªamos elegir entre remar por los alrededores en kayak o dar un paseo por el hielo. Yo sab¨ªa que el fiordo era nuestra ¨²ltima esperanza de ver un ping¨¹ino emperador; en la expedici¨®n era probable avistar otras siete especies de ping¨¹ino, pero el emperador rara vez se aventura m¨¢s al norte del c¨ªrculo ant¨¢rtico. Mientras el resto de pasajeros corr¨ªa a sus camarotes a ponerse los chalecos salvavidas y las botas de aventurero, instal¨¦ un telescopio en la cubierta panor¨¢mica. Al escudri?ar con ¨¦l el campo de hielo, moteado por focas cangrejeras y peque?os ping¨¹inos adelaida, vislumbr¨¦ de inmediato un ave que no me resultaba familiar. Parec¨ªa tener un manch¨®n de color detr¨¢s de las orejas y una zona amarilla en el pecho. ?Un ping¨¹ino emperador? La imagen ampliada era imprecisa y temblorosa, y casi todo el cuerpo del ave quedaba oculto por un peque?o iceberg, y la corriente mov¨ªa poco a poco el barco o bien el propio iceberg. Antes de que consiguiera verlo bien, el hielo hab¨ªa tapado al ave por completo.

Ping¨¹inos emperadores avanzan en grupo sobre los mares helados de la Ant¨¢rtida.Frans Lanting

?Qu¨¦ pod¨ªa hacer? Es posible que el ping¨¹ino emperador sea el ave m¨¢s fant¨¢stica del mundo. Con m¨¢s de un metro de altura, las estrellas del documental La marcha de los ping¨¹inos incuban sus huevos durante el invierno ant¨¢rtico hasta ciento cincuenta kil¨®metros tierra adentro; los machos se arraciman para darse calor, las hembras se acercan al agua con andares de pato o desliz¨¢ndose en busca de alimento, y cada uno de ellos es tan heroico como Shackleton. Pero el ave que hab¨ªa vislumbrado estaba tranquilamente a ochocientos metros de distancia y yo era consciente de mi papel de pasajero problem¨¢tico que ya se hab¨ªa visto implicado en un prolongado retraso del grupo. Tambi¨¦n era consciente de mi penoso historial de avistamientos incorrectos. ?Qu¨¦ posibilidades hab¨ªa de enfocar el hielo al azar con el telescopio y ver al instante un ejemplar de la especie m¨¢s buscada de la expedici¨®n? No ten¨ªa la sensaci¨®n de haberme inventado aquella zona amarilla y el manch¨®n de color. Pero a veces los ojos del observador de aves ven lo que desean ver.

Tras un breve momento existencialista, consciente de que decid¨ªa mi destino, baj¨¦ corriendo de la cubierta panor¨¢mica y fui en busca de mi naturalista favorito del personal, que se dirig¨ªa a toda prisa hacia la operaci¨®n de Doug. Lo agarr¨¦ de la manga y le dije que me parec¨ªa haber visto un ping¨¹ino emperador.

¨C?Un emperador? ?Est¨¢ seguro?

¨CAl noventa por ciento.

¨CYa lo comprobaremos ¨Ccontest¨®, apart¨¢ndose de m¨ª.

Deduje por su tono que en realidad no pensaba hacerlo, de modo que corriendo hasta el camarote de Chris y Ada, aporre¨¦ la puerta y les di la noticia. La creyeron, que Dios los bendiga. Se quitaron los chalecos salvavidas y me siguieron de vuelta a la cubierta panor¨¢mica. Para entonces, por desgracia, hab¨ªa perdido el rastro del escondrijo del ping¨¹ino; hab¨ªa much¨ªsimos icebergs peque?os. Baj¨¦ hasta el puente de mando, donde otro miembro del personal, una mujer holandesa, me dio una respuesta m¨¢s satisfactoria.

¨C?Un ping¨¹ino emperador! Esa es una especie clave para nosotros, tenemos que dec¨ªrselo ahora mismo al capit¨¢n.

El capit¨¢n Graser era un alem¨¢n flacucho y vivaz, probablemente mayor de lo que aparentaba. Quiso saber d¨®nde estaba exactamente el ave en cuesti¨®n. Se?al¨¦ hacia donde imaginaba que estar¨ªa, y el capit¨¢n llam¨® por radio a Doug y le dijo que ten¨ªan que mover el barco. O¨ª la exasperaci¨®n en la voz de Doug. ?Estaba en plena operaci¨®n! El capit¨¢n le dio instrucciones de suspenderla.

Cuando el barco empez¨® a moverse, mientras yo cavilaba hasta qu¨¦ punto se irritar¨ªa Doug si me hab¨ªa equivocado con lo del ave, redescubr¨ª el peque?o iceberg. Chris, Ada y yo nos plantamos junto a la borda y lo observamos con los prism¨¢ticos. Pero ahora no hab¨ªa nada detr¨¢s de ¨¦l, al menos nada que pudi¨¦ramos ver hasta que el barco se detuviera y diera la vuelta. Los radiotransmisores emit¨ªan gru?idos de impaciencia. Cuando el capit¨¢n acababa de encajarnos en el hielo, Chris distingui¨® un ave prometedora que se zambull¨ªa r¨¢pidamente en el agua. Pero entonces Ada crey¨® verla emerger de nuevo hacia el hielo, aleteando. Chris la enfoc¨® con el telescopio, ech¨® una larga mirada y se volvi¨® hacia m¨ª con el rostro imp¨¢vido.

¨CCoincido contigo ¨Cdeclar¨®.

Chocamos los cinco. Fui en busca del capit¨¢n Graser, que ech¨® un vistazo con el telescopio y solt¨® un grito.

¨C?Ja, ja, un ping¨¹ino emperador! ?Un ping¨¹ino emperador! ?Justo lo que yo esperaba!

Dijo que me hab¨ªa cre¨ªdo porque, en un viaje anterior, hab¨ªa visto un emperador solitario en la misma zona. Sin dejar de soltar gritos de alegr¨ªa, se puso a bailar una giga, s¨ª, una giga nada menos, y luego corri¨® hacia los botes neum¨¢ticos para echar un vistazo m¨¢s de cerca.

Cuando llegu¨¦ a la escena, treinta fot¨®grafos con chaqueta naranja, de pie o de rodillas, apuntaban con sus c¨¢maras a un ping¨¹ino muy alto y apuesto, muy cerca de ellos.

El emperador que ¨¦l hab¨ªa visto con anterioridad result¨® ser excepcionalmente amistoso o inquisitivo, y por lo visto yo hab¨ªa reencontrado al mismo ejemplar, porque en cuanto el capit¨¢n se le acerc¨® lo vimos tumbarse panza abajo y deslizarse encantado hacia ¨¦l. A trav¨¦s del intercomunicador, Doug anunci¨® que el capit¨¢n hab¨ªa hecho un emocionante descubrimiento y que el plan hab¨ªa cambiado. Los paseantes que ya estaban en el hielo dirigieron sus pasos hacia el ave, y el resto nos amontonamos en los botes neum¨¢ticos. Cuando llegu¨¦ a la escena, treinta fot¨®grafos con chaqueta naranja, de pie o de rodillas, apuntaban con sus c¨¢maras a un ping¨¹ino muy alto y apuesto, muy cerca de ellos.

Yo hab¨ªa adoptado la decisi¨®n silenciosa y hostil de no tomar una sola fotograf¨ªa en aquel viaje. Y ten¨ªa ante m¨ª una imagen tan indeleble que no hac¨ªa falta c¨¢mara alguna para capturarla: parec¨ªa que el ping¨¹ino emperador celebrara una conferencia de prensa. Mientras un grupo de ping¨¹inos adelaida se acercaba a sus espaldas, observ¨¢ndonos como si fueran personal de apoyo, el emperador se enfrentaba al cuerpo de la prensa con una pose de serena dignidad. Al cabo de un rato estir¨® el cuello con gesto pausado. Dando muestras de un equilibrio y una flexibilidad magistrales ¨Cy evitando, sin embargo, dar la impresi¨®n de exhibirse¨C, se rasc¨® detr¨¢s de la oreja con una pata mientras se manten¨ªa perfectamente erguido sobre la otra. Y entonces, como para subrayar hasta qu¨¦ punto se sent¨ªa c¨®modo en nuestra compa?¨ªa, se qued¨® dormido.

En la recapitulaci¨®n de la velada, el capit¨¢n Graser agradeci¨® efusivamente la labor de los observadores de aves. Hab¨ªa reservado una mesa especial para nosotros en el comedor, con vino gratis a nuestra disposici¨®n. En una tarjeta sobre la mesa se le¨ªa: ¡°EL REY DE LOS EMPERADORES¡±. Los camareros del barco, filipinos en su mayor parte, sol¨ªan dirigirse a Tom con el apelativo ¡°sir Tom¡± y a m¨ª con el de ¡°sir Jon¡±, lo que me hac¨ªa sentir John Falstaff. Pero aquella noche me sent¨ªa desde luego como el rey de los emperadores. Durante todo el d¨ªa, pasajeros a los que ni siquiera conoc¨ªa me hab¨ªan parado en los pasillos para darme las gracias o aplaudirme por el hallazgo del ping¨¹ino. Por fin ten¨ªa una idea de c¨®mo deb¨ªa de sentirse un atleta del instituto al llegar a clase despu¨¦s de marcar el ensayo que salva la temporada. Durante cuarenta a?os, en grupos sociales numerosos me hab¨ªa acostumbrado a sentirme como un problema. Convertirme en el h¨¦roe triunfador de un grupo, aunque fuera por un d¨ªa, era una absoluta y desconcertante novedad. Me pregunt¨¦ si, con mi negativa a ser m¨¢s participativo, llevar¨ªa toda la vida perdi¨¦ndome algo esencial para el ser humano.

YO HAB?A TOMADO LA DECISI?N SILENCIOSA Y HOSTIL DE NO TOMAR UNA SOLA FOTO. Y ten¨ªa ante m? una imagen que no necesiTABA C?MARA.

Mi t¨ªo, el veterano del Ej¨¦rcito del Aire, enterrado ahora en el cementerio militar de Arlington, fue un tipo participativo toda su vida. Walt nunca dej¨® de mostrar una lealtad apasionada a su poblaci¨®n natal de Chisholm, en la zona de los yacimientos de hierro de Minnesota, donde se hab¨ªa criado con muy poco dinero. Hab¨ªa sido jugador de hockey en la universidad y despu¨¦s piloto de bombardero durante la Segunda Guerra Mundial, en la que particip¨® en treinta y cinco misiones en el norte de ?frica y el sur de Asia. Hab¨ªa aprendido a tocar el piano por su cuenta y pod¨ªa interpretar de o¨ªdo cualquier est¨¢ndar de jazz; en el golf, los elementos de su swing eran ecl¨¦cticos. Escribi¨® dos libros de memorias dedicados a los muchos buenos amigos que hab¨ªa hecho en la vida. Era, adem¨¢s, un dem¨®crata liberal casado con una rigurosa republicana. Era capaz de entablar una conversaci¨®n animada pr¨¢cticamente con cualquiera, y a m¨ª no me costaba demasiado entender que mi madre imaginara que, de haber vivido con un tipo normal como Walt, en vez de con mi padre, habr¨ªa disfrutado de una diversi¨®n sin l¨ªmites.

Una noche, en el restaurante de la urbanizaci¨®n de Florida del Sur, ante varios c¨®cteles, Walt me cont¨® no solo la historia de mi madre y ¨¦l, sino tambi¨¦n la suya con Fran y Gail. Tras haberse retirado del servicio activo y haber llevado con Fran la vida social propia de los oficiales en distintas bases en el extranjero, se dio cuenta de que hab¨ªa cometido un error al casarse con ella. No era solo que sus padres la hubiesen malcriado; era una advenediza social implacable que odiaba sus or¨ªgenes provincianos de Minnesota y renegaba de ellos, en igual medida en que ¨¦l adoraba y celebraba los suyos; era insoportable.

¨CFui d¨¦bil ¨Cexplic¨®¨C. Deber¨ªa haberla dejado, pero fui d¨¦bil.

Tuvieron a su ¨²nica hija cuando Fran rondaba los treinta y cinco, y ella no tard¨® en obsesionarse con Gail y oponerse a mantener relaciones sexuales con Walt, y eso lo llev¨® a buscar consuelo fuera de casa.

¨CHubo otras mujeres ¨Cme confes¨®¨C. Tuve amantes. Pero siempre dej¨¦ muy claro que era un hombre familiar y que no estaba dispuesto a abandonar a Fran. Los domingos, mis colegas y yo nos pon¨ªamos hasta las cejas de alcohol y conduc¨ªamos hasta Baltimore para ver jugar a Johnny Unitas y los Colts.

En casa, a Fran le dio por estar cada vez m¨¢s encima de la apariencia personal de Gail, sus deberes y sus trabajos de manualidades. No parec¨ªa capaz de hablar o de pensar en otra cosa que en Gail. Los cuatro a?os en la universidad le supusieron a la chica cierto alivio, pero en cuanto regres¨® a la Costa Este y se fue a trabajar a Williamsburg, Fran redobl¨® sus intrusiones en la vida de su hija. Walt ve¨ªa con claridad que algo andaba terriblemente mal; que Gail se estaba volviendo loca por culpa de su madre, pero no sab¨ªa c¨®mo escapar.

A principios de agosto de 1976, Walt estaba tan desesperado que hizo lo ¨²nico que pod¨ªa hacer. Anunci¨® a Fran que regresaba a Minnesota, a su querido Chisholm, y que no volver¨ªa a vivir con ella ¨Cno pod¨ªa continuar casado con ella¨C mientras no pusiera fin a aquella obsesi¨®n con su hija. Luego hizo la maleta, cogi¨® el coche y se fue a Minnesota. Y ah¨ª segu¨ªa, en Chisholm, diez d¨ªas despu¨¦s, cuando Gail decidi¨® ponerse al volante una noche de mal tiempo para cruzar Virginia Occidental. Seg¨²n ¨¦l, Gail estaba al corriente de que hab¨ªa decidido tomarse un tiempo alejado de su madre. Se lo hab¨ªa contado ¨¦l mismo.

Cuando me sent¨¦ en el suelo, los ping¨¹inos rey se me acercaron tanto que podr¨ªa haberles acariciado las plumas brillantes.

Walt dej¨® ah¨ª su historia y pasamos a hablar de otras cosas: de su deseo de encontrar una novia entre las residentes de la urbanizaci¨®n, de lo limpia que ten¨ªa la conciencia en lo que respectaba a ese deseo, ahora que mi madre hab¨ªa muerto y Fran estaba en una residencia, y de su preocupaci¨®n por ser demasiado provinciano, muy poco refinado para las sofisticadas viudas de la urbanizaci¨®n. Me pregunt¨¦ si habr¨ªa omitido el colof¨®n de su historia porque era obvio: tras un accidente en Virginia Occidental que jam¨¢s podr¨ªa desvincularse de su escapada a Minnesota, y despu¨¦s de que Fran hubiese perdido a la ¨²nica persona que le importaba, qued¨¢ndose atrapada para siempre en una precaria monoman¨ªa p¨®stuma, en un mundo de dolor, a ¨¦l no le hab¨ªa quedado otra opci¨®n que volver a su lado y, a partir de entonces, dedicar su vida a cuidar de ella.

Comprend¨ª que la muerte de Gail no solo hab¨ªa sido ¡°tr¨¢gica¡± en el sentido m¨¢s trillado de la palabra. Hab¨ªa tenido visos del componente parad¨®jico e inevitable de toda tragedia, agravado por los veintitantos a?os que luego Walt hab¨ªa dedicado a escuchar a Fran, y aligerado tan solo por la ternura de su preocupaci¨®n por ella. La verdad es que era un tipo estupendo. Ten¨ªa el coraz¨®n lleno de amor y se lo hab¨ªa entregado a su mujer destrozada, y no me conmov¨ªa solo la tragedia sino tambi¨¦n la sencilla humanidad del hombre que habitaba en el centro de ella misma. Tambi¨¦n me provocaba cierta perplejidad. Pese a que saltaba a la vista, yo me hab¨ªa pasado toda la vida sin ver, entre la rigidez moral y la actitud distante caracter¨ªsticamente suecas de la familia de mi padre, a ese tipo corriente que ten¨ªa amantes y cog¨ªa el coche para irse a Baltimore con sus colegas y aceptaba su destino con valent¨ªa. Me pregunt¨¦ si mi madre habr¨ªa visto en ¨¦l lo que yo ve¨ªa ahora, y si lo amaba por ello, como me pasaba a m¨ª.

La tarde siguiente, un amigo de Walt, Ed, lo llam¨® para pedirle que acudiera a su casa con unas pinzas de arranque. Cuando llegamos, nos encontramos de pie en la acera junto a un coche americano enorme. Ed parec¨ªa pr¨¢cticamente muerto: ten¨ªa la piel de un tono amarillento terrible y se balanceaba un poco. Dijo que hab¨ªa pasado un mes enfermo, pero que ya se encontraba mucho mejor. Aun as¨ª, cuando Walt conect¨® las pinzas al coche de Ed y le pidi¨® que intentara arrancar el motor, este le record¨® que estaba demasiado d¨¦bil para hacer girar la llave en el contacto. (Aunque s¨ª esperaba poder conducir). Me puse yo al volante. En cuanto prob¨¦ a girar la llave, me di cuenta de que el coche ten¨ªa un problema mucho m¨¢s grave que haberse quedado sin bater¨ªa. El coche de Ed estaba completamente muerto, y as¨ª se lo hice saber. Pero Walt no estaba satisfecho con la forma en que se hab¨ªan conectado las pinzas. Dio marcha atr¨¢s con su propio coche y desgarr¨® un cable con el pavimento. Antes de que pudiera detenerlo, hab¨ªa arrancado la pinza del cable, y entonces le dio por enfadarse conmigo. Forceje¨¦ con un destornillador para volver a enganchar la pinza, pero no le gust¨® c¨®mo lo hac¨ªa. Intent¨® arranc¨¢rmelo de las manos y me solt¨® un bufido.

¨C?Por Dios, Jonathan! ?Maldita sea! ?No se hace as¨ª! ?D¨¢melo, jol¨ªn!

Ed, para entonces en el asiento del copiloto, se hab¨ªa desplomado hacia un lado y escoraba hacia abajo. Walt y yo forcejeamos por el destornillador, que yo no quer¨ªa soltar; tambi¨¦n me hab¨ªa enfadado. Cuando se calm¨® y consegu¨ª reparar el cable como ¨¦l quer¨ªa, volv¨ª a girar la llave en el contacto del coche de Ed. El motor sigui¨® sin dar se?ales de vida.

Tras aquella primera visita, procuraba ir a Florida a ver a Walt todos los a?os y llamarlo cada pocos meses. Finalmente encontr¨® novia, y era una joya. Incluso cuando empez¨® a quedarse sordo y a perder un poco la cabeza, yo a¨²n pod¨ªa mantener una conversaci¨®n con ¨¦l. Continuamos compartiendo momentos muy intensos, como cuando me dijo lo importante que era para ¨¦l que alg¨²n d¨ªa yo pudiese contar su historia, y le promet¨ª que lo har¨ªa. Pero me parece que nunca estuvimos tan unidos como el d¨ªa en que me grit¨® por las pinzas de arranque. Hab¨ªa algo raro en aquellos gritos. Fue como si hubiera olvidado ¨Ccomo si algo le hubiera hecho olvidar, quiz¨¢ la mortandad manifiesta de Ed y su coche, quiz¨¢ la refracci¨®n de su amor por mi madre a trav¨¦s de mi persona¨C que ¨¦l y yo no ten¨ªamos una historia real juntos; no hab¨ªamos pasado m¨¢s de una semana de convivencia, en total, en nuestra vida. Me hab¨ªa gritado como un padre a su hijo.

LA CALIFORNIANA hab¨ªa hecho bien en temerle al clima, m¨¢s fr¨ªo de lo que yo le hab¨ªa hecho creer. En cambio, s¨ª acert¨¦ en lo de los ping¨¹inos. Desde la pen¨ªnsula Ant¨¢rtica, donde los hab¨ªa en cantidades impresionantes, la ruta del Orion nos llevaba de nuevo hacia el norte y luego muy hacia el este, a la isla San Pedro, donde su n¨²mero me dej¨® pasmado. San Pedro es uno de los principales lugares de cr¨ªa del ping¨¹ino rey, una especie casi tan alta como el emperador y con un plumaje todav¨ªa m¨¢s vistoso. Ver un ping¨¹ino rey en libertad me parec¨ªa, por s¨ª sola, raz¨®n suficiente para haber hecho ese viaje; y no solo eso, sino que parec¨ªa raz¨®n suficiente para haber nacido en este planeta. Lo reconozco, me encantan las aves. Pero creo que un visitante de cualquier otro planeta que observara a un ping¨¹ino rey junto al esp¨¦cimen humano m¨¢s perfecto, sin que su visi¨®n se viera enturbiada por la posibilidad de la atracci¨®n sexual, declarar¨ªa que sin duda el ping¨¹ino era la especie m¨¢s hermosa. Y no se trata tan solo de un hipot¨¦tico extraterrestre. A todo el mundo le encantan los ping¨¹inos. Ese porte tan erguido que tienen y su gran disposici¨®n a dejarse caer boca abajo, su manera de gesticular con las aletas, que parecen brazos, los pasitos que dan al caminar o c¨®mo corretean con atrevimiento con las carnosas patas hacen que se parezcan a ni?os m¨¢s que cualquier otro animal, incluidos los grandes simios.

Habiendo evolucionado como lo han hecho en orillas remotas, los ping¨¹inos de la Ant¨¢rtida tienen adem¨¢s la rareza de ser el ¨²nico animal que no nos teme. Cuando me sent¨¦ en el suelo, los ping¨¹inos rey se me acercaron tanto que podr¨ªa haberles acariciado las plumas brillantes y con aspecto de pelaje. Su plumaje ten¨ªa unas l¨ªneas tan hipern¨ªtidas y unos colores tan hiperintensos que normalmente uno solo podr¨ªa conocer algo as¨ª bajo el efecto de las drogas. Las colonias de ping¨¹inos pap¨²a y ping¨¹inos barbijo no nos hab¨ªan ofrecido sitios fant¨¢sticos donde sentarnos, debido a los excrementos. En cambio, los ping¨¹inos rey, tal como lo expres¨® uno de los naturalistas de la Lindblad, eran m¨¢s pulcros. En la bah¨ªa de San Andr¨¦s, en la isla San Pedro, donde habr¨ªa api?ados medio mill¨®n de ping¨¹inos rey adultos, con sus pichones como de peluche, solo me llegaba el olor a mar y a aire de monta?a.

LO QUE M?S ME SORPRENDI? FUE QUE NADIE DURANTE EL VIAJE LLEG? A PRONUNCIAR SIQUIERA LAS PALABRAS ¡°cambio clim¨¢tico¡±.

Aunque cada especie de ping¨¹ino tiene su encanto ¨Cel penacho del ping¨¹ino macaroni, al estilo de las estrellas del glam-rock, los saltitos con las patas juntas que da el saltarrocas norte?o para subir o bajar con paciencia por una cuesta empinada¨C, mi preferido entre todos era el ping¨¹ino rey. Combinaba un insuperable esplendor est¨¦tico con la atenta energ¨ªa social de los ni?os durante el juego. Tras surcar las aguas como delfines hasta llegar a la orilla, un grupo de ping¨¹inos rey sal¨ªan de cabeza de las olas agitando las aletas extendidas como si de repente el agua se hubiera vuelto demasiado fr¨ªa para ellos. O un ave solitaria se quedaba de pie en la orilla y contemplaba el mar largo rato, tanto que uno se preguntaba qu¨¦ pensamientos le pasar¨ªan por la cabeza. O un par de machos j¨®venes, tambale¨¢ndose con excitaci¨®n tras una hembra indecisa, se deten¨ªan a comprobar cu¨¢l de los dos retorc¨ªa el cuello de manera m¨¢s impresionante o a aporrearse in¨²tilmente con las aletas. Ten¨ªan unos picos afilad¨ªsimos, pero se dedicaban a darse sopapos con unas aletas de lo m¨¢s ineficaces.

En San Andr¨¦s, la actividad ten¨ªa lugar sobre todo en los alrededores de la colonia. Como hab¨ªa tantas aves incubando huevos o mudando el plumaje, la colonia en s¨ª se ve¨ªa sorprendentemente pac¨ªfica. Contemplarla desde arriba me hizo pensar en la vista de Los ?ngeles desde Griffith Park a primera hora de la ma?ana de un fin de semana. Una megal¨®polis so?olienta de ping¨¹inos erectos. Patrullando por las calles se hallaban las palomas ant¨¢rticas, unas extra?as aves blancas como la nieve con cuerpo de paloma y h¨¢bitos de buitre. Incluso el sonido asombroso que produc¨ªan los ping¨¹inos rey ¨Cun bramido festivo, cada vez m¨¢s agudo, que recordaba un poco al de una gaita, un poco al de un matasuegras y tambi¨¦n al ladrido sordo de ciertos aviones, pero que desde luego no se parec¨ªa a nada que hubiera o¨ªdo sobre la faz de la tierra¨C ten¨ªa un efecto tranquilizador cuando lo hac¨ªan miles de ping¨¹inos distantes a la vez.

En el siglo XX, los seres humanos hicieron un favor a los ping¨¹inos al aniquilar a muchas ballenas y focas con las que compet¨ªan por el alimento. Las poblaciones de ping¨¹inos aumentaron, y en los ¨²ltimos tiempos la isla San Pedro se ha convertido en un lugar todav¨ªa m¨¢s acogedor para ellos porque el r¨¢pido retroceso de los glaciares est¨¢ dejando al descubierto tierra adecuada para anidar. Pero es bien posible que la humanidad deje muy pronto de beneficiar a los ping¨¹inos. Si el cambio clim¨¢tico contin¨²a acidificando los mares, el agua alcanzar¨¢ un PH con el que los invertebrados marinos no podr¨¢n desarrollar sus conchas; uno de esos invertebrados, el kril o camar¨®n ant¨¢rtico, es un ingrediente b¨¢sico en la dieta de muchas especies de ping¨¹inos. El cambio clim¨¢tico tambi¨¦n est¨¢ reduciendo r¨¢pidamente el hielo que rodea la pen¨ªnsula Ant¨¢rtica, que proporciona una plataforma para las algas con las que se alimentan los camarones en invierno, y que los ha protegido por tanto de una explotaci¨®n comercial a gran escala. Es posible que no tarden en llegar de China, Noruega y Corea del Sur buques factor¨ªa del tama?o de petroleros a arrasar con el alimento del que dependen no solo los ping¨¹inos, sino tambi¨¦n muchas ballenas y focas.

En el siglo XX, los seres humanos hicieron un favor a los ping¨¹inos al aniquilar a muchas ballenas y focas con las que compet¨ªan por el alimento.

Los camarones ant¨¢rticos o kriles son crust¨¢ceos del tama?o y el color de un me?ique. Hacer una estimaci¨®n de la cantidad total que de ellos hay en la Ant¨¢rtida es complicado, pero una cifra que se cita con frecuencia, la de quinientos millones de toneladas m¨¦tricas, podr¨ªa convertir a la especie en el mayor dep¨®sito mundial de biomasa animal. Por desgracia para los ping¨¹inos, muchos pa¨ªses consideran buen alimento el kril, tanto para los humanos (seg¨²n dicen, uno puede acostumbrarse al sabor) como en particular para peces de piscifactor¨ªa y ganado. Actualmente, la pesca anual de kril de la que tenemos constancia asciende a menos de medio mill¨®n de toneladas, con Noruega a la cabeza de la lista de recolectores. Sin embargo, China ha anunciado su intenci¨®n de aumentar su cosecha hasta dos millones de toneladas al a?o, y ha empezado a construir los barcos necesarios para ello. Como ha explicado el presidente del Grupo Nacional para el Desarrollo Agr¨ªcola chino, ¡°el kril proporciona prote¨ªna de muy buena calidad que puede procesarse para obtener alimento y medicinas. La Ant¨¢rtida es una verdadera mina para todos los seres humanos, y China deber¨ªa acudir all¨ª a tomar la parte que le corresponde¡±.

El ecosistema marino de la Ant¨¢rtida es, en efecto, el m¨¢s rico del mundo; es asimismo el ¨²nico que queda casi intacto. Su uso comercial lo monitoriza y regula, al menos en teor¨ªa, la Comisi¨®n para la Conservaci¨®n de los Recursos Marinos Vivos de la Ant¨¢rtida. Pero cualquiera de los veinticinco miembros de la comisi¨®n puede vetar las decisiones que esta tome, y uno de ellos, China, se ha resistido hist¨®ricamente a la designaci¨®n de grandes zonas marinas protegidas. Otro miembro, Rusia, de un tiempo a esta parte se ha vuelto abiertamente intransigente no solo por vetar el establecimiento de nuevas zonas protegidas, sino tambi¨¦n por cuestionar la mism¨ªsima autoridad de la convenci¨®n para establecerlas. Por tanto, el futuro del kril, y con ¨¦l el de muchas especies de ping¨¹inos, depende de incertidumbres multiplicadas por incertidumbres: de cu¨¢nto kril haya en realidad, de la capacidad que pueda tener para resistir el cambio clim¨¢tico, de si puede recolectarse la cantidad que sea sin matar de hambre a otra fauna, de si dicha recolecci¨®n puede regularse siquiera, y de si la cooperaci¨®n internacional en la Ant¨¢rtida podr¨¢ aguantar nuevos conflictos geopol¨ªticos. De lo que no hay ninguna incertidumbre es de que la temperatura global, la poblaci¨®n global y la demanda global de prote¨ªna animal aumentan con rapidez.

LAS COMIDAS en el Orion me recordaban inevitablemente al sanatorio de La monta?a m¨¢gica: las prisas por llegar al comedor tres veces al d¨ªa, el herm¨¦tico aislamiento del mundo, los rostros inalterables dejando caer el nombre de la ¡°Er¨®tica¡± de Beethoven, ten¨ªamos al partidario de Donald Trump y su esposa. Luego estaba la risue?a pareja de alcoh¨®licos. Y la reumat¨®loga holandesa, su segundo marido tambi¨¦n reumat¨®logo, su hija reumat¨®loga y el novio reumat¨®logo de esta ¨²ltima. Hab¨ªa dos parejas que, siempre que se cargaban los botes neum¨¢ticos, se las apa?aban para ponerse en primera l¨ªnea. Hab¨ªa un hombre que hab¨ªa embarcado consigo un equipo de radioaficionado, con un permiso especial, y se pasaba las vacaciones en la biblioteca del barco tratando de establecer contacto con otros aficionados como ¨¦l. Y luego estaban los australianos, que en general no se mezclaban con los dem¨¢s.

Durante las comidas, charlaba con la gente para preguntarles por qu¨¦ hab¨ªan ido a la Ant¨¢rtida. Me enter¨¦ de que muchos eran sencillamente adeptos de la Lindblad. Algunos hab¨ªan o¨ªdo decir, mientras se hallaban en una expedici¨®n Lindblad distinta, que una Lindblad a la Ant¨¢rtida era la mejor de las Lindblad, acaso con la excepci¨®n de una Lindblad al mar de Cort¨¦s. Una pareja que me ca¨ªa muy bien, formada por un m¨¦dico y una enfermera, Bob y Gigi, hab¨ªa acudido a celebrar su vigesimoquinto aniversario con un a?o de retraso. Otro hombre, un qu¨ªmico retirado, me cont¨® que se hab¨ªa decidido por la Ant¨¢rtida porque ya no le quedaban m¨¢s sitios nuevos por ver. Me alegr¨¦ de que nadie mencionara lo de ver la Ant¨¢rtida antes de que se fundiese. Lo que me sorprendi¨® fue que, durante la pr¨¢ctica totalidad del viaje, ni un solo miembro del personal ni del pasaje lleg¨® a pronunciar siquiera las palabras ¡°cambio clim¨¢tico¡± en mi presencia.

Cierto, me estaba saltando muchas de las conferencias a bordo. Para demostrarme que era un observador de aves de lo m¨¢s ac¨¦rrimo, ten¨ªa que estar en la cubierta panor¨¢mica. El observador de aves ac¨¦rrimo se pasa el d¨ªa entero en pie bajo el viento cortante y las salpicaduras del mar, con la vista clavada en la niebla o en la deslumbradora luz del sol con la esperanza de vislumbrar algo fuera de lo corriente. Incluso cuando tu intuici¨®n te dice que ah¨ª fuera no hay nada, la ¨²nica manera de saberlo con certeza es dedicarle horas y examinar cada puntito en el horizonte que pueda ser un p¨¢jaro, cada pato-petrel ant¨¢rtico (podr¨ªa ser un piquicorto) que vuele fugaz entre unas olas de colores tan exactos a los suyos, cada albatros errante (podr¨ªa ser un albatros real) que trate de decidir si vale la pena seguir la estela del barco. Observar el mar es a veces nauseabundo, a menudo g¨¦lido y casi siempre agotador de tan aburrido. Despu¨¦s de haber acumulado treinta horas haci¨¦ndolo para avistar exactamente una sola ave marina digna de menci¨®n, una pardela de las Kerguelen, reduje la intensidad y me dediqu¨¦ a la m¨¢s sociable compulsi¨®n de jugar al bridge.

El observador de aves ac¨¦rrimo se pasa el d¨ªa entero en pie bajo el viento cortante y las salpicaduras del mar, con la vista clavada en la niebla o en la deslumbradora luz del sol.

Las otras tres jugadoras, Diana, Nancy y Jacq, proced¨ªan de Seattle y pertenec¨ªan a un club literario que contaba con varios miembros m¨¢s en el barco. Al igual que Chris y Ada, se convirtieron en mis amigas. En una de las primeras manos que jugamos hice un descarte est¨²pido y Diana, una formidable abogada especialista en quiebras, se rio de m¨ª.

¨CQu¨¦ jugada tan horrible ¨Csolt¨®.

Me gust¨® que me dijera algo as¨ª. Me gustaba que se dijeran groser¨ªas en la mesa. Cuando mi pareja de juego, Nancy, propietaria de un concesionario de carretillas elevadoras, jugaba su primer contrato a seis del viaje, y yo le se?al¨¦ que las bazas restantes eran suyas, me espet¨®:

¨CD¨¦jame jugar todas las cartas, capullo.

Seg¨²n ella, me lo hab¨ªa dicho con afecto. La tercera jugadora, Jacq, tambi¨¦n abogada, me cont¨® que hab¨ªa escrito una obra de teatro sobre una cena de Acci¨®n de Gracias a la que hab¨ªa asistido en casa de Diana, en el transcurso de la cual el marido enfermo de esta hab¨ªa muerto en la cama, en la sala de estar. Jacq era el ¨²nico miembro del pasaje al que le hab¨ªa visto un tatuaje. Al igual que en La monta?a m¨¢gica, los primeros d¨ªas de la expedici¨®n fueron largos y memorables, y los ¨²ltimos m¨¢s bien una masa borrosa en plena aceleraci¨®n. En cuanto hube disfrutado de un gratificante encuentro con bisbitas de la isla San Pedro (eran preciosos y muy confiados), perd¨ª inter¨¦s en visitar estaciones balleneras abandonadas. Incluso en la voz de Doug, en nuestro quinto d¨ªa en la isla San Pedro, fue perceptible cierto cansancio cuando nos dijo:

¨CBueno, creo que haremos otra salida en kayak.

Hacia el final de la ¨²ltima jornada del viaje, que hab¨ªa pasado en su mayor parte en la mesa de bridge mientras centenares de aves marinas potencialmente interesantes describ¨ªan c¨ªrculos ah¨ª fuera, baj¨¦ al sal¨®n a escuchar una conferencia sobre el cambio clim¨¢tico. Quien impart¨ªa la conferencia era el australiano del dron, que se llamaba Adam, y asistieron menos de la mitad de los pasajeros. Me pregunt¨¦ por qu¨¦ la naviera Lindblad habr¨ªa dejado una conferencia tan importante para el ¨²ltimo d¨ªa. La explicaci¨®n m¨¢s caritativa era que la Lindblad, que se enorgullece de su conciencia medioambiental, nos quer¨ªa mandar a casa enardecidos para que contribuy¨¦ramos en mayor medida a proteger el esplendor natural del que hab¨ªamos disfrutado.

La petici¨®n inicial de Adam sugiri¨® otras explicaciones.

¨CLas tarjetas de comentarios de los pasajeros no son el sitio ideal para expresar sus creencias sobre el cambio clim¨¢tico. ¨CSolt¨® una risa nerviosa¨C. No disparen al mensajero.

Procedi¨® entonces a preguntar cu¨¢ntos de nosotros cre¨ªamos que el clima de la Tierra estaba cambiando. Todos los presentes en el sal¨®n levantaron la mano. Y ?cu¨¢ntos cre¨ªamos que lo estaba provocando la actividad humana? Una vez m¨¢s se alzaron casi todas las manos, pero no la del partidario de Donald Trump ni la del radioaficionado. Desde el fondo del sal¨®n nos lleg¨® la voz de viejo cascarrabias de Chris.

¨C?Qu¨¦ me dice de la gente que piensa que la cuesti¨®n no es creerlo o no?

¨CExcelente pregunta ¨Ccontest¨® Adam.

Su conferencia consist¨ªa en una repetici¨®n tremendamente apasionada de Una verdad inc¨®moda, incluido el famoso gr¨¢fico del ¡°palo de hockey¡± con el aumento de las temperaturas, y el c¨¦lebre mapa de una Am¨¦rica con la figura de Florida castrada como consecuencia de la elevaci¨®n del nivel del mar. Pero la imagen que nos pintaba Adam era m¨¢s sombr¨ªa incluso que la de Al Gore, porque el planeta se est¨¢ calentando mucho m¨¢s deprisa de lo que hasta los m¨¢s pesimistas daban por hecho diez a?os atr¨¢s. Adam mencion¨® la carrera de trineos Iditarod, que en su ¨²ltima edici¨®n se hab¨ªa iniciado sin nieve, el invierno horriblemente caluroso que estaba sufriendo Alaska, la posibilidad de un Polo Norte sin hielo en el verano de 2020. Seg¨²n se?al¨®, mientras que hace diez a?os se sab¨ªa que se estaban reduciendo el ochenta y siete por ciento de los glaciares de la Ant¨¢rtida, esa cifra parec¨ªa ser ahora del ciento por ciento. Pero su comentario m¨¢s cenizo fue que los cient¨ªficos expertos en el clima, siendo como son cient¨ªficos, se ven obligados a ce?irse a hacer afirmaciones con un alto grado de probabilidad estad¨ªstica. Cuando esbozan futuros escenarios clim¨¢ticos y predicen el aumento de la temperatura global, tienen que hacer una estimaci¨®n de temperatura a la baja, una a la que se llegue en el noventa y tantos por ciento de los casos, y no la que se alcanza en el escenario promedio. Y as¨ª, el cient¨ªfico que predice con seguridad un calentamiento de cinco grados (Celsius) para finales de siglo, bien podr¨ªa decirte en privado, ante unas cervezas, que en realidad espera que el aumento sea de nueve grados.

Puede que los ping¨¹inos ofrezcan el puente hacia un mejor modo de pensar sobre las especies en peligro por la l¨®gica humana.

Cuando pienso que eso equivale a diecis¨¦is grados Fahrenheit, siento mucha tristeza por los ping¨¹inos. Pero entonces, como ocurre tan a menudo en los debates sobre el cambio clim¨¢tico cuando se deja de hablar de diagn¨®sticos y se pasa a discutir los remedios, las sombras adquirieron el tono oscuro del humor negro. Sentados en el sal¨®n de un barco que consum¨ªa doce o catorce litros de combustible por minuto, escuch¨¢bamos a Adam ensalzar las virtudes de comprar en mercadillos agr¨ªcolas y de cambiar las bombillas incandescentes por ledes. Tambi¨¦n sugiri¨® que la educaci¨®n universal de las mujeres har¨ªa descender la tasa de natalidad global, y que librar al mundo de las guerras liberar¨ªa el dinero suficiente para adaptar la econom¨ªa global a las energ¨ªas renovables. Adam pidi¨® entonces que hici¨¦ramos preguntas o comentarios. Los esc¨¦pticos del cambio clim¨¢tico no ten¨ªan inter¨¦s en discutir, pero un creyente se puso en pie para decir que administraba un mont¨®n de propiedades inmobiliarias, y que se hab¨ªa fijado en que sus inquilinos con subvenciones federales siempre ten¨ªan las casas demasiado calientes en invierno y demasiado frescas en verano, puesto que no pagaban por los servicios, y hacerles pagar ser¨ªa una forma de combatir el cambio clim¨¢tico. Una mujer respondi¨® a eso en voz baja:

¨CYo dir¨ªa que los megarricos derrochan mucho m¨¢s que la gente de las viviendas subvencionadas.

Despu¨¦s de eso, el debate lleg¨® a su fin r¨¢pidamente; todos ten¨ªamos que hacer las maletas.

A las seis en punto, el sal¨®n volvi¨® a llenarse, esta vez hasta los topes, para el cl¨ªmax de la expedici¨®n: una proyecci¨®n de diapositivas a la que se hab¨ªa invitado a contribuir a los pasajeros con tres o cuatro de sus mejores instant¨¢neas. El profesor de fotograf¨ªa que la presentaba se disculp¨® de antemano por si a alguien no le gustaban las canciones que hab¨ªa elegido como banda sonora. La m¨²sica ¨CHere Comes the Sun, Build Me Up Buttercup¨C no ayudaba, desde luego. Pero el espect¨¢culo entero era desalentador. Se advert¨ªa la sensaci¨®n de menoscabo que siempre me produce nuestra cultura visual: por muy bien que consigas diseccionar la vida para meterla en una secuencia de fotograf¨ªas, por muy poco espaciadas en el tiempo que est¨¦n las im¨¢genes, lo que esas secuencias siempre acaban por transmitirme con mayor intensidad es todo lo que queda excluido de ellas. Tambi¨¦n era una triste evidencia que las tres semanas de formaci¨®n con la National Geographic no hab¨ªan servido para generar la frescura de la visi¨®n propia de la National Geographic. Y el efecto acumulativo era dolorosamente ilusorio. El pase de diapositivas pretend¨ªa haber captado una aventura que hab¨ªamos vivido en grupo, como el grupo de Shackleton y sus hombres. Pero no hab¨ªamos experimentado un largo invierno ant¨¢rtico, ni pasado meses compartiendo carne de foca. La relaci¨®n vertical entre la Lindblad y sus clientes hab¨ªa sido demasiado insistente para fomentar que se fraguaran v¨ªnculos horizontales. As¨ª pues, el pase de diapositivas lleg¨® a parecer un anuncio de la Lindblad hecho por aficionados. Su ilusorio contexto estropeaba incluso las im¨¢genes que deber¨ªan haberme importado, en el sentido en que cualquier fotograf¨ªa de un aficionado es importante: porque deja constancia del rostro de lo que amamos. Cuando mi hermano me ense?¨® en privado una fotograf¨ªa que hab¨ªa tomado de Chris y Ada sentados en un bote neum¨¢tico (Chris fracasando en su intento de mantener un rostro de insatisfacci¨®n absoluta, Ada sonriendo abiertamente), me record¨® la felicidad que hab¨ªa sentido al encontrarme con ellos en el barco. Aquella imagen estaba llena de significado¡­ para m¨ª. S¨²banla a la p¨¢gina web de la Lindblad, y su sentido se vendr¨¢ abajo y quedar¨¢ convertida en anuncio.

Bueno, y ?cu¨¢les hab¨ªan sido nuestros motivos para acudir a la Ant¨¢rtida? Result¨® que, para m¨ª, los motivos hab¨ªan sido experimentar el contacto con los ping¨¹inos, quedar anonadado por el paisaje, hacer unos cuantos nuevos amigos, a?adir treinta y una especies de aves a mi lista de avistamientos y honrar la memoria de mi t¨ªo. ?Bastaba con eso para justificar el dinero gastado y el di¨®xido de carbono consumido? D¨ªganmelo ustedes. Pero el pase de diapositivas s¨ª hab¨ªa prestado una especie de servicio de carambola, al dirigir mi atenci¨®n hacia todos los minutos sin fotografiar que hab¨ªa pasado vivo en el viaje: cu¨¢nto mejor era estar aburrido y congelado de tanto contemplar el mar que estar muerto. Otro servicio que guardaba relaci¨®n con el anterior se revel¨® a la ma?ana siguiente, cuando el Orion atrac¨® en Ushuaia, y Tom y yo quedamos libres para vagar por las calles solos. Descubr¨ª que tres semanas a bordo del Orion, viendo las mismas caras todos los d¨ªas, me hab¨ªan vuelto intensamente receptivo a cualquier rostro que no hubiera estado en ¨¦l, en particular a los m¨¢s j¨®venes. Ten¨ªa ganas de rodear con mis brazos a cada joven argentino que ve¨ªa.

Es cierto que el acto m¨¢s eficaz que pueden llevar a cabo la mayor¨ªa de seres humanos no solo para combatir el cambio clim¨¢tico, sino para preservar un mundo de biodiversidad, es no tener hijos. Quiz¨¢ sea cierto tambi¨¦n que nada puede impedir la l¨®gica de las prioridades humanas: si la gente quiere carne y hay kril disponible, se apoderar¨¢ de ese kril. Incluso puede ser cierto que los ping¨¹inos, que tanto recuerdan a ni?os, ofrezcan el puente m¨¢s prometedor hacia un mejor modo de pensar sobre las especies en peligro por culpa de la l¨®gica humana: tambi¨¦n ellos son nuestros ni?os; tambi¨¦n ellos merecen nuestros cuidados.

Y, sin embargo, imaginar un mundo sin gente joven es como plantearse viviendo para siempre en un barco de la Lindblad. Mi madrina hab¨ªa llevado una vida as¨ª despu¨¦s de morir su ¨²nica hija. Recuerdo la sonrisa medio demente con la que me confi¨® una vez el valor en d¨®lares de su vajilla de porcelana de Wedgwood. Pero Fran ya estaba chiflada incluso antes de que Gail muriera; se hab¨ªa obsesionado con una r¨¦plica biol¨®gica de s¨ª misma. La vida es precaria y uno puede aplastarla aferr¨¢ndose a ella con demasiada fuerza, o puede amarla como lo hac¨ªa mi padrino. Walt perdi¨® a su hija, a sus camaradas en la guerra, a su esposa, a mi madre, pero nunca dej¨® de improvisar. Lo veo sentado a un piano en Florida del Sur, esbozando su amplia sonrisa mientras aporreaba las teclas y entonaba viejas melod¨ªas de teatro musical y las viudas de su urbanizaci¨®n bailaban. Incluso en un mundo de moribundos, contin¨²an naciendo nuevos amores.

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