Las t¨ªas solteras
CUANDO YO era ni?o, hab¨ªa cierta conmiseraci¨®n hacia las mujeres sin hijos. A las que estaban casadas y carec¨ªan de ellos se las miraba con abierta l¨¢stima, y a¨²n se o¨ªan frases como ¡°Dios no ha querido bendecirlas con esa alegr¨ªa¡±, o ¡°Pobrecilla, mira que lo ha intentado y no hay manera¡±. En numerosos ambientes y capas de la sociedad se cre¨ªa a pie juntillas en la absurda doctrina de la Iglesia Cat¨®lica imperante en Espa?a, a saber: que la funci¨®n del matrimonio era la procreaci¨®n; que deb¨ªan recibirse con gozo o estoicismo (seg¨²n el caso) cuantas criaturas llegaran; que la misi¨®n de las madres era dedicarse en exclusiva a su cuidado; que era no s¨®lo normal, sino recomendable, que cualquier mujer, una vez con descendencia, dejara de lado su carrera y su trabajo, si los ten¨ªa, y se entregara a la crianza en cuerpo y alma. Qu¨¦ mayor servicio a la sociedad.
A las mujeres solteras (¡°solteronas¡± se las llamaba, desde demasiado pronto) ya no eran conmiseraci¨®n ni l¨¢stima lo que se les brindaba, sino que a menudo recib¨ªan una mezcla de reproche y menosprecio. Lo deprimente es que, en esta ¨¦poca de tantas regresiones (de derechas y de supuestas izquierdas), algo de eso est¨¢ retornando. Se vuelve a reivindicar que las mujeres se consagren a los hijos y abandonen sus dem¨¢s intereses, con la agravante de que ya no es una presi¨®n externa (ni la Iglesia tiene el poder de antes ni el Estado facilita la maternidad: al contrario), sino que proviene de numerosas mujeres que, crey¨¦ndose ¡°progresistas¡± (!!!), defienden ¡°lo natural¡± a ultranza, ignorantes de que lo natural siempre es primitivo, cuando no meramente irracional y animalesco. Hoy proliferan las llamadas ¡°mam¨¢s enloquecidas¡±, que deciden vivir esclavas de sus peque?os v¨¢stagos tiranuelos y no hablan de otra cosa que de ellos.
Yo las vengo observando y disfrutando, a esas solteras o sin hijos, desde mi infancia, y creo, por el contrario, que son esenciales.
Y claro, adoptan un aire de superioridad ¨Ctambi¨¦n ¡°moral¡±¨C respecto a las desgraciadas o ego¨ªstas que no siguen su obsesivo ejemplo, como si ¨¦stas fueran seres in¨²tiles e insolidarios, casi marginales, y por supuesto ¡°incompletos¡±. Las m¨¢s conspicuas entre ellas son las t¨ªas solteras, pero no s¨®lo: tambi¨¦n las amigas, compa?eras y madrinas solteras, que las mam¨¢s chifladas acaban por ver como ap¨¦ndices de sus vidas. Yo las vengo observando y disfrutando, a esas solteras o sin hijos, desde mi infancia, y creo, por el contrario, que son esenciales, hasta el punto de que quienes merecen l¨¢stima son los ni?os que no tienen ninguna cerca. La mayor¨ªa de las que he conocido y conozco son de una generosidad sin l¨ªmites, y quieren a esos ni?os pr¨®ximos de un modo absolutamente desinteresado. Como no son sus madres, no se atreven a esperar reciprocidad, ni tienen sentimiento alguno de posesi¨®n. Se muestran dispuestas a ayudar econ¨®micamente, a echar una mano en lo que se tercie, a descargar de quehaceres y responsabilidades a sus hermanas o amigas. Con frecuencia disponen de m¨¢s tiempo que los padres para dedic¨¢rselo a los cr¨ªos; con frecuencia de m¨¢s curiosidades y estudios, que les transmiten con paciencia y gusto: en buena medida son ellas quienes los educan, quienes les cuentan las viejas historias familiares, quienes contribuyen decisivamente a que los ni?os se sientan amparados. Muchas de las de mi vida son adem¨¢s risue?as y despreocupadas o misteriosas, m¨¢s liberales que los padres, e invitan por tanto a mayor confianza. Mis padres ten¨ªan bastantes allegadas sin hijos: mi t¨ªa Gloria o Tina (ella s¨ª casada) era una fuente de diversi¨®n constante, y a¨²n lo es a sus noventa a?os. Mar¨ªa Rosa Alonso, Mercedes y Carmen Carpintero, Mar¨ªa Antonia Rodulfo, Luisa Elena del Portillo, Maruja Riaza, Mariana Dorta, Olga Navarro, todas ellas nos encantaba que llegaran y verlas, a m¨ª y a mis hermanos. Tra¨ªan un aire de menor severidad, de benevolencia, nos hac¨ªan caso sin agobiarnos, nos ense?aban.
Y tambi¨¦n estaban algunas figuras ¡°ancilares¡±, a¨²n m¨¢s modestas en sus pretensiones. Leo (Leonides su nombre) fue nuestra ni?era durante a?os. Era una mujer sonriente y de esp¨ªritu infantil, en el mejor sentido de la palabra. Nos contaba cuentos disparatados, nos enga?aba para divertirnos o ilusionarnos, jugaba con nosotros en igualdad de condiciones, re¨ªa mucho con risa que se le escapaba. Le dediqu¨¦ un art¨ªculo a su muerte, en 1997. Tuvo que irse para atender a un hermano que la somet¨ªa un poco. Pero cuando los m¨ªos tuvieron hijos, volvi¨® por casa los domingos. En un segundo plano, como sin atreverse del todo a manifestar el afecto inmediato que les profes¨® a mis sobrinos (¡°los ni?os de sus ni?os¡±), pocas miradas he visto tan amorosas e ilusionadas, con un elemento de involuntaria pena en sus ojos. No la de la envidia, ni la de sentirse de m¨¢s, en absoluto. Desde su esp¨ªritu ingenuo y cari?oso, disfrutaba de nuevo de la compa?¨ªa de sus iguales, ni?os traviesos y graciosos. Pero quiz¨¢ sab¨ªa que el hermano exigente acabar¨ªa apart¨¢ndola de nuevo, y que en la memoria de sus adorados ella ser¨ªa s¨®lo un personaje anecd¨®tico. Para m¨ª no lo es, como no lo es ninguna de las ¡°t¨ªas solteras¡± que he mencionado. S¨¦ lo importantes que fueron y les guardo profundo agradecimiento. No les tengan conmiseraci¨®n, no las subestimen nunca, ni las den por descontadas. Las echar¨¢n de menos.
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