Leila Slimani, desaf¨ªo literario al integrismo
SU ABUELO no ve¨ªa contradicci¨®n alguna entre practicar el Ramad¨¢n y despu¨¦s disfrazarse de Pap¨¢ Noel para sus nietos. En la mesa familiar se sentaban una abuela alsaciana que hablaba alem¨¢n y un t¨ªo jud¨ªo a quien la Resistencia francesa protegi¨® durante la guerra. Un abuelo argelino que hab¨ªa sido coronel del Ej¨¦rcito colonial conviv¨ªa, codo con codo, con otra abuela de religi¨®n cat¨®lica, pero que hab¨ªa peregrinado a La Meca. A ratos se peleaban, pero casi siempre lograban coexistir en paz e incluso entre risas. Leila Slimani (Rabat, 1981) sue?a con una sociedad que se parezca a esa familia. Periodista y autora de varios art¨ªcu?los donde se ha opuesto con virulencia al islamismo, tambi¨¦n ha firmado dos novelas. La ¨²ltima, Canci¨®n dulce (Cabaret Voltaire), inspirada en el caso real de una ni?era que mat¨® a los ni?os que cuidaba, gan¨® por sorpresa el ¨²ltimo Premio Goncourt, convirti¨¦ndola de la noche a la ma?ana en uno de los nombres m¨¢s prometedores de las letras francesas. La cita con la escritora es en Par¨ªs, donde Slimani, de educaci¨®n musulmana pero franc¨®fona ¨Cadmite hablar mal el ¨¢rabe¨C, lleg¨® a los 17 a?os para seguir con sus estudios. Amable pero reservada, harta de la atenci¨®n constante que se le ha prestado en los ¨²ltimos meses, dice que preferir¨ªa terminar su nuevo ensayo, sobre la vida sexual de los magreb¨ªes, que pasar sus jornadas concediendo entrevistas. Jura que su lema es el siguiente: ¡°Mi pluma es mi arma¡±.
?Qu¨¦ ha cambiado con el Goncourt? Ahora estoy m¨¢s ocupada y se presta m¨¢s atenci¨®n a lo que hago. Pero, en lo esencial, no ha cambiado nada. Ni mi vida ni mi persona. Es un honor y una alegr¨ªa, pero intento no tomarme por alguien m¨¢s importante de lo que soy. Lo fundamental es seguir trabajando. Tengo solo 35 a?os y toda una vida por delante, que pienso dedicar a la escritura.
?El premio no le ha hecho sentirse legitimada? No. La literatura es un oficio dominado por la duda. Obtener un premio, por importante que sea, no te inmuniza contra el hecho de escribir una novela mal¨ªsima. Por otra parte, es clave conservar ese sentimiento de ilegitimidad, porque es un motor en la escritura y en la vida. Es lo que te hace seguir adelante. Perder ese sentimiento de impostura ser¨ªa caer en una trampa. Para los escritores esa angustia no es nociva.
Tras recibir esa recompensa declar¨® que ve¨ªa en ella una triple dimensi¨®n simb¨®lica, por ser mujer, joven y magreb¨ª. En realidad, no quiero ser un s¨ªmbolo de nada. Los s¨ªmbolos son inm¨®viles como las estatuas. Y a m¨ª no me gustan las estatuas. Prefiero ser un modelo o un ejemplo. Gracias a este premio, tal vez haya quien se diga que ser una mujer joven de origen extranjero no es un obst¨¢culo en un mundo como la literatura, tradicionalmente dominado por hombres blancos y mayores.
?Usted tuvo modelos? Cuando se escribe no siempre es bueno tenerlos. Me encantan Ch¨¦jov, Zweig o Beauvoir, pero cuando te pones a escribir no puedes observarlos desde lejos, con admiraci¨®n, como si fueras una ni?a peque?a. Dir¨ªa que mis verdaderos modelos han sido mis padres. Me ense?aron lo que era el humanismo, el respeto por la dignidad humana. Me inculcaron que cada ser es merecedor de respeto, ya sea blanco o negro, viejo o joven, hombre o mujer. Tambi¨¦n me transmitieron el pudor respecto a tus opiniones pol¨ªticas y religiosas, la humildad de no aspirar a obligar a los dem¨¢s a que piensen igual que t¨².
¡°no tengo problemas en reconocer que soy cobarde y que me callo cosas por temor a una sorpresa desagradable¡±.
Pese a sus diferencias de estilo, forma y estructura, su libro parece beber de la literatura del siglo XIX, cuando autores como Balzac, Hugo o Zola adoptaron Par¨ªs como observatorio de las diferencias sociales. Son referencias fundamentales para m¨ª. Gracias a ellos, cuando viv¨ªa en Rabat supe lo que era Par¨ªs antes de poner un pie en ella. Me resulta imposible contar qu¨¦ es Par¨ªs sin recurrir a esos autores. Pero, al mismo tiempo, creo que no han sido una referencia directa. No los rele¨ª para escribir Canci¨®n dulce, opt¨¦ por una escritura m¨¢s depurada y menos descriptiva. Pero comparto la idea que pregonaron Zola o Balzac: todo novelista debe observar a sus contempor¨¢neos y dejar una huella de lo que ha sido su ¨¦poca.
Cuando observa a sus contempor¨¢neos, ?qu¨¦ es lo que ve? Veo una gran contradicci¨®n entre las palabras y los hechos. Veo una sociedad dividida entre las buenas intenciones, favorable a la diversidad y a la igualdad, y una serie de estratos muy antiguos pero plenamente vigentes: la jerarqu¨ªa social, la lucha de clases, la condici¨®n de las mujeres y su manera de afrontar la maternidad¡ En el libro he intentado mezclar unas cosas con las otras, superponer tiempos y problemas distintos, y luego ver qu¨¦ sucede.
?Considera que la desigualdad y la miseria son las mismas que hace dos siglos? Desde luego. Cuando uno lee libros sobre el Par¨ªs o el Londres del siglo XIX tiene la impresi¨®n de que la pobreza y la indignidad eran mucho mayores. M¨¢s visibles y tambi¨¦n m¨¢s terribles. Hoy la mortalidad infantil ya no es la misma y los ni?os tienen prohibido trabajar, pero eso no significa que no sigan sucediendo cosas muy preocupantes.
?Por ejemplo? Acabo de regresar de San Francisco, la ciudad que, proporcionalmente, cuenta con el mayor n¨²mero de indigentes del mundo. Que un pa¨ªs tan rico, con tantos recursos y tanto espacio permita eso¡ Y lo m¨¢s terrible es que est¨¢n ah¨ª, pero se han vuelto casi invisibles. Duermen en plena calle, muertos de hambre y drogados, mientras sus conciudadanos pasan de largo sorbiendo un caf¨¦ de seis d¨®lares comprado en Starbucks. Existe una incre¨ªble indiferencia respecto a una parte de la poblaci¨®n que vive casi como en la Edad Media. Solo los separan unos kil¨®metros de Silicon Valley, uno de los lugares m¨¢s ricos del mundo, desde donde se nos dice sin parar que, gracias a la tecnolog¨ªa, todos los problemas ser¨¢n erradicados. La verdad es que me resulta atroz.
En el libro sugiere que esa miseria social, si bien nunca justifica un crimen, s¨ª puede ayudar a entenderlo. En efecto, el t¨¦rmino justificar resulta complicado. Pero el trabajo de un artista o un escritor consiste, como apunta, en tratar de comprender. No existen razones simples o binarias para explicarse lo que sucede en mi libro, pero no se debe ignorar que la miseria provoca violencia y locura, y que puede empujar a cometer actos terribles. Cuando uno hiere a un animal, este se vuelve contra su agresor y es capaz de devorarlo. Incluso cuando est¨¢ domesticado.
Ese discurso despierta rechazo, para empezar en la clase pol¨ªtica. Tras los atentados de noviembre de 2015 en Par¨ªs, el entonces primer ministro, Manuel Valls, dijo que ¡°intentar comprender era una forma de empezar a excusar¡±. Me parece grav¨ªsimo, pero eso no sucede solo en Francia. ?Qu¨¦ l¨ªder europeo habla hoy de las consecuencias de la pobreza? ?Qu¨¦ pol¨ªtico dice en Espa?a, Italia o Grecia que esa miseria es susceptible de volvernos locos o de empujarnos al suicidio? ?Qu¨¦ saben nuestros pol¨ªticos de esa miseria?
Y usted ?qu¨¦ sabe de esa miseria? No la conozco en mis carnes. Pero, como todo escritor, no necesito haberla vivido personalmente para contarla. Trabaj¨¦ mucho tiempo como periodista y he estado sobre el terreno. He observado y he preguntado. Y, sobre todo, he aprendido a escuchar.
Ha dicho que creci¨® ¡°en una burbuja¡±. ?A qu¨¦ se refiere? Procedo de un entorno burgu¨¦s y sin problemas de dinero. Pas¨¦ mi infancia y adolescencia en un pa¨ªs pobre y casi dictatorial, el Marruecos de Hassan II, pero no estaba ciega respecto a lo que me rodeaba. Mi madre era m¨¦dico y me habl¨®, desde peque?a, de esa miseria. Desde muy peque?a fui consciente de que hab¨ªa gente en una situaci¨®n distinta, que deb¨ªa suplicar para tener derecho a cualquier cosa. Lo que quiero decir es que no ¨¦ramos burgueses idiotas y descerebrados, que tambi¨¦n los hay.
Recibi¨® una educaci¨®n liberal, pero con contradicciones. Por ejemplo, le dijeron que era due?a de su cuerpo, pero ten¨ªa prohibido pasear a solas con un hombre¡ Esa situaci¨®n esquizofr¨¦nica es propia de todos los pa¨ªses musulmanes. Existe un abismo entre la esfera p¨²blica y la privada. De cara al p¨²blico, uno debe comportarse de manera piadosa, seg¨²n la regla moral, guiada por Dios y la religi¨®n. Pero, en tu casa, puedes hacer lo que te venga en gana. Practicar el sexo homosexual, tomar drogas, contratar a prostitutas. Mientras la gente no lo sepa, no hay ning¨²n problema.
?No existe esa doble moral tambi¨¦n en Occidente? Claro que s¨ª. La diferencia es que en Marruecos uno va a la c¨¢rcel por ejercer la prostituci¨®n o ser homosexual. El precio que se paga no es comparable. Si mis padres me prohib¨ªan ciertas cosas, no era por motivos morales, sino legales.
?Le cost¨® liberarse al llegar a Par¨ªs a los 17 a?os? No, fue un proceso muy r¨¢pido. Creo que estaba lista para liberarme¡ [risas]. La mayor diferencia fue sentir la libertad en la esfera p¨²blica. Sentirse como un ciudadano con una serie de derechos que puede hacer valer cuando lo necesite.
Canci¨®n dulce tambi¨¦n habla de la maternidad en el siglo XXI, de la dificultad de ser una buena madre y una buena profesional. ?Es un reto imposible? Mi generaci¨®n es la primera que creci¨® creyendo que podr¨ªa hacerlo todo a la vez. Cuando eres peque?a te lo crees. De mayor, ves que es bastante m¨¢s dif¨ªcil. Si se puede hacer todo, es con muchos sacrificios de por medio. La energ¨ªa que destinamos a una actividad no podemos invertirla en la otra. Lo que yo me pregunto es si la igualdad real pasa por vivir la misma vida que un hombre, o si la revoluci¨®n feminista deber¨ªa implicar un cambio global que imponga una organizaci¨®n distinta del trabajo y de la familia. La familia sigue estando regida por esquemas de otro tiempo, por jerarqu¨ªas sociales y modelos poscoloniales que deber¨ªamos superar.
Su primer oficio fue el de periodista. Ha dicho que lo abandon¨® por ser ¡°un trabajo muy esclavo en el que no se envejece bien¡±. Trabajar en una redacci¨®n hasta los 70 a?os no era para m¨ª. Es un trabajo que te puede volver loco, porque uno ve cosas muy fuertes a diario. Yo soy demasiado sensible. Me habr¨ªa partido en dos. En todo caso, me ha ayudado mucho para escribir mis novelas. Yo procedo de la escuela del reportaje, que te ayuda a borrarte del paisaje para limitarte a observar. A desarrollar una mirada aguda sobre las personas y los lugares. A entender que un gesto, una prenda de vestir o una manera de sentarse pueden dar mucha informaci¨®n.
Ha escrito que, en estos tiempos convulsos, el papel de la literatura consiste en aportar ¡°complejidad y ambig¨¹edad¡± a un mundo que las rechaza. La literatura es un espacio de libertad inmenso, en el que uno puede decirlo todo, separ¨¢ndose de las reglas de la moral. En ese sentido, me parece m¨¢s necesaria que nunca. Es capaz de oponer resistencia a un mundo que quiere transformarlo todo en una superficie lisa, articular todo conflicto en clave de blanco y negro. La literatura sirve para resucitar lo humano, que siempre pasa por los tonos grises.
¡°LA LITERATURA ES M?S NECESARIA QUE NUNCA EN UN MUNDO QUE QUIERE TRANSFORMARLO TODO EN UNA SUPERFICIE LISA¡±.
Tras publicar su primera novela recibi¨® insultos en las redes sociales procedentes de los c¨ªrculos del islamismo. La acusaban de ser una magreb¨ª vendida a Occidente. S¨ª, pero lo que m¨¢s irritaba a los integristas era que escribiera ficci¨®n. Consideran que la novela es un invento vil porque se fundamenta en una mentira. Parece surrealista, pero tiene cierto sentido. Cuando oigo opinar a un integrista de religi¨®n, siempre me habla de la Virgen y el para¨ªso como si hubieran existido de verdad. No se dan cuenta de que son historias. Y, cuando te atreves a decirle que la Virgen seguramente no era virgen, enloquecen. No tienen ninguna percepci¨®n de lo que es la ficci¨®n, lo que me parece terror¨ªfico.
?Apoya el modelo occidental? No, lo que defiendo es el desarrollo, sea occidental o no. Se da el caso de que Occidente est¨¢ m¨¢s evolucionado, pero ese crecimiento no pertenece a nadie en concreto. Los dictadores ¨¢rabes entendieron que, educando a la gente, corr¨ªan el riesgo de ser derrocados. El fracaso de los pa¨ªses ¨¢rabes se explica por esa ausencia de educaci¨®n.
?Defiende ese ¡°islam de las luces¡± que enarbolan intelectuales como Abdennour Bidar o Malek Chebel? No, yo defiendo las luces a secas. A m¨ª la religi¨®n no me interesa. No es mi problema. La religi¨®n tiene que ser algo ¨ªntimo. Si una mujer quiere encerrarse en su casa y ponerse una tienda de campa?a en la cabeza, pues que lo haga. Lo que no quiero es que me fastidien a m¨ª en el espacio p¨²blico. Cuando oigo hablar de islam de las luces no entiendo muy bien a qu¨¦ se refieren. La religi¨®n es m¨¢s sombr¨ªa que luminosa, en especial en cuanto a los derechos de las mujeres. Y sucede en todas las religiones, no solo en el islam. Es como esa gente que se extas¨ªa con el papa Francisco: perm¨ªtanme recordarles que sigue estando en contra del preservativo y de casar a homosexuales. Con ese islam de las luces sucede lo mismo: no obligar a tu mujer a ponerse el niqab no te convierte en un ilustrado.
Cuando se enfrenta al islamismo en sus art¨ªculos y los titula con frases como ¡°Integristas, os odio¡±, ?siente miedo? Claro que tengo miedo. No soy una mujer muy valiente. Me preocupo, porque tengo padres e hijos. Y porque vivo en un mundo donde, a veces, las amenazas se llevan a ejecuci¨®n. No tengo problemas en reconocer que soy cobarde y que me callo ciertas cosas por temor a vivir una sorpresa ?desagradable.
?Cu¨¢l es el gran desaf¨ªo de este siglo respecto a las cuestiones de identidad? Bueno, es que yo no creo en la identidad. No debemos dejar que ese concepto nos defina. Para m¨ª, la identidad es lo que uno transmite a la generaci¨®n que viene despu¨¦s. Mi identidad es lo que dejar¨¦ a mi hijo y, muy pronto, a mi hija. Lo que quedar¨¢ de m¨ª son las ideas que les transmitir¨¦.
Escritores musulmanes contra el integrismo
Kamel Daoud
Canci¨®n dulce
Adelanto de la ¨²ltima novela de Leila Slimani, que le vali¨® el Premio Goncourt 2016.
El beb¨¦ ha muerto. Bastaron unos pocos se?gundos. El m¨¦dico asegur¨® que no hab¨ªa sufrido. Lo tendieron en una funda gris y cerraron la cre?mallera sobre el cuerpo desarticulado que flotaba entre los juguetes. La ni?a, en cambio, segu¨ªa viva cuando llegaron los del servicio de emergencias. Se debati¨® como una fiera. Hab¨ªa huellas de forcejeo, fragmentos de piel en sus u?itas blandas. En la am?bulancia que la conduc¨ªa al hospital se agitaba, pre?sa de convulsiones. Con los ojos desorbitados, pare?c¨ªa buscar aire. La garganta la ten¨ªa llena de sangre. Los pulmones, perforados, y se hab¨ªa dado un fuer?te golpe en la cabeza contra la c¨®moda azul.
Fotografiaron la escena del crimen. Los poli?c¨ªas recogieron huellas y midieron la superficie del cuarto de ba?o y del dormitorio de los ni?os. En el suelo, la alfombra de princesas estaba empapada en sangre. El cambiador, medio volcado. Se llevaron los juguetes en unas bolsas transparentes precinta?das. La c¨®moda azul tambi¨¦n servir¨¢ en el juicio.
La madre estaba en estado de shock. Eso dije?ron los bomberos, repitieron los polic¨ªas, escribie?ron los periodistas. Al entrar en el cuarto donde yac¨ªan sus hijos, lanz¨® un grito desde lo m¨¢s hondo, un aullido de loba. Las paredes temblaron. La no?che se abati¨® sobre ese d¨ªa de mayo. Vomit¨®, y as¨ª fue como la hall¨® la polic¨ªa, con la ropa sucia, en cuclillas, quebrada en sollozos como una loca. Au?llaba hasta desgarrarse los pulmones. El enfermero de la ambulancia hizo un gesto discreto con la ca?beza, la pusieron de pie, a pesar de su resistencia, de sus patadas. La alzaron despacio y la joven interna del SAMU le administr¨® un sedante. Era su primer mes de pr¨¢cticas.
A la otra tambi¨¦n tuvieron que salvarla. Con la misma profesionalidad y sangre fr¨ªa. No supo morir. Solo dar muerte. Se cort¨® las venas de las mu?ecas y se clav¨® el cuchillo en la garganta. Per?di¨® el conocimiento al pie de la cunita de barro?tes. La incorporaron, le tomaron el pulso y la ten?si¨®n. La pusieron en la camilla, y la joven m¨¦dica en pr¨¢cticas mantuvo la mano presionada contra su cuello.
Los vecinos se han agolpado a la entrada del edificio. Mujeres m¨¢s que nada. Se acerca la hora de recoger a los ni?os del colegio. Observan la am?bulancia, con los ojos cuajados de l¨¢grimas. Lloran y quieren enterarse. Se alzan de puntillas. Intentan distinguir lo que ocurre tras el cord¨®n policial, den?tro de la ambulancia que ha arrancado con las si?renas a todo volumen. Se susurran informaci¨®n al o¨ªdo. Ya corre el rumor. Ha sucedido una desgracia a los ni?os.
Es un bonito edificio de la Rue d¡¯Hauteville, en el distrito 10. Un edificio donde los vecinos, sin conocerse, se saludan con calidez. La casa de los Mass¨¦ est¨¢ en la quinta planta. Es la m¨¢s peque??a del inmueble. Paul y Myriam construyeron un tabique en mitad del sal¨®n cuando naci¨® el segun?do hijo. El dormitorio de ellos es diminuto, situa?do entre la cocina y la ventana que da a la calle. A Myriam le gustan los muebles vintage y las alfombras bereberes. En la pared ha colgado unas estampas japonesas.
Hoy lleg¨® a casa m¨¢s temprano que de cos?tumbre. Abrevi¨® una reuni¨®n y aplaz¨® hasta el d¨ªa siguiente el estudio de un caso. Sentada en un trans?port¨ªn de la l¨ªnea 7 del metro hab¨ªa pensado en dar?les una sorpresa a los ni?os. Al llegar, se detuvo en la panader¨ªa. Compr¨® una baguette, un postre para los cr¨ªos y un bizcocho a la naranja para la ni?era. Es su preferido.
Pens¨® que los llevar¨ªa al tiovivo. Ir¨ªan juntos a hacer la compra para la cena. Mila le pedir¨ªa un juguete. Adam mordisquear¨ªa un trozo de pan en su cochecito.
Adam ha muerto. Mila va a sucumbir.
?
?Sin papeles, no. Espero que est¨¦s de acuerdo. Si se tratara de una asistenta o de un pintor de bro?cha gorda, no me importar¨ªa. Esa gente tendr¨¢ que vivir de algo, pero cuidar de los ni?os es distinto, es muy arriesgado. No quiero a una persona que tema llamar a la polic¨ªa o ir a un hospital en caso de una urgencia. A parte de eso, que no sea dema?siado mayor, que no lleve pa?uelo y que no fume. Lo principal es que sea una mujer din¨¢mica y que tenga tiempo para nosotros. Que trabaje para que podamos trabajar.? Paul ha preparado todo. Ha es?tablecido una lista de preguntas y calculado media hora por entrevista. Dedicar¨¢n la tarde del s¨¢bado a encontrar una ni?era para sus hijos.
Unos d¨ªas antes, mientras Myriam comentaba que estaba buscando a alguien que cuidara de los ni?os a su amiga Emma, esta se quej¨® de la mujer que se ocupaba de los suyos. ?Tiene dos hijos aqu¨ª, as¨ª que nunca puede quedarse un poco m¨¢s tarde o cuando la necesito. No es pr¨¢ctico. Consid¨¦ralo al entrevistarlas. Si tiene hijos, m¨¢s vale que los haya dejado en su pa¨ªs.? Le agradeci¨® el consejo, pero en el fondo el discurso de Emma la hab¨ªa incomodado. Si alguien que quisiera contratarla se hubiera referi?do a ella o a alguna de sus amigas de ese modo, se habr¨ªan indignado ante semejante discriminaci¨®n. Le parec¨ªa horrible descartar a una mujer porque tuviera hijos. Prefiere no tratar ese tema con Paul. Su marido es como Emma. Un pragm¨¢tico que pone a los suyos y su carrera por delante de todo.
Esta ma?ana, fueron al mercado en familia, los cuatro. Mila sobre los hombros de Paul y Adam dormido en su cochecito. Han comprado flores y est¨¢n ordenando la casa. Quieren dar una buena impresi¨®n a las ni?eras que van a entrevistar. Reco?gen los libros y revistas desperdigados por el sue?lo, debajo de la cama y hasta en el cuarto de ba?o. Paul le pide a Mila que ordene sus juguetes y los ponga en los cajones de pl¨¢stico. La ni?a protesta lloriqueando y al final ¨¦l los amontona contra la pared. Doblan la ropa de los ni?os, cambian las s¨¢banas de las camas. Limpian, tiran cosas a la ba?sura y procuran a toda costa airear esta casa en la que se asfixian. Les gustar¨ªa que ellas vieran que son correctos, serios y ordenados, unos padres que buscan lo mejor para sus hijos. Que entiendan que ellos son los que mandan.
Mila y Adam est¨¢n durmiendo la siesta. Myriam y Paul, sentados en el borde de su cama de matri?monio. Angustiados y confusos. Nunca han puesto a sus hijos en manos de nadie. Myriam estaba aca?bando la carrera de derecho cuando se qued¨® em?barazada de Mila. Sac¨® el t¨ªtulo dos semanas antes de dar a luz. Paul entonces hac¨ªa pr¨¢cticas en em?presas, las que se presentaran, con ese optimismo que la hab¨ªa seducido cuando lo conoci¨®. Estaba seguro de que pod¨ªa trabajar por los dos. Seguro de triunfar en la producci¨®n musical, a pesar de la crisis y de los recortes.
?
Mila era un beb¨¦ delicado, irritable, que llo?raba sin cesar. No engordaba, rechazaba el pecho de su madre y los biberones que le preparaba su padre. Siempre asomada a la cuna de la peque?a, Myriam se hab¨ªa olvidado hasta del mundo exterior. Sus ambiciones se limitaban a intentar que aquella criatura fr¨¢gil y llorona engordase algunos gramos. Los meses pasaban volando. Paul y Myriam no se separaban jam¨¢s de Mila. Fing¨ªan no notar que sus amigos estaban hartos, que comentaban a sus es?paldas lo inadecuado de llevar a un beb¨¦ a un bar o de colocarlo en el banco de un bistr¨®. Pero Myriam no quer¨ªa saber nada de recurrir a una canguro. Ella era la ¨²nica capaz de responder a las necesida?des de su hija.
Apenas hab¨ªa cumplido Mila a?o y medio cuando Myriam se qued¨® de nuevo embarazada. Siempre aleg¨® que hab¨ªa sido un accidente. ?La p¨ªl?dora no es segura al cien por cien?, dec¨ªa ri¨¦ndose con sus amigas. En realidad, hab¨ªa sido un emba?razo premeditado. Adam fue la excusa para seguir disfrutando de la dulzura del hogar. Paul no emi?ti¨® reserva alguna. Acababan de contratarlo como asistente de sonido en un conocido estudio, donde trabajaba d¨ªa y noche, reh¨¦n de los caprichos de los artistas y de sus horarios. Su esposa parec¨ªa satis?fecha con esa maternidad animal. La vida en una burbuja, lejos del mundo y de los dem¨¢s, los prote?g¨ªa de todo.
Pero el tiempo empez¨® a resultarles eterno, la perfecta mec¨¢nica familiar se hab¨ªa atascado. Los padres de Paul, que les sol¨ªan echar una mano cuando naci¨® la peque?a, ahora pasaban tempora?das m¨¢s largas en su casa de campo, ocupados con unas reformas. Un mes antes del parto de Myriam, organizaron un viaje de tres semanas por Asia y avisaron a Paul en el ¨²ltimo momento. Le sent¨® fa?tal, se quej¨® a Myriam del ego¨ªsmo de sus padres, de su falta de consideraci¨®n. Pero para ella fue un alivio. No soportaba tener a Sylvie hasta en la sopa. Escuchaba sonriente los consejos de su suegra, se reprim¨ªa cuando la ve¨ªa registrar la nevera y cri?ticar los alimentos que conten¨ªa. Sylvie era de las que compraban productos ecol¨®gicos. Le preparaba la comida a Mila pero dejaba la cocina patas arri?ba. Myriam y ella nunca estaban de acuerdo sobre nada, y en la casa reinaba un malestar concentrado, hirviente, que amenazaba cada segundo en trans?formarse en gresca. ?Deja que disfruten tus padres. Tienen raz¨®n de pas¨¢rselo bien ahora que est¨¢n li?bres?, acab¨® diciendo Myriam a Paul.
No hab¨ªa medido el alcance de lo que se ave?cinaba. Con dos hijos todo se complicaba: hacer la compra, ba?arlos, llevarlos al m¨¦dico, limpiar la casa. El agobio le pasaba factura. Myriam perd¨ªa vitalidad. Cada vez odiaba m¨¢s las salidas al parque infantil. Los d¨ªas de invierno se le hac¨ªan intermi?nables. Las rabietas de Mila la sacaban de quicio, los primeros balbuceos de Adam la dejaban indi?ferente. Su necesidad de salir a caminar sola iba en aumento. De gritar como una loca en la calle. ?Me est¨¢n comiendo viva?, se dec¨ªa a veces.
Envidiaba a su marido. Al caer la tarde espe?raba impaciente su llegada. Se quejaba durante un buen rato de los gritos de los ni?os, de lo peque?a que era la casa, de lo mucho que se aburr¨ªa. Cuando le tocaba a ¨¦l hablar y le contaba las sesiones mara?tonianas de grabaci¨®n de un grupo de hip-hop, ella le soltaba con rabia: ??Qu¨¦ suerte tienes!?. ?l contesta?ba: ?La que tiene suerte eres t¨². Cu¨¢nto me gustar¨ªa verlos crecer?. En ese juego nadie sal¨ªa ganando.
Por la noche, Paul se quedaba profundamente dormido a su lado, con el sue?o del que ha traba?jado todo el d¨ªa y merece un buen descanso. Ella se reconcom¨ªa por la amargura y la insatisfacci¨®n. Pensaba en el esfuerzo realizado para acabar la ca?rrera, a pesar de la falta de dinero y de apoyo de sus padres, en la alegr¨ªa que sinti¨® al acceder a la abo?gac¨ªa y vestir por primera vez la toga, en la foto que le hizo entonces Paul, con ella puesta, delante del portal, orgullosa y sonriente.
Durante meses fingi¨® que aceptaba su situa?ci¨®n. Ni siquiera pudo confesar a Paul lo avergon?zada que estaba. C¨®mo se sent¨ªa morir por no tener nada que contar m¨¢s que las moner¨ªas de los ni?os y las conversaciones entre desconocidos a los que espiaba en el supermercado. Empez¨® a rechazar to?das las invitaciones a cenar de los amigos, a no res?ponder a sus llamadas. Desconfiaba en particular de las amigas. ?Pod¨ªan ser tan crueles! Le entraban ganas de estrangular a las que fing¨ªan que la admi?raban, o, a¨²n peor, que la envidiaban. Estaba harta de o¨ªrlas quejarse de su trabajo, de no ver con m¨¢s frecuencia a sus hijos. Pero a quien m¨¢s tem¨ªa era a los desconocidos. Esos que preguntaban inocen?temente en qu¨¦ trabajaba, y se daban media vuelta ante la evocaci¨®n de una vida de ama de casa.
Un d¨ªa, al salir del Monoprix del Boulevard Saint-Denis, se dio cuenta de que sin querer hab¨ªa sustra¨ªdo unos calcetines de ni?o, olvidados en el cochecito. Aunque estaba a muy pocos metros de su casa, hubiera podido regresar a los almacenes para devolverlos, pero desisti¨®. No se lo cont¨® a Paul. Era un incidente sin inter¨¦s, aunque no deja?ba de pensar en ello. Tras este episodio acud¨ªa con regularidad a Monoprix y escond¨ªa un champ¨², una crema o una barra de labios que nunca iba a usar. Estaba convencida de que si la pillaban, bastar¨ªa con interpretar el papel de madre desbordada de traba?jo. Creer¨ªan, sin dudarlo, en su buena fe. Esos robos rid¨ªculos la exaltaban. Se iba riendo sola por la calle, con la impresi¨®n de burlarse del mundo entero.
Cuando se top¨® por casualidad con Pascal, lo interpret¨® como un buen augurio. En un primer momento, su antiguo compa?ero de la facultad de Derecho no la reconoci¨®: ella llevaba un pantal¨®n que le quedaba grande, unas botas muy gastadas y el pelo sucio recogido en un mo?o. Estaba de pie, ante el tiovivo del que Mila se negaba a bajar. ?Esta es la ¨²ltima vuelta?, le dec¨ªa cada vez que su hija, agarra?da con fuerza al caballito, pasaba delante de ella y le hac¨ªa una se?a con la mano. Myriam alz¨® la vista: Pascal estaba sonri¨¦ndole con los brazos abiertos, en adem¨¢n de sorpresa y alegr¨ªa. Ella le devolvi¨® la sonrisa, con las manos aferradas al cochecito de Adam. Pascal no ten¨ªa mucho tiempo pero, casual?mente, hab¨ªa quedado con alguien a dos pasos de la casa de Myriam. ?De todas formas, yo ya me iba. ?Hacemos el camino juntos??, le propuso ella.
Myriam se abalanz¨® sobre Mila, que gritaba a todo pulm¨®n. Se negaba a andar, y Myriam se obs?tinaba en sonre¨ªr, en fingir que dominaba la situa?ci¨®n. No dejaba de pensar en el viejo jersey que llevaba debajo del abrigo, y en que Pascal habr¨ªa notado lo desgastado que estaba el cuello. Se pasaba la mano fren¨¦ticamente por las sienes, como si ello bastara para ordenar su cabello seco y enredado. No parec¨ªa que Pascal se diese cuenta de nada. Le habl¨® del bufete que hab¨ªa montado con dos com?pa?eros de promoci¨®n, de los inconvenientes y las alegr¨ªas de trabajar por cuenta propia. Myriam be?b¨ªa sus palabras. Mila la interrump¨ªa sin cesar. Ha?br¨ªa dado cualquier cosa para que la ni?a se callara. Sin dejar de mirar a Pascal, registr¨® en el bolso, en los bolsillos, para encontrar un caramelo, cualquier chucher¨ªa que comprara el silencio de su hija.
Pascal casi ni se fij¨® en los ni?os. No le pregun?to c¨®mo se llamaban. Ni siquiera Adam, dormido en su cochecito, con una expresi¨®n apacible, adora?ble, lo hab¨ªa emocionado o enternecido.
?Es aqu¨ª.? Pascal le dio un beso en la mejilla. Dijo: ?Me ha encantado verte?, y entr¨® en el edifi?cio. El ruido de la pesada puerta azul al cerrarse so?bresalt¨® a Myriam. Se puso a rezar en silencio. All¨ª mismo. Estaba tan desesperada que se habr¨ªa sen?tado en el suelo y echado a llorar. Se habr¨ªa engan?chado a las piernas de Pascal, le habr¨ªa suplicado que la llevara con ¨¦l, que le diera una oportunidad. Lleg¨® a casa agotada. Se qued¨® observando c¨®mo Mila jugaba tranquilamente. Ba?¨® al beb¨¦, dici¨¦n?dose que esa felicidad, sencilla, muda, carcelaria, no bastaba para consolarla. Pascal debi¨® de burlarse de ella. Quiz¨¢ incluso telefone¨® a algunos antiguos compa?eros de la facultad para contarles la vida pa?t¨¦tica de Myriam que ?ya no se parece a nada? y que ?no ha tenido la carrera que uno hubiera esperado de ella?.
Se pas¨® toda la noche imaginando unas con?versaciones que la atormentaban por dentro. Al d¨ªa siguiente, apenas salida de la ducha, oy¨® el sonido de un sms. ?No s¨¦ si has pensado en volver a la abo?gac¨ªa. Si te interesa, podemos hablarlo.? Por poco se pone a gritar de la alegr¨ªa. Empez¨® a brincar por la casa y bes¨® a Mila que dec¨ªa: ??Qu¨¦ pasa, mam¨¢, por qu¨¦ te r¨ªes??. Despu¨¦s, Myriam se pregunt¨® si Pascal habr¨ªa notado lo desesperada que estaba o si, sencillamente, consider¨® una bendici¨®n llovida del cielo su encuentro con Myriam Charfa, la estu?diante m¨¢s seria que jam¨¢s hab¨ªa conocido. Quiz¨¢ tambi¨¦n pens¨® en lo afortunado que era de poder contratar a alguien como ella, y encarrilarla de nue?vo hacia las salas de audiencia.
Myriam se lo coment¨® a Paul, y su reacci¨®n la decepcion¨®. ?l se encogi¨® de hombros. ?No sab¨ªa que quer¨ªas trabajar.? Ella se enfad¨® mucho, de un modo desproporcionado. La conversaci¨®n se agri¨® enseguida. Ella lo trat¨® de ego¨ªsta. ?l, de incohe?rente. ?Vas a trabajar. Me parece bien. ?Y qu¨¦ ha?cemos con los ni?os?? Esboz¨® una risita burlona, como ridiculizando sus ambiciones, y ello reforz¨® su sensaci¨®n de estar encerrada a cal y canto en aquella casa.
Una vez que se hubieron sosegado, ambos es?tudiaron pacientemente las opciones posibles. Era ya finales de enero: in¨²til pensar en encontrar plaza en un parvulario o en una guarder¨ªa. No conoc¨ªan a nadie en el Ayuntamiento. Y si ella se pon¨ªa a tra?bajar, estar¨ªa en la escala de salarios menos ajustada a la realidad: demasiado ricos para acceder por v¨ªa de urgencia a una ayuda y demasiado pobres para que el sueldo de una ni?era no representara un sa?crificio. Fue esa la opci¨®n que eligieron al final, des?pu¨¦s de que ¨¦l afirmara: ?Sumando las horas extra, la ni?era y t¨² ganar¨¦is casi lo mismo. Pero en fin, si crees que con ello te sentir¨¢s m¨¢s realizada¡?. De aquella conversaci¨®n ella conserva un gusto amar?go. Se qued¨® resentida hacia Paul.
Quiso hacer las cosas bien. Para estar segura, se dirigi¨® a una agencia de servicio dom¨¦stico que acababa de abrir en el barrio. Una oficina peque?a, decorada con sencillez, llevada por dos treinta?e?ras. El escaparate, de un azul celeste, estaba ador?nado con estrellitas y peque?os camellos dorados. Myriam toc¨® el timbre. A trav¨¦s del cristal, la due?a la mir¨® de arriba abajo. Se levant¨® despacio y aso?m¨® la cabeza por la puerta entreabierta:
?¡ª?S¨ª?
¡ªBuenas.
¡ªSi viene a inscribirse, necesitamos un expe?diente completo: su curr¨ªculum y referencias firma?das por las se?oras con las que ha trabajado.
¡ªNo vengo para eso. Estoy buscando una ni??era para mis hijos.?
El rostro de la joven cambi¨® por completo. Parec¨ªa alegrarse al ver a una clienta entrar por la puerta, y a su vez estaba violenta por haberla toma?do por lo que no era. ?Qui¨¦n hubiera pensado que aquella mujer agotada, con ese pelo enmara?ado y crespo, fuera la madre de esa ni?ita tan mona que lloriqueaba en la acera?
La encargada abri¨® un enorme cat¨¢logo sobre el que se inclin¨® Myriam. ?Si¨¦ntese?, le propuso. Decenas de fotograf¨ªas de mujeres, en su mayor¨ªa africanas o filipinas, pasaban ante sus ojos. Mila de?c¨ªa divertida: ?Esta es fea, ?verdad??. Su madre la reprend¨ªa, y con el coraz¨®n encogido regresaba a aquellos retratos borrosos o mal enfocados. Ni una mujer sonriente.
Le asqueaba la encargada. Su hipocres¨ªa, la cara redonda y enrojecida, el fular ra¨ªdo alrededor del cuello. Y ese racismo que hab¨ªa mostrado al princi?pio. Todo le daba ganas de salir huyendo de all¨ª. Se despidi¨® con un apret¨®n de manos. Prometi¨® que lo hablar¨ªa con su marido, y no volvi¨® jam¨¢s. En lu?gar de ello, colg¨® un anuncio en las tiendas del ba?rrio. Aconsejada por una amiga, inund¨® los sitios de Internet con m¨¢s anuncios indicando urgente. Al cabo de una semana, hab¨ªan recibido seis llamadas.
Espera a la ni?era como se espera al Salva?dor, aunque le aterroriza la idea de dejar a sus hijos. Sabe todo sobre ellos y desear¨ªa mantener secreto ese saber. Conoce sus gustos, sus man¨ªas. Adivina enseguida que est¨¢n tristes o que se van a poner malitos. Siempre ha estado pendiente de ellos, con?vencida de que nadie mejor que ella podr¨ªa prote?gerlos.
Desde que nacieron, siente miedo de cualquier cosa. Miedo de que se mueran, sobre todo. Nunca habla de ello, ni con sus amigos ni con Paul, aunque sabe que ellos tambi¨¦n lo han pensado. Est¨¢ segura de que, como ella, alguna vez se han quedado mi?rando a sus hijos mientras duermen, pregunt¨¢ndo?se qu¨¦ pasar¨ªa si sus cuerpecitos fuesen cad¨¢veres, y los ojos cerrados los tuvieran para siempre. Es superior a sus fuerzas. Unos escenarios atroces se alzan ante ella, los aleja de un movimiento de cabe?za y recita oraciones, tocando madera o la manita de F¨¢tima que cuelga de su cuello, heredada de su madre. Para alejar el mal de ojo, la enfermedad, los accidentes, los apetitos perversos de los depreda?dores. Sue?a por la noche que los pierde de pronto, en medio de una muchedumbre indiferente. Grita: ??D¨®nde est¨¢n mis hijos??. Y la gente se echa a re¨ªr. Se creen que est¨¢ chiflada.
Traducci¨®n: Malika Embarek L¨®pez?
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.