Sobre los intelectuales-cebolleta
El intelectual vendr¨ªa a ser quien esclarece, porque trae a la conciencia de la mayor¨ªa de personas aquello que, sin saberlo a ciencia cierta, pensaban. Su compromiso es ¨²nicamente con sus ideas: decir lo que piensa y no otra cosa
?El t¨¦rmino intelectual apenas conserva unas pocas briznas de su antiguo prestigio, de cuando dicha figura ven¨ªa a constituir una modalidad secularizada del sacerdote y se le atribu¨ªa una enorme autoridad para emitir juicios de valor sobre cuanto pudiera ocurrir en la esfera p¨²blica y buena parte de la privada. Hoy en d¨ªa para conseguir el mismo efecto sobre la ciudadan¨ªa hace falta reunir un n¨²mero muy elevado de profesionales de la cultura, como si la cosa ya fuera al peso, y para alcanzar la repercusi¨®n que obten¨ªa alguno de aquellos intelectuales de antes con sus argumentos no hubiera otra que recoger una abundante cantidad de firmas.
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Esta patente devaluaci¨®n de la figura a menudo se interpreta en una clave equivocada. Como si lo que ya no existieran fueran intelectuales de una superioridad intelectual y moral tan notable como la que supuestamente pose¨ªan los del pasado. Cuando tal vez la clave deber¨ªa ser la contraria, y habr¨ªa que empezar afirmando que el secreto de la autoridad que se les atribu¨ªa nunca residi¨® en esa presunta jerarqu¨ªa sino casi en su opuesto. De ah¨ª que quiz¨¢ la definici¨®n m¨¢s adecuada del intelectual se podr¨ªa resumir en unas pocas palabras, sin duda para muchos exageradamente modestas: intelectual es aquel que tiene algo que decir.
De aceptar la definici¨®n de urgencia, lo que caracterizar¨ªa a la mejor versi¨®n de esta figura no ser¨ªa su superioridad, su excepcionalidad o ninguna otra forma de supremac¨ªa sino, m¨¢s bien al contrario, su completa, absoluta y perfecta normalidad. Esto es, el hecho de que fuera capaz de plantear y argumentar unas ideas susceptibles de ser entendidas y aceptadas por el m¨¢ximo de gente o, si se prefiere, de decir unas palabras en las que cualquiera se pudiera reconocer. El intelectual vendr¨ªa a ser quien esclarece porque trae a la conciencia de la mayor¨ªa de personas aquello que, sin saberlo a ciencia cierta, pensaban. La tarea que tendr¨ªa encomendada ser¨ªa entonces la de acompa?ar a sus interlocutores en el camino de la autoclarificaci¨®n, tarea que finalizar¨ªa en el momento en que estos consiguieran acceder a su particular ?eureka!
No hay otra opci¨®n que se?alar lo que uno cree estar viendo, incluso a riesgo de cebolletismo
Recuerdo una entrevista con Fernando Fern¨¢n G¨®mez que le¨ª hace unos a?os. En ella reconstru¨ªa su trayectoria, centr¨¢ndose especialmente en su faceta como director de cine, e iba pasando revista a las pel¨ªculas de las que hab¨ªa quedado m¨¢s satisfecho a nivel personal, a las que hab¨ªan tenido mejor cr¨ªtica, sin olvidar aquellas que hab¨ªan resultado un aut¨¦ntico fiasco en taquilla. En un momento dado de la entrevista, al ser preguntado precisamente por la pel¨ªcula de la que hab¨ªa quedado menos contento, hizo referencia a una, cuyo t¨ªtulo no consigo recordar, pero respecto de la que s¨ª recuerdo bien las razones de su descontento.
Hab¨ªa sido, comentaba, una pel¨ªcula de autoencargo. Esto es, alcanzada una cierta altura de su carrera, Fern¨¢n G¨®mez lleg¨® al convencimiento de que hab¨ªa adquirido el suficiente dominio del oficio y de los gustos del p¨²blico como para llevar a cabo un producto con unas caracter¨ªsticas tales que tuviera el ¨¦xito asegurado. Film¨® esa pel¨ªcula y el resultado fue un desastre. Entonces descubri¨® que lo que deb¨ªa hacer no era, artificiosamente, ponerse en la piel de otros y realizar algo a la medida de lo que les atribu¨ªa, sino permanecer lo m¨¢s fielmente en su propia piel y dirigir las pel¨ªculas que a ¨¦l le gustaran, confiando en que gustaran tambi¨¦n a mucha gente.
As¨ª fue como consigui¨® grandes creaciones. No hab¨ªa m¨¢s secreto: ser lo m¨¢s veraz posible y, desde esa sencilla afirmaci¨®n de s¨ª mismo, conectar con los espectadores. Materializaba con este nada pretencioso comportamiento lo que antes se?al¨¢bamos, esto es, asum¨ªa que sus gustos no eran excepcionales sino perfectamente comunes y que lo que a ¨¦l le emocionaba pod¨ªa emocionar a cualquiera. Lo m¨¢s ¨ªntimo es lo m¨¢s universal, escribi¨® el poeta hace muchas d¨¦cadas, y de nuevo este sencillo criterio resultaba ser el camino m¨¢s directo para acceder al alma del mayor n¨²mero de personas.
Lo m¨¢s ¨ªntimo es lo m¨¢s universal y lo m¨¢s directo para acceder al mayor n¨²mero de personas
Es desde semejante perspectiva desde la que (re)cobra su sentido la vieja expresi¨®n ¡°compromiso del intelectual¡±, as¨ª como la afirmaci¨®n seg¨²n la cual el compromiso del intelectual es ¨²nicamente con sus ideas. En efecto, esta figura, definida por su sencillez, tambi¨¦n viene obligada por un compromiso a su vez sencillo: decir lo que piensa, y no otra cosa. No, por ejemplo, lo que sus lectores est¨¦n esperando que diga, lo que ¨¦l crea que es m¨¢s conveniente para sus intereses, lo que entienda que puede agradar al editor del medio para el que trabaja o cualquier otra consideraci¨®n ajena al pensamiento mismo. Rechazar estas tentaciones tiene sus riesgos, claro est¨¢. El espec¨ªfico fracaso que aguarda a quien mantiene en la plaza p¨²blica lo que de veras piensa en su fuero interno es quedar descalificado por otros, verse refutado por los acontecimientos o ser incapaz de dar cuenta de aquello que pretende explicar.
Intentar¨¦ ilustrar en primera persona lo que estoy pretendiendo sostener. En los ¨²ltimos tiempos, a menudo he tenido la impresi¨®n de que los comportamientos y las palabras de algunos de los nuevos protagonistas que irrump¨ªan en la vida p¨²blica de este pa¨ªs, anunciando una regeneraci¨®n radical, no me ven¨ªan de nuevas. Al contrario, me provocaban la poderosa sensaci¨®n de que la pel¨ªcula que protagonizaban, supuestamente reci¨¦n estrenada, yo ya la hab¨ªa visto. De inmediato, lo confieso, me asaltaba el temor a estar incurriendo en el imperdonable pecado de cebolletismo (por el legendario abuelo Cebolleta de los tebeos de mi infancia, que todo cuanto ocurr¨ªa lo relacionaba con alg¨²n episodio de su lejana juventud), esto es, la resistencia a aceptar los cambios y novedades que acompa?an al devenir de la historia. Pero, inevitablemente, me preguntaba a continuaci¨®n: ?hay otra opci¨®n que se?alar lo que uno cree estar viendo?, ?acaso resulta aceptable ocultar lo que se piensa por el miedo a seg¨²n qu¨¦ tipo de cr¨ªticas, o a las cr¨ªticas de seg¨²n qui¨¦n?
Para mi tranquilidad y alivio, el tiempo se encarg¨® de demostrar que, en efecto, est¨¢bamos ante un mero remake de una vieja pel¨ªcula. Un remake que, lejos de hacernos olvidar la versi¨®n original, consegu¨ªa que la a?or¨¢ramos intensamente. Pero, de cualquier forma, m¨¢s all¨¢ de que en unas ocasiones el tiempo nos pueda dar la raz¨®n y en otras quit¨¢rnosla, no hay para ese particular profesional del esp¨ªritu que es el intelectual m¨¢s alternativa que la de correr el riesgo de decir lo que piensa, sea esto lo que sea. Por m¨¢s que a continuaci¨®n twiter, facebook y similares puedan rugir o incluso arder en llamas.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisi¨®n de Educaci¨®n del Congreso de los Diputados.
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