Nuestras cosas saben c¨®mo somos
Las reglas de juego del consumo parecen estar cambiando. Se necesita cierta madurez para elegir
DURANTE SIGLOS la media de pertenencias que pose¨ªa una persona a lo largo de su vida era de 12: un arc¨®n heredado, ropa de abrigo, con suerte unos zapatos y herramientas de trabajo. Deyan Sudjic cuenta en El lenguaje de las cosas (Turner) que esa media, injusta como cualquier media, supera hoy los 2.000. En Occidente no podemos contar las cosas que tenemos. No conseguimos acordarnos de todas. Por eso hoy nos define m¨¢s ese olvido que los propios objetos. ?C¨®mo afecta al simbolismo de un anillo de compromiso tener docenas de sortijas? Si las pertenencias han dejado de ser hereditarias, ?qu¨¦ ocurrir¨¢ con la memoria de lo que somos? ?D¨®nde quedar¨¢ el rastro de los aparatos electr¨®nicos que hoy definen nuestra existencia y que, sin embargo, sustituimos cada vez m¨¢s deprisa?
Se nos pierde un l¨¢piz y compramos otro. Lo mismo sucede con los pintalabios y hasta con las gafas. Vivimos un tiempo en que, con frecuencia, resulta m¨¢s barato sustituir que reparar. Se nos estropea la cremallera y compramos otro bolso. Ya no es la l¨®gica econ¨®mica la que nos lleva hasta los zapateros remendones y las costureras (o al rev¨¦s: zapateras y costureros). Se necesita un apego sentimental, a veces supersticioso, o una notable conciencia medioambiental para pensar en el mantenimiento y llevar a reparar un enser. Nuestras pertenencias, tanto o m¨¢s que nuestras acciones, retratan nuestra vida. Despreciamos muebles portadores de historias familiares porque no nos caben, exigen cuidados especiales o no quedan bien en nuestra casa. La segunda mano es un mercado en el que el comprador adquiere productos con pasado sin tener relaci¨®n alguna con ellos.
La industrializaci¨®n y la producci¨®n en serie de bienes est¨¢n en los cimientos de nuestro consumismo. Aunque existen, cada vez cuesta m¨¢s toparse con fabricantes que defiendan el orgullo por lo bien hecho. La vanagloria se centra hoy m¨¢s en las cifras del beneficio que en la calidad y oportunidad de los productos. Con frecuencia no se fabrica para ofrecer soluciones, el objetivo es simplemente vender. La obsolescencia programada es fruto de aplicar el ritmo acelerado de renovaci¨®n de la industria de la moda a otros ¨¢mbitos, sobre todo electr¨®nicos, con productos creados con fecha de caducidad. Un anciano de la novela Las correcciones, de Jonathan Franzen, trata de arreglar 2 de las 60 bombillas de un adorno navide?o. No le cabe en la cabeza que sea imposible reemplazarlas y que resulte m¨¢s econ¨®mico comprar otra ristra de 60 que arreglar 2. ?Se pervierte la alegr¨ªa cuando se asocia a las compras? ?Es da?ina la ecuaci¨®n que relaciona adquirir seguridad con estrenar una blusa?
Los objetos que no duran acaban molestando. Son testigos de decisiones fallidas. Como dice Mil¨¢, el mejor dise?o es ¡°lo que acompa?a y no molesta¡±
Desear algo antes de tenerlo puede proporcionar una satisfacci¨®n mayor que el propio regalo. Prestar atenci¨®n a lo menos evidente ¡ªel tacto de telas, pieles y muebles, antes que a su aspecto¡ª supone valorar el trabajo de quien lo hizo. Implica ver en un objeto no ya la mano de su autor, sino las horas y desvelos dedicados a construirlo. Lo que usamos, lo que producimos, lo que compramos y regalamos habla de nuestros valores, pero tambi¨¦n describe las prioridades de nuestra sociedad.
Hoy vivimos en un tiempo de b¨¢sicos. Quien no tiene nada elegir¨ªa como posesi¨®n indispensable lo mismo que quien lo tiene todo: un m¨®vil. Para la mayor¨ªa de nosotros el smartphone es el objeto m¨¢s esencial. Hace dos a?os, el n¨²mero de m¨®viles en el mundo super¨® a la cantidad de habitantes del planeta. Casi un 75% de esos tel¨¦fonos son ¡°inteligentes¡±. Nada quedar¨¢ de ellos pasado un lustro y, sin embargo, han sabido hacerse necesarios. En 10 cent¨ªmetros ofrecen a la vez un tel¨¦fono, un reloj, un ¨¢lbum de fotos, una discoteca, una ventana al mundo, una linterna, un list¨ªn telef¨®nico, una pantalla de televisi¨®n, planos de las ciudades, videojuegos y un ordenador. Pero, sobre todo, ofrecen algo que no se acumula, algo que no parece desordenar, que cabe en cualquier casa y que, sin embargo, se antoja inagotable: comunicaci¨®n e informaci¨®n. No queremos pensar que esa comunicaci¨®n funciona para ambos lados. El mismo m¨®vil que nos hace llegar al mundo nos ubica en el mundo. Es, sin duda, el producto que mejor define el momento: un aparato que nos protege y nos vigila a la vez.
Las nuevas joyas, los nuevos adornos ya no son de oro. Han bajado a vestir los pies. Las deportivas (ll¨¢mense seg¨²n comunidad: bambas, tenis, zapatillas¡) son otro objeto del deseo que, de nuevo, pone de acuerdo a ricos y a pobres. Unas Nike, unas Adidas, unas Puma o unas Asics son una tarjeta de presentaci¨®n, informan de cierto estatus, marcan aparente pertenencia a un grupo, confieren seguridad. Un dise?o funcional, asociado al deporte, a la salud y a la informalidad, se ha convertido en s¨ªmbolo adolescente de estatus. Hoy las deportivas han revolucionado tambi¨¦n la vida en la ciudad. Han conseguido a la vez marcar la pertenencia a un colectivo e individualizar al usuario. Vivimos tiempos de ancianos y ancianas calzados con deportivas. Ese calzado informa sobre nuevas prioridades. Se asocian a una nueva naturalidad, a los nuevos protocolos del vestir (m¨¢s pragm¨¢ticos que decorosos), a nuevas movilidades (bicicleta) y al hecho de que mucha m¨¢s gente camine por la ciudad demostrando que se puede hacer deporte alejado de un gimnasio.
Nuestros objetos saben bien c¨®mo somos, pero la parte simb¨®lica de nuestras cosas describe, en realidad, c¨®mo querr¨ªamos ser. Los restaurantes m¨¢s vanguardistas ya no solo dan de comer. Ofrecen experiencias. El nuevo de Albert Adri¨¤, el Enigma, consigue que los comensales no dejen de moverse. Jam¨®n Experience se llama un local de 2.000 metros cuadrados abierto junto a Las Ramblas de Barcelona, como si probar una buena paletilla requiriese otra acci¨®n m¨¢s all¨¢ de cortarla y abrir la boca. Tambi¨¦n hay viajes a islas remotas que ofrecen a millonarios vivir sin agua corriente ni electricidad: como Robinson Crusoe. M¨¢s experiencias.
Ahora que los relojes de pulsera no son tan necesarios, porque est¨¢n en el ordenador, en el microondas o en el m¨®vil, la industria relojera vende m¨¢s que nunca. La hora ha dejado de importar. Los relojes se han convertido en adorno. Es la parte simb¨®lica, no la precisi¨®n de la maquinaria, lo que los define. De nuevo, la mano del artesano decide la exclusividad y marca el estatus. As¨ª, las normas del juego del consumo parecen estar cambiando. Los j¨®venes ya no acumulan. Han aprendido a restar, es decir, a elegir: poco, pero mejor elegido. Con menos pertenencias, su vida ha ganado movilidad. Consciente o inconscientemente, parecen prepararse para d¨¦cadas de mayor densidad urbana, de viviendas m¨¢s peque?as, de mayor movilidad laboral, para un tiempo en el que la temporalidad y la permanencia van a ver cuestionados sus valores.
Los cambios llegan poco a poco. Y, cuando son necesarios, terminamos asumi¨¦ndolos con naturalidad. En la ¨²ltima d¨¦cada hemos visto desaparecer las bolsas de pl¨¢stico de los supermercados (por lo menos las gratuitas) y hemos regresado al modelo de la panader¨ªa de nuestra infancia: la bolsa de tela, la mejor para conservar el pan. Tambi¨¦n hemos visto c¨®mo el tabaco sal¨ªa de los bares, de las aulas universitarias y de los aviones, y c¨®mo las galer¨ªas de arte venden tanta cer¨¢mica como lienzos. Lo imperfecto en un florero ha pasado a ser una marca de la producci¨®n singularizada, no seriada, individualizada y artesanal.
La urgencia de cuestionar el exceso de producci¨®n obliga a elegir y, m¨¢s all¨¢ de las zapatillas y los m¨®viles, el producto a la carta y personalizado tiene ahora fuerza para competir. Est¨¢ en el ADN de algunas culturas. En muchas viviendas finlandesas coleccionan vasos de la marca Iittala con los que forman una vajilla. Ese construir poco a poco es parte de su tradici¨®n. Ampl¨ªan la cristaler¨ªa de a?o en a?o, d¨¢ndole importancia a cada vaso, aumentando el n¨²mero a medida que crece la familia. Los objetos que no duran acaban molestando. Son testigos inc¨®modos de decisiones fallidas. Tambi¨¦n lo son los que duran sin tener la discreci¨®n, la calidad y el valor que necesita un objeto para durar. El dise?ador Miguel Mil¨¢ lo resume en la frase con la que describe el mejor dise?o: ¡°Lo que acompa?a y no molesta¡±. Eso es lo que se queda.
Se necesita cierta madurez para decidir lo que a uno le gusta. En realidad, m¨¢s que una decisi¨®n es una intuici¨®n. As¨ª, aunque no compramos lo caro cuando ten¨ªamos m¨¢s dinero, tal vez ahora que sabemos que no vamos a tener mucho m¨¢s, s¨®lo veamos sentido a comprar lo bueno, lo que nos va a servir para algo o lo que no nos llevar¨¢ a preguntarnos ma?ana ?c¨®mo se me ocurri¨® comprar esto??
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