El buen terrorista
La serie brit¨¢nica 'Gunpowder' reabre un viejo debate: ?es l¨ªcita la violencia contra los grandes criminales de la historia?
Los trajes de ¨¦poca disimulan un poco; el esp¨ªritu se ve contempor¨¢neo. Gunpowder (P¨®lvora)?es una serie, es inglesa, es de la televisi¨®n estatal ¨Cque all¨ª llaman, para darnos envidia, BBC¨C y supo sorprenderme. Para empezar, porque solo dura tres cap¨ªtulos: frente a tanta retah¨ªla pensada para agonizar durante a?os, una que construya desde el principio su fin se merece un respeto. Para seguir, porque el actor que la protagoniza, Kit Harington, de una vez y para siempre Jon Snow, es tambi¨¦n descendiente del personaje que interpreta, un noble del siglo XVI: me hace sentir ¨Cmigrante e hijo de migrantes¨C, tan reciente. Pero, sobre todo, porque en Gunpowder el malo es el Estado y los buenos son los terroristas.
Gunpowder cuenta el famoso Complot de la P¨®lvora, noviembre de 1605, cuando un grupo de cat¨®licos quiso volar el Parlamento de Londres, donde estar¨ªan el rey, la reina y dem¨¢s cabecillas de un gobierno que persegu¨ªa a los suyos. Su intento es conocido, su fracaso tambi¨¦n; la serie, sin embargo, se pone de su lado y te hace desear que lo consigan: es extra?o.
Ning¨²n tema p¨²blico ha concentrado m¨¢s esfuerzos en las ¨²ltimas d¨¦cadas que la construcci¨®n del enemigo terrorista. El siglo XXI empez¨® el 11 de septiembre de 2001, cuando unos islamistas se inventaron un arma y los Estados Unidos encontraron la mejor forma de justificar sus necesidades de control. Gracias al enemigo terrorista millones aceptaron guerras por mentiras confusas, gracias al enemigo terrrorista ya ni pensamos en subirnos a un avi¨®n sin tener que demostrar que somos inocentes, gracias al enemigo terrorista concedemos a los estados unos derechos de espionaje que no exist¨ªan sin ¨¦l: gracias al enemigo terrorista queremos que nos cuiden, nos controlen.
El enemigo terrorista existe, por supuesto. Pero para constituirlo en el mal absoluto hubo que simplificar un poco todo. Hubo que definir que eran malos mal¨ªsimos y/o idiotas idiot¨ªsimos o fan¨¢ticos como nunca hubo, y hubo, sobre todo, que postular que todo uso pol¨ªtico de la violencia es condenable a priori: ¡°Matar por un ideal es un crimen¡±, dice, por ejemplo, Fernando Aramburu. Los absolutos son soluciones de facilidad: si algo no tiene matices no necesita ser discutido, es pura orden, orden puro. El problema es cuando alguien dice: ¡°En ciertos casos matar por un ideal es un crimen¡±, porque significa que en ciertos casos matar por un ideal no termina de serlo y se puede considerar ¨Cy hay que empezar a discutir cu¨¢les son esos casos y todo se complica. Empezar a pensar, por ejemplo, si era mejor que Hitler se quedara con Europa y siguiera masacr¨¢ndola o resistir y poner bombas contra ¨¦l; si era mejor, por otro ejemplo, que un rey espa?ol fuera due?o del Per¨² o pelear para hacer un pa¨ªs independiente. Entonces todo se complica: ?qui¨¦n tiene derecho a decir qu¨¦ violencia es leg¨ªtima y cu¨¢l no? ?Qu¨¦ fines justifican qu¨¦ medios? Es un debate y, como todo debate, es un peligro.
As¨ª que nos acostumbramos a aceptar absolutos, y los relatos se amontonan para confirmarlos y confirmarnos en nuestras convicciones sin debate, y de pronto aparece una serie donde el poder y los poderosos se presentan repugnantes ¨Cenga?an, torturan, matan, descuartizan¨C y justifican la violencia de unos hombres piadosos, queribles, puros, tan puramente decididos a venerar con bombas al verdadero dios.
¨CNo deber¨ªa sorprenderle que esos que usted persigue se revuelvan contra usted.
Le dice un sacerdote muy cat¨®lico, m¨¢s bueno que Lassie, a sir Robert Cecil, ministro del rey, un se?or taimado y contrahecho, hecho para que el espectador lo odie y lo desprecie. Y el ministro le promete m¨¢s torturas, m¨¢s muertes, y el espectador querr¨ªa que esa bomba s¨ª explotase. Despu¨¦s quiz¨¢ se haga un par de preguntas. O no, por si las moscas.
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