Alentar pasiones
Que un buen maestro te puede ayudar a resolver tu futuro, el autor lo aprendi¨® a los ocho a?os, en una ciudad de Per¨². El profesor Martos lo anim¨® a seguir escribiendo
A MI QUERIDO PROFESOR Martos: Es la primera vez que le escribo a un muerto, aunque los escritores jam¨¢s dejamos de invocarlos. Me disculpar¨¢ que lo use como pretexto para reafirmar mi procedencia, pues tengo la ilusi¨®n a?adida de que alg¨²n hijo o nieto suyo lea estas l¨ªneas.
Cuando lo conoc¨ª, yo ten¨ªa ocho a?os. Una ciudad norte?a de Per¨², un colegio cat¨®lico de varones. ?Qu¨¦ edad ten¨ªa usted? ?Cuarenta? Tambi¨¦n ten¨ªa los modales serenos, la parsimonia al borrar la pizarra, una cara que tend¨ªa a lo rosa y un leve canto andino que encerraba un castellano bien hablado.
Yo ven¨ªa algo herido del a?o anterior. El tutor precedente, un tipo apellidado Burgos, tan seboso como el queso, ten¨ªa una curiosa forma de ense?arnos: a primera hora nos hac¨ªa alinear frente a ¨¦l con las palmas hacia arriba y nos encajaba c¨¢lculos al azar: ¡°?Trece m¨¢s nueve!¡ ?Quince menos ocho!¡±.
Si no respond¨ªamos al instante, ?zum!, la regla de madera nos quemaba las manitas.
Se sobreentiende que despu¨¦s de ese a?o de temblores, el amor que pude tenerle a las matem¨¢ticas no volvi¨® jam¨¢s.
Usted, profesor Martos, no era un d¨¦spota que descargaba sus frustraciones en unos ni?os. Si sufr¨ªa, lo hac¨ªa en silencio. Y si gozaba, racionaba sus sonrisas. Parec¨ªa haber bebido un botell¨®n de agua de azahar antes de cada clase.
Un d¨ªa nos pidi¨® redactar una composici¨®n sobre el d¨ªa del maestro, pues el libro de texto as¨ª lo requer¨ªa. Cogimos nuestros l¨¢pices y, entre el rumor de los carboncillos, usted extravi¨® la vista en la ventana y, cuando termin¨® la clase, se llev¨® nuestros escritos.
Al d¨ªa siguiente nos llam¨®, uno a uno, a su pupitre. Yo me acerqu¨¦ sin ninguna expectativa. Usted me mir¨®, profesor, y su sonrisa fue franca. Lo s¨¦, porque eran sus ojos los que sonre¨ªan.
¡ªTe felicito ¡ªme dijo¡ª. Escribes muy bien.
Me sonroj¨¦.
¡ªIncluso has usado a los amautas como ejemplo. Sigue as¨ª, por favor.
No fue tanto lo que dijo, profesor, sino c¨®mo me lo dijo.
Aquella fue la primera vez que alguien me advirti¨® que ten¨ªa alg¨²n talento para escribir. No lo sab¨ªa usted ¡ªy menos lo sab¨ªa yo¡ª, pero su comentario abri¨® una puerta que me condujo por un largo pasillo que tiempo despu¨¦s desembocar¨ªa en mi identidad. ?No es eso lo que hacen los maestros de verdad? No transfieren conocimiento, pues eso lo hace cualquiera: alientan en uno el descubrimiento de la pasi¨®n que llevamos sin saberlo.
D¨ªas despu¨¦s usted lleg¨® a clase algo contrariado y, en un momento dado, empezamos a hablar de las profesiones que existen en el mundo. De pronto, usted nos lanz¨® un triste consejo.
¡ªNi?os, nunca sean maestros.
Sin duda, la precariedad dom¨¦stica hablaba por usted.
Mis ojos se han humedecido y el espacio se acorta.
Solo me resta decirle, profesor Martos, si le sirve de consuelo, que conmigo usted encauz¨® una vida.
Imagine las que saldr¨ªan a la luz si el resto de sus chiquillos escribieran una carta como esta.?
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