El semejante
Los debates de opini¨®n no pueden fundar una ¨¦tica. Es precisa una educaci¨®n sentimental que nos acerque al otro
"?Puede un hecho fundar y justificar una ¨¦tica?¡±, se preguntaba Jacques Derrida al reflexionar sobre la idea del semejante. ¡°Es un hecho que experimento, en este orden, m¨¢s obligaciones para con aquellos que comparten mi vida de cerca (los m¨ªos, mi familia, los franceses, los europeos, aquellos que hablan mi lengua o comparten mi cultura, etc¨¦tera). Pero este hecho nunca habr¨¢ fundado un derecho, una ¨¦tica o una pol¨ªtica¡±.
Y es que lo que ¡°de hecho¡± ocurre es que lo que nos importa es tan solo lo que nos concierne. Y lo que hoy en d¨ªa nos pone a salvo de que todo lo que ocurre en el mundo nos concierna es que lo recibimos por los mismos medios y en el mismo recuadro en el que recibimos la ficci¨®n. Nos pone a salvo el hecho de que las emociones generadas por lo que vemos en la pantalla sean las propias del espect¨¢culo, emociones transformadas por la representaci¨®n y, por tanto, neutralizadas en cuanto germen de rebeld¨ªa. Porque si recibi¨¦semos lo representado no ¡°en directo¡±, sino directamente, es decir, en presencia viva, el impacto ser¨ªa de tal magnitud (o al menos eso quiero pensar) que no nos dejar¨ªa indiferentes en nuestra diferencia. De repente nos sentir¨ªamos concernidos. De repente el otro, los otros, todo lo otro habr¨ªa saltado la valla.
La moral del semejante deriva de una antigua f¨®rmula de reciprocidad: no le hagas al pr¨®jimo (pr¨®ximo) lo que no quieras para ti, compartida por muchas tradiciones. La encontramos tanto en las Analectas de Confucio como en el Mahabharata, en el Talmud o en Libro de Tob¨ªas. Era una f¨®rmula sin duda eficaz dentro de un cerco restringido, pero ineficaz en un mundo global que tenga conciencia de que todos y todo ¡ªlo que llamamos vivo y lo que no¡ª est¨¢ relacionado y es interdependiente.
La moral del semejante crea el diferente, aquel del que tenemos que defendernos. Siempre que hay pr¨®jimo (hermano, pr¨®ximo, igual) hay otro y, entre ambos, fronteras que designan y circundan lo propio, y donde hay propiedad hay codicia, y donde hay codicia hay guerra. En un mundo global hemos de pensar en t¨¦rminos ya no de moral, sino de ¨¦tica, que es algo bien distinto. La moral es un conjunto de costumbres o reglas de convivencia; la ¨¦tica es un habitar. La primera defiende lo que creemos que nos pertenece; la segunda, cuida el lugar al que todos pertenecemos. Pasar de la moral a la ¨¦tica implica necesariamente ensanchar el marco de pertenencia. Y esto no puede hacerse de otra manera que entendiendo lo que a todos nos asemeja: el hambre, el miedo, el dolor, la p¨¦rdida. A menudo he hablado de una ¨¦tica de la compasi¨®n. Soy consciente de que la palabra est¨¢ lastrada y presta a equ¨ªvoco. Puede confundirse con la piedad, concepto con el cual no tiene, sin embargo, nada que ver, o con el sentimentalismo, del cual se aleja por completo. Compadecer es comprender que todo, en este universo, responde a las mismas leyes. Aparici¨®n y desaparici¨®n y, entretanto, el esfuerzo por sobrevivir. ?C¨®mo no aplicar, entonces, la f¨®rmula de reciprocidad a cada uno de estos ef¨ªmeros conglomerados de part¨ªculas (cuerpos, le llamamos) que luchan desesperadamente por mantenerse unidos por m¨¢s tiempo?
Nada menos racional que las opiniones. Es tiempo de recordar la antigua distinci¨®n plat¨®nica entre la opini¨®n y el saber
Del yo al nosotros hay un largo camino. No es de tierra ni de asfalto, tampoco cruza fronteras ni las salta. Es un camino inverso. O invertido, seg¨²n c¨®mo uno se sit¨²e con respecto a s¨ª mismo. Porque es preciso desplazar al yo en cierta medida para que quepan otros dentro del cerco. Dentro del cerco est¨¢ lo que creemos que nos pertenece: mi vida, mi pareja, mi familia, mi grupo, mi pa¨ªs, mi especie, mi planeta, mi universo... No nos damos cuenta de hasta qu¨¦ punto el mundo y la (im)propia vida se nos escapan de entre los dedos. Pero el mi es fuerte, se adhiere a lo que nos rodea con la misma intensidad con que los sentimientos se adhieren a las opiniones con las que nos manifestamos. ¡°Yo siento¡±, decimos. En los sentimientos creemos. Y ellos dictan el pensar, el habla, la acci¨®n.
Nada menos ecu¨¢nime que los sentimientos. Nada menos racional, por eso, que las opiniones. Es tiempo de recordar la antigua distinci¨®n plat¨®nica entre la opini¨®n (doxa) y el saber (episteme). Ning¨²n debate de opini¨®n conduce a pensar y a actuar correctamente porque la opini¨®n nunca parte de una premisa sopesada y ecu¨¢nime. Nada menos ¨¦tico, por tanto, que un debate de opini¨®n. Y nada m¨¢s vulnerable y manipulable que un individuo que no sea capaz de pensar con neutralidad sentimental. Y es que sin neutralidad emocional no hay di¨¢logo posible, no hay dial¨®gica, no hay pol¨ªtica. Solo combate.
No, ni los hechos pueden justificar una pol¨ªtica, ni los debates de opini¨®n fundar una justicia o una ¨¦tica. De ah¨ª la necesidad, acuciante, de un aprendizaje en ese sentido. Una educaci¨®n senti-mental que nos ense?e a tomar distancia del m¨ª, del nos, en definitiva, del miedo.
Chantal Maillard es escritora.
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