No tienen suerte
Parece que hubiera una legi¨®n de ¡°sexadores¡± mir¨¢ndole el sexo a todo: a la literatura, al cine, a los consejos de administraci¨®n, a los ministerios
EST? VISTO que las mujeres no tienen suerte. Durante siglos han estado sojuzgadas (si hablo en pasado es porque me refiero s¨®lo a las occidentales), no se les ha permitido estudiar ni trabajar (con la inmensa excepci¨®n de las clases pobres, que se han deslomado desde la ni?ez), se les han puesto trabas para desarrollar actividades art¨ªsticas y cient¨ªficas o no se las ha tomado en serio; han sufrido condescendencia y paternalismo, y lo que hac¨ªa una mujer se equiparaba con lo que hac¨ªa un cr¨ªo avispado: mira qu¨¦ gracioso, no est¨¢ exento de m¨¦rito. En Espa?a fueron menores de edad, literalmente, hasta que Franco se fue a la tumba y los franquistas a sus casas. Necesitaban autorizaci¨®n del marido o del padre para las cosas m¨¢s inveros¨ªmiles, abrir una cuenta corriente, sacarse un pasaporte, tener un empleo remunerado. Yo conoc¨ª a algunas que, una vez alcanzada la mayor¨ªa, prefirieron no casarse para gozar de libertad y autonom¨ªa. No estaban dispuestas a verse bajo la tutela de un individuo, por m¨¢s que la mayor¨ªa de los maridos ¡ªjusto es reconocerlo¡ª no la ejercieran de facto. Entre personas civilizadas no exist¨ªan esas prohibiciones conyugales. Pero el mero hecho de que existieran por ley bastaba para que algunas no quisieran correr riesgos y renunciaran conscientemente a hijos y familia propia. Eleg¨ªan ser lo que entonces se llamaba ¡°una solterona¡±. No hab¨ªa ¡°sexismo¡± en el t¨¦rmino, ya que tambi¨¦n se utilizaba en masculino para los varones, a menudo acompa?ado del vocablo ¡°empedernido¡±, lo cual transmit¨ªa la idea err¨®nea de que los ¡°solterones¡± lo eran por su voluntad y por aversi¨®n al compromiso, mientras que las ¡°solteronas¡± se conformaban con su falta de ¨¦xito o su mala fortuna. Sin duda hab¨ªa casos as¨ª (como hab¨ªa hombres que s¨®lo hab¨ªan recibido calabazas a lo largo de sus vidas); pero ya digo que conoc¨ª, de ni?o, a no pocas j¨®venes inteligentes, atractivas y solicitadas que lo ¨²ltimo que deseaban era tener a su lado a alguien con autoridad sobre ellas, as¨ª fuese respetuoso y civilizado.
Todo esto fue cambiando desde el inicio de la democracia, y durante cuarenta a?os, con constancia, las cosas se fueron normalizando. Quedan todav¨ªa vestigios inadmisibles, como la menor paga de una mujer por el mismo trabajo que hace un hombre. Eso, seg¨²n nuestras leyes, no puede darse, pero lo cierto es que se da en muchos lugares. La normalizaci¨®n consist¨ªa ¡ªy esa era la justa aspiraci¨®n feminista¡ª en que el sexo resultara indiferente. En que no se juzgara nada en funci¨®n de ¨¦l. Ni la capacidad, ni la competencia, ni el talento, ni el m¨¦rito o el dem¨¦rito. Entre mis colegas escritoras, por ejemplo, lo que m¨¢s las irritaba era que se las llamara a conversar con otras autoras sobre ¡°literatura femenina¡± o ¡°de mujeres¡±. Se?alaban con raz¨®n que a los novelistas nadie nos reun¨ªa para que habl¨¢ramos de ¡°literatura de varones¡±. Eso indicaba que todav¨ªa, pese a todo ¡ªpese a Emily Bront? y Jane Austen, Madame de S¨¦vign¨¦, George Eliot y Pardo Baz¨¢n, unas pocas cl¨¢sicas¡ª, el que las mujeres escribieran se ve¨ªa como algo cercano a una curiosidad, por no decir a una anomal¨ªa. Era como si se las confinara a un ghetto. Recuerdo que a Rosa Chacel, a la que trat¨¦ desde la infancia, la sacaban de quicio estas distinciones. Ella no se sent¨ªa en la estela de esas autoras y de Charlotte Bront?, Virginia Woolf, Colette e Isak Dinesen ¡ªlas supuestamente mejores¡ª, o no s¨®lo. Se sent¨ªa tambi¨¦n en la de Conrad, Flaubert, Proust, Valle-Incl¨¢n, Dickens y Tolstoy.
Esa tendencia se ha ido al traste, y esta vez por imposici¨®n del ¨²ltimo feminismo. Parece que hubiera una legi¨®n de ¡°sexadores¡± mir¨¢ndole el sexo a todo: a la literatura, al cine y a la televisi¨®n, a la m¨²sica y al teatro, a los consejos de administraci¨®n y a los ministerios, a la justicia y a la ciencia y a la ense?anza. Continuamente se se?ala el n¨²mero de mujeres que intervienen en algo, y, casi por sistema, se subrayan y ensalzan sus contribuciones. Si antes hab¨ªa ninguneo ¡ªhasta cierto punto¡ª, ahora se va a marchas forzadas hacia el enaltecimiento indiscriminado, lo cual constituye otra forma de ghetto. Si yo fuera una mujer a lo Rosa Chacel, por seguir con su ejemplo, creo que estar¨ªa cabreada con una parte de mis cong¨¦neres. Han hecho tanto hincapi¨¦ en el sexo de las personas, destacando las bondades del suyo, que cuando uno lee el en¨¦simo elogio, ya no sabe si es sincero o si responde s¨®lo a una ¡°pol¨ªtica de elevaci¨®n¡±, a una incesante campa?a de veneraci¨®n o ll¨¢menlo como quieran. En los ¨²ltimos a?os se han saludado tant¨ªsimas obras maestras de escritoras ¡ªsobre todo estadounidenses y argentinas¡ª, que, de creer a los cr¨ªticos y a los colegas, no sabr¨ªa por d¨®nde empezar y tendr¨ªa lectura obligada para varias d¨¦cadas. Como mi tiempo es limitado y debo emplearlo con tiento, el resultado es que pongo entre par¨¦ntesis o en cuarentena todas esas en¨¦rgicas loas y aguardo a ver qu¨¦ queda y se consolida. No es que yo sea ¨ªndice de nada, pero me temo que no soy el ¨²nico ¡ªni la ¨²nica¡ª que contempla con justificable escepticismo la avalancha de maravillas por sexo. Y una vez m¨¢s, me parece, son las mujeres las que salen perdiendo.?
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