Solo el n¨²mero 174.517 en la tumba de Primo Levi recuerda su paso por Auschwitz
La sepultura del escritor jud¨ªo, en el cementerio de Tur¨ªn, recuerda su paso por el campo de concentraci¨®n de Auschwitz
AL LLEGAR AL Cementerio Monumental de Tur¨ªn pregunto a una empleada por la tumba de Primo Levi. De la localizaci¨®n de las tumbas de familiares se ocupan en la oficina de informaci¨®n, responde. La segunda empleada a la que consulto s¨ª sabe a qui¨¦n busco y me da instrucciones detalladas. La l¨¢pida es muy sencilla, dice, no le ser¨¢ f¨¢cil encontrarla.
El cementerio no lleva en vano el adjetivo ¡°Monumental¡±: estatuas de pr¨®ceres mirando el futuro que ya no tienen, marm¨®reos mausoleos de barroquismo ecl¨¦ctico o de simplicidad art d¨¦co. Sin embargo, en la secci¨®n jud¨ªa donde se encuentra la tumba de Levi todo es sobrio, humilde. La b¨²squeda no habr¨ªa sido tan complicada si me hubiesen advertido de que la l¨¢pida se encuentra a la sombra de dos arces japoneses de hojas color ¨®xido. Es peque?a (lo que me hace pensar en el cuerpo del tambi¨¦n peque?o Levi), rodeada de grava blanca y de hiedra recortada.
La l¨¢pida no informa de que all¨ª yace un partisano antifascista, ni un qu¨ªmico, ni un inmenso escritor, aunque fue todas esas cosas. Y s¨®lo el n¨²mero 174.517 recuerda su paso por Auschwitz. Por lo dem¨¢s, nombre, fechas de nacimiento y defunci¨®n (1919-1987) y el acr¨®nimo con alfabeto hebreo de la frase: ¡°Que su alma est¨¦ atada al haz de la vida (eterna)¡±.
Primo Levi no era un hombre religioso; si para Adorno la poes¨ªa despu¨¦s de Auschwitz era b¨¢rbara, para Levi resultaba imposible creer en un Dios que permitiese tal horror. No s¨¦, entonces, si fue ¨¦l quien quiso la inscripci¨®n que parafrasea un texto del libro de Samuel. Tampoco si pidi¨® que la losa llevase grabado el n¨²mero con el que le marcaron en el campo de concentraci¨®n y no averiguaremos ya, si fue esa marca imborrable, la que lo llevar¨ªa al probable suicidio. Incluso la muerte de un escritor que ha usado su vida como materia esencial de sus obras nos deja un sinf¨ªn de silencios.
Nadie le ha llevado flores recientemente, aunque se cumplan 100 a?os de su nacimiento. Nadie ha depositado guijarros sobre su l¨¢pida para atestiguar que lo han visitado. Durante la hora que pasamos all¨ª, ni una persona se acerca. Solo tres hormigas recorren el m¨¢rmol, rehaciendo una y otra vez el camino. Mi compa?era y yo recordamos en silencio el impacto que nos caus¨® la lectura de La tregua o de Si esto es un hombre. Conmovidos por el recuerdo de ese sufrimiento que a¨²n hay quien desear¨ªa silenciar: d¨ªas atr¨¢s, en Perugia, descubrimos una placa en la que se recordaba a la comunidad jud¨ªa de la ciudad, desaparecida por ¡°vicisitudes de la historia¡±, una sonora expresi¨®n para camuflar la persecuci¨®n, el asesinato y la deportaci¨®n a los campos de exterminio. Esa ¡°vicisitud¡± que llevar¨ªa a Levi y millones de jud¨ªos a padecimientos inimaginables.
Mi compa?era deposita un guijarro sobre la l¨¢pida. De pronto, caigo en la cuenta de que no me he cubierto la cabeza, como exige la tradici¨®n jud¨ªa. A Primo Levi no le habr¨ªa ofendido.?
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