Usted no odia a otros, se odia a s¨ª mismo
El enemigo que vemos en los dem¨¢s suele encontrarse originariamente en nuestro interior. Arno Gruen, uno de los psic¨®logos sociales m¨¢s prestigiosos de Alemania, examina la ra¨ªz de la violencia humana
Klaus Barbie, el carnicero de la Gestapo en Lyon, quien tortur¨® hasta la muerte al combatiente de la Resistencia francesa Jean Moulin, dijo en una entrevista con Neal Ascherson en 1983: ¡°Cuando interrogu¨¦ a Jean Moulin, tuve la sensaci¨®n de que ¨¦l era yo¡±. Es decir, lo que aquel asesino le hizo a su v¨ªctima se lo hizo en cierto modo a s¨ª mismo.
A lo que quiero llegar es a lo siguiente: el odio a los dem¨¢s siempre tiene algo que ver con el odio a uno mismo. Si queremos entender por qu¨¦ las personas torturamos y humillamos a otras personas, antes tenemos que analizar lo que detestamos en nosotros mismos. Pues el enemigo que creemos ver en otras personas tiene que encontrarse originariamente en nuestro propio interior. Queremos acallar esa parte de nosotros mismos aniquilando a ese otro que nos la recuerda porque se parece a nosotros. Solo de esa forma podemos mantener alejado aquello que en nosotros mismos se ha vuelto ajeno. Solo as¨ª podemos vernos como personas dignas. Este proceso interior que intento describir es omnipresente y nos afecta de un modo u otro a cada uno de nosotros. Quisiera ilustrarlo ahora con un par de ejemplos de mi pr¨¢ctica profesional.
Un paciente me cuenta una vivencia de su infancia. Ten¨ªa cinco a?os cuando su padre se permiti¨® gastarles una broma a dos conocidos que eran hermanos. El padre llam¨® a los dos hermanos (viv¨ªan en casas distintas) para comunicarles que el otro hermano hab¨ªa sufrido un accidente. Al parecer, le parec¨ªa gracioso imaginarse a los dos hermanos corriendo absolutamente aterrados para finalmente darse de narices el uno contra el otro a medio camino. Y eso fue exactamente lo que pas¨®.?
Ese hombre, a quien todo el mundo apreciaba por ser un padre bueno y cari?oso, negaba sus motivaciones s¨¢dicas. Su dedicaci¨®n y su cuidado eran solo una pose con la que encubr¨ªa lo que en realidad caracterizaba la relaci¨®n con su hijo, a saber, la falta de sensibilidad y de empat¨ªa. Aunque de ni?o el paciente fue expuesto a experiencias dolorosas e hirientes como la descrita, como adulto a menudo se comportaba exactamente igual que su padre. Un d¨ªa fue invitado a cenar en casa de un hombre discapacitado. Ese hombre le cont¨® una an¨¦cdota en la que un taxista le hab¨ªa ofendido a causa de su desvalimiento, y le habl¨® del sentimiento de miedo y de desamparo que hab¨ªa tenido (el hombre era parapl¨¦jico). En la sesi¨®n de terapia el paciente cont¨®, lleno de orgullo, que hab¨ªa demostrado a su anfitri¨®n la agresividad con que se habr¨ªa impuesto ¨¦l en aquella situaci¨®n. Ya no ten¨ªa acceso a su propia sensibilidad ni a su miedo; por el contrario, rechazaba esos sentimientos, al igual que su padre, por considerarlos una debilidad (¡).
Una estudiante de un curso sobre terapia me pregunta durante una clase: ¡°?C¨®mo puede ser que yo misma, al trabajar con asilados, tenga de pronto pensamientos racistas? Anteayer habl¨¦ con un grupo de j¨®venes albanos. Algunos dijeron: ¡®Quiero una plaza de aprendiz¡¯. Entonces tuve la sensaci¨®n de que eran unos extranjeros arrogantes. Ahora, con su conferencia, de repente me ha vuelto a la mente algo antiguo y olvidado: me obligaban siempre a decir querr¨ªa en lugar de quiero. Por eso odi¨¦ a aquellos j¨®venes albanos, por algo que aprend¨ª a odiar en m¨ª¡±.?
¡°El combatiente¡±, escribe Barbara Ehrenreich en Ritos de sangre (1997), ¡°busca al enemigo y encuentra personas que de forma determinante son reconocibles como ¨¦l mismo¡±. En su libro El honor del guerrero (1998), Michael Ignatieff reproduce una conversaci¨®n que tuvo con un guerrillero serbio en una casa de labranza en el este de Croacia: ¡°Me atrevo a expresarle que no soy capaz de diferenciar entre un serbio y un croata, y le pregunto: ¡®?Por qu¨¦ piensas que eres tan diferente?¡¯. ?l mira a su alrededor con desd¨¦n y coge un cigarrillo de su americana color caqui: ¡®?Lo ves? Esto son cigarrillos serbios. All¨ª enfrente (¡) fuman cigarrillos croatas ¡¯. ¡®Pero ambas cosas son cigarrillos, ?no? ¡¯. ¡®?Los extranjeros no entend¨¦is nada!¡¯. Se encoge de hombros y se pone de nuevo a limpiar su metralleta Zavosto. Pero, al parecer, la pregunta le ha irritado. Pasados unos minutos, tira su arma sobre la cama que est¨¢ entre nosotros y dice: ¡®Quiero decirte c¨®mo lo veo. Los de all¨ª enfrente quieren ser se?oritos. Se consideran europeos modernos. Pero te digo una cosa: todos somos mierda balc¨¢nica¡¯.?
Ignatieff sigue diciendo: o sea, primero me da a entender que croatas y serbios no tienen nada en com¨²n. Todo es diferente, hasta los cigarrillos. Pero un minuto m¨¢s tarde dice que el problema real de los croatas es que se creen ¡°mejores que nosotros¡±. Al final llega a esta conclusi¨®n: en realidad todos somos lo mismo.
En su ensayo El tab¨² de la virginidad, escribi¨® Freud en 1918: ¡°Precisamente las peque?as diferencias (entre personas) son, cuando hay otras semejanzas, el origen de los sentimientos de extra?eza y hostilidad entre ellas¡±. ?Por qu¨¦, se pregunta Ignatieff, los hermanos se odian con m¨¢s vehemencia que los desconocidos? ?Por qu¨¦ los hombres y las mujeres siempre destacan sus diferencias, a pesar de que su material gen¨¦tico es id¨¦ntico, salvo uno o dos cromosomas? Su necesidad de marcar los l¨ªmites entre s¨ª parece ser tan grande que niegan coincidencias innegables, como la capacidad intelectual, y las presentan de otra forma, pese a que est¨¢ demostrado desde hace tiempo lo contrario.?
La pregunta que est¨¢ detr¨¢s de todo ello es la siguiente: ?por qu¨¦ percibimos las peque?as diferencias como una amenaza? ?C¨®mo se llega a la paradoja de que vemos a otro ser como alguien extra?o cuando es parecido a nosotros? Cuanto m¨¢s cercanas son las relaciones entre grupos humanos, m¨¢s hostiles son, previsiblemente, esos grupos unos con otros. Son los puntos en com¨²n los que hacen que las personas luchen entre s¨ª, no las diferencias.?
Ya sean genocidios, torturas o la humillaci¨®n cotidiana que sufren los ni?os por parte de los padres, todos estos ejemplos de violencia y odio tienen algo en com¨²n: el sentimiento de repulsi¨®n ante lo otro, lo ¡°extra?o¡± o ¡°ajeno¡±. Quienes lo perpetran se consideran ¡°personas¡±, mientras que los dem¨¢s no merecen este calificativo. El otro es degradado a Unmensch, al nivel de las bestias. Es como si, mediante este proceso, uno se purificara a s¨ª mismo. Menospreciando y atormentando a otras personas, uno se libera de la sospecha de no ser inmaculado. El hecho de ser puro o de estar manchado pasa a ser una caracter¨ªstica que diferencia a quienes son personas de aquellos que no lo son. As¨ª, se desplaza la percepci¨®n a lo abstracto. El otro ya no es considerado en su condici¨®n humana individual. Ahora es ¨²nicamente componente de un grupo. Sus conductas, actitudes y sentimientos concretos desaparecen del campo visual y, en cambio, su personalidad se reduce a un solo atributo: la pertenencia al grupo. Esta abstracci¨®n imposibilita ver al otro con empat¨ªa.
Arno Gruen (1923-2015) fue un destacado psic¨®logo y psicoanalista suizo-alem¨¢n. Este texto forma parte de ¡®El extra?o que llevamos dentro. El origen del odio y la violencia en las personas y las sociedades¡¯ que Arpa publica en espa?ol el 19 de junio. Traducci¨®n de Arnau Figueras Deulofeu.
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