Un d¨ªa en cayuco con los pescadores de Saint Louis
Esta es la cr¨®nica de 24 horas faenando con siete marineros en la costa de Senegal. Son j¨®venes que nacieron rodeados de mar y que desde ni?os han ligado su destino al oc¨¦ano en una brega diaria a vida o muerte en embarcaciones artesanales.
Son las ocho de la tarde y el inmisericorde sol ya est¨¢ en ca¨ªda libre hacia el horizonte. Siete j¨®venes est¨¢n de pie dentro de una barca de 20 metros de eslora que se bambolea arriba y abajo. A su alrededor, solo el oc¨¦ano infinito. En ese preciso instante en que el tiempo queda suspendido, a bordo comienza una coreograf¨ªa mil veces repetida. El capit¨¢n, Adama Ndiaye, se pone al tim¨®n mientras los dem¨¢s van echando las redes al agua. El sudor se mezcla con el salitre. El fren¨¦tico revuelo termina dos horas despu¨¦s, rodeados ya de las sombras de la noche. ¡°Ahora vamos a cenar¡±, dice Saliou Ndiaye con una sonrisa franca. Est¨¢n a unos 70 kil¨®metros de la costa, de donde salieron pasado el mediod¨ªa. No regresar¨¢n hasta el d¨ªa siguiente, con las redes llenas de sardinas, jureles y chicharros. Estos son los c¨¦lebres pescadores de la ciudad de Saint Louis, en el norte de Senegal, chicos que nacieron rodeados de mar por todos los costados. Trabajan duro, se enfrentan a diario a un oc¨¦ano que les da el sustento, pero que tambi¨¦n les roba la vida. Medio millar de ellos han muerto en los ¨²ltimos 15 a?os tragados por las olas.
La jornada hab¨ªa empezado por la ma?ana en Guet Ndar, el barrio de los pescadores, un asentamiento con una de las mayores densidades de poblaci¨®n de toda ?frica occidental. Encajonado entre el mar y la desembocadura del r¨ªo Senegal en una franja de tierra de apenas 200 metros de ancho conocida como la Lengua de Berber¨ªa, unas 30.000 personas viven y mueren aqu¨ª con el pescado como santo y se?a. Los ni?os corretean entre las calesas de caballos que circulan por la ¨²nica calle asfaltada mientras los ancianos conversan a refugio de cualquier sombra, recordando quiz¨¢ sus viejas historias de pesca, a?orando tiempos mejores. Los corderos ocupan las callejuelas, donde la ropa tendida se airea con la brisa marina. En el muelle de descarga, la actividad es fren¨¦tica.
El 90% de los pescadores del mundo son artesanales y casi todos est¨¢n en pa¨ªses en v¨ªas de desarrollo, seg¨²n la Organizaci¨®n para la Agricultura y la Alimentaci¨®n (FAO, en sus siglas en ingl¨¦s). Para Senegal es un sector clave. ¡°Genera un mill¨®n de empleos¡±, asegura Moustapha Dieng, secretario general del gremio local. ¡°En Guet Ndar comenz¨® todo, fuimos los primeros. Hasta los a?os sesenta ¨ªbamos con remos y velas, luego vino la motorizaci¨®n¡±, recuerda. Sin embargo, la presi¨®n sobre estas ricas aguas es enorme. Hoy hay m¨¢s de 3.000 cayucos solo en Saint Louis que atraen a j¨®venes de todos los pa¨ªses de la regi¨®n, en competencia con los grandes barcos, aut¨¦nticas industrias flotantes. ¡°Los extranjeros destruyeron nuestros caladeros tradicionales, arrasaron con todo¡±, explica Dieng. Por eso, ahora algunos se aventuran cada vez m¨¢s lejos; hasta Mauritania, Cabo Verde, Guinea, donde haga falta.
A pocos metros del muelle, en casa de la familia Gueye, propietaria del cayuco que abordaremos, comienzan los preparativos. Hay que comprar el gas¨®leo, el agua y la comida. Sobre las dos de la tarde, Adama Ndiaye, que apenas tiene 30 a?os, pero es el mayor de la tripulaci¨®n, da la se?al. Lleva media vida en el mar. En Guet Ndar los ni?os acaban la escuela cor¨¢nica y pasan directos al cayuco. Con 8 o 9 a?os ya empiezan a hacer las tareas menores junto a sus padres. A los 12 ya son pescadores. ¡°?u dem¡± (¡°nos vamos¡±), dice Ndiaye en wolof, la lengua nacional, y todos se ponen en marcha. Badji Dieye guarda su m¨®vil en el bolsillo de su traje de agua y salta al cayuco. Badara Seck, de 15 a?os, echa un ¨²ltimo vistazo para comprobar que todo est¨¢ en su sitio. Karim Fall supervisa que los dos motores est¨¦n listos.
Cada barcaza tiene su personalidad art¨ªstica. En una tranquila playa al norte de Guet Ndar, el decorador Malamine Diop dibujaba soles, estrellas y c¨ªrcu?los conc¨¦ntricos en el ajado lateral de un bote en restauraci¨®n. Armado con brochas de distinto tama?o y un rudimentario comp¨¢s, este pintor de cayucos tiene la importante tarea de dotar a cada barca de su sello propio e imprimir la protecci¨®n isl¨¢mica de su sant¨®n local. ¡°Estas formas¡±, explicaba se?alando unas curvas sinuosas, ¡°son el camino de la serpiente e imitan las olas en la orilla¡±. Cada familia del barrio tiene su s¨ªmbolo propio y su bandera, de manera que los cayucos son f¨¢cilmente reconocibles. Los Diagne, por ejemplo, pintan palomas en el costado de sus pirogues, y los Fall, escudos del F¨²tbol Club Barcelona.
A las tres de la tarde, el cayuco de la familia Gueye, adornado con el rojo y verde de la bandera de Portugal y la inscripci¨®n CR7 en honor de Cristiano Ronaldo, navega por la desembocadura del r¨ªo Senegal rumbo al mar. Sobre el agua, el trasiego de barcas es intenso. Al tim¨®n, el gigantesco Youssoupha Diagne parece concentrado. El simp¨¢tico Adama Fall habla con su mujer por tel¨¦fono mientras Badara Seck no para de un lado a otro.
El 90% de los pescadores del mundo son artesanales y casi todos est¨¢n en pa¨ªses en v¨ªas de desarrollo. En Saint Louis hay m¨¢s de 3.000 cayucos
De repente, se acaba la paz. Las olas zarandean con violencia la embarcaci¨®n, que se acerca a la brecha, una abertura artificial de la Lengua de Berber¨ªa excavada en 2003 para evitar que la isla de Saint Louis fuera tragada por una crecida. Es la salida del r¨ªo al oc¨¦ano, pero tambi¨¦n una aut¨¦ntica trampa. Decenas de pescadores han perdido la vida en ella. En Guet Ndar a¨²n recuerdan con dolor aquel 23 de marzo de 2013 en el que una veintena de j¨®venes murieron tras un choque de dos cayucos. Bancos de arena que cambian de posici¨®n cada semana se esconden bajo la superficie y en d¨ªas de mala mar el riesgo de accidentes se multiplica.
Superado el obst¨¢culo, vuelve la calma para todos menos para el jovenc¨ªsimo Seck. Mientras el motor ruge y el cayuco avanza con rapidez ya en alta mar, ¨¦l prepara el brasero, pica la cebolla y pone el agua al caldero. Badji Dieye, de 18 a?os, le echa una mano. El men¨² es el ceebuj?n, arroz con pescado, el plato t¨ªpico senegal¨¦s. Agachados en torno a la gran bandeja, se gastan bromas y r¨ªen. Son ni?os metidos a pescadores. Empiezan pronto y se jubilan r¨¢pido. Ninguno cumplir¨¢ los 40 a?os en el mar. Hace una d¨¦cada eran muchachos como ellos quienes manejaban los cayucos que llegaban por decenas a Canarias cargados de emigrantes. A partir de entonces, el control policial cerr¨® la ruta desde Saint Louis y estas embarcaciones dejaron de servir para el tr¨¢fico de personas y se limitan a su funci¨®n de toda la vida.
En Guet Ndar corren de nuevo tiempos cargados de incertidumbre. La apertura de la brecha en 2003, la subida del nivel del mar y la intensa ocupaci¨®n del litoral han alterado la din¨¢mica natural de la desembocadura del r¨ªo Senegal y han provocado que el barrio viva hoy bajo la amenaza de las olas. El mismo mar que alimenta a sus habitantes parece querer expulsarlos. Con cada tormenta, el agua avanza un poco m¨¢s. Decenas de casas han sido devoradas ya por el oc¨¦ano y unas 15.000 personas est¨¢n en riesgo directo. El Banco Mundial, en colaboraci¨®n con el Gobierno senegal¨¦s, prev¨¦ su traslado tierra adentro. Los pescadores se resisten a marchar.
Sobre las ocho de la tarde, los siete j¨®venes llegan al lugar se?alado por el GPS que cuelga en una funda de pl¨¢stico del cuello de Adama Ndiaye. Youssoupha Diagne baja la velocidad al m¨ªnimo y le cede el tim¨®n. Comienza el trabajo de verdad. Los chicos van echando por la borda las redes verdes, que cada cierto tiempo acompa?an con una boya hecha con una garrafa de pl¨¢stico y un palo de madera que lleva en lo alto una linterna de pilas. Dos horas m¨¢s tarde, el cerco est¨¢ preparado.
Los negocios en Guet Ndar se hacen sin papeles ni contratos, bajo un sol de justicia y rodeados de olor a mar, con las matriarcas desempe?ando un rol fundamental
Terminada la tarea, Seck se pone con la cena. El espacio es reducido, pero los chicos se mueven entre las traviesas del cayuco con facilidad. Caminan por la borda y saltan de una madera a otra, incluso de noche. El men¨² no es muy variado, de nuevo pescado, pero ahora con fideos. Este es el pre¨¢mbulo al ¨²ltimo rato de calma de la jornada: las tres o cuatro horas de sue?o. ¡°Esta es la cama del marinero¡±, dice Saliou Ndiaye mientras se?ala uno de los pocos tablones libres del fondo del cayuco. No hay ni colch¨®n, ni mantas, ni nada. En menos de tres metros cuadrados se acomodan los siete pescadores, una pierna aqu¨ª, una cabeza all¨¢. Hace fr¨ªo, pero el traje de agua impide que pase la humedad.
La barca, con el motor parado, cabecea en medio del mar. A derecha e izquierda, la fila de boyas luminosas marca los l¨ªmites del cerco a la raqu¨ªtica luz del cuarto menguante de la luna. A ambos lados del cayuco, con cada golpe de mar, el agua se enciende con destellos verdes. Son las noctilucas, unas algas que provocan un reflejo bioluminiscente cuando reaccionan con el ox¨ªgeno. Ajenos al milagro que reverbera en sus costados y al golpeteo del mar contra la barca, los siete j¨®venes dormitan hasta que, a las cinco de la madrugada, Adama Ndiaye, de nuevo, da la se?al.
Nadie remolonea, todos se ponen en pie sin vacilar. El sol a¨²n no ha salido y los pescadores de Guet Ndar ya est¨¢n otra vez en acci¨®n. Toca recoger las redes. El capit¨¢n se vuelve a poner al tim¨®n y los marineros se apostan a estribor a lo largo del cayuco. La barca avanza con lentitud y los chicos van tirando de los filamentos de pl¨¢stico verde, entre los que emergen, enganchados y a¨²n coleando, los pescados. El trabajo es penoso, las redes pesan y hay que halar con fuerza, pero nadie se detiene para coger resuello. De repente, los siete se han convertido en uno. Los primeros rayos del sol alumbran su esfuerzo.
Unas dos horas m¨¢s tarde, la tarea est¨¢ cumplida. Youssoupha Diagne cambia de nuevo el motor y enfila rumbo a casa. A bordo, sin distinci¨®n de edad o rango, todos se ponen a desenredar los pescados, que van lanzando al fondo del cayuco, las sardinas por aqu¨ª, los jureles por all¨¢, una tarea que llevan a cabo durante todo el trayecto de vuelta. A veces el pescado est¨¢ muy enganchado y la cabeza queda destrozada. No parece importarles. La mayor parte de estas capturas va a parar al mercado local o sube en camiones hacia el interior de ?frica, a pa¨ªses como Mal¨ª, Gambia o Guinea. Los que est¨¢n peor los devuelven al mar. ¡°Hay que tener contentos a los genios que habitan en el fondo¡±, dice Dieng.
Adama Ndiaye est¨¢ contento. Hay unas dos toneladas; no es mucho, pero la jornada no ha sido en balde. A media ma?ana, el sol vuelve a castigar con fuerza y la cercan¨ªa de la costa, del hogar, se intuye ya en las sonrisas de los marineros. La barca atraviesa de nuevo la brecha, el ¨²ltimo momento de tensi¨®n a bordo, y remonta la desembocadura del r¨ªo Senegal. En ese tramo se cruza con los otros cayucos que salen a faenar. Las embarcaciones se acercan y el capit¨¢n, brazo en alto, les indica la posici¨®n por donde pasa el banco de peces. ¡°15,8, 17,3¡±, vocea Ndiaye.
Sobre las dos de la tarde, 24 horas despu¨¦s de su salida, la barca de los Gueye toca tierra en el muelle. A un lado y al otro, decenas de cayucos. Ha llegado el final. Porteadores con cajas en la cabeza se encaraman o se acercan por la borda para recoger las capturas. En tierra, sin perder detalle, hay una mujer sentada en una piedra. Es Mame Fatou Gueye, la matriarca, la que controla cu¨¢nto sale y qui¨¦n se lo lleva. As¨ª son los negocios en Guet Ndar, sin papeles ni contratos, bajo un sol de justicia, rodeados de un intenso olor a mar.
¡°Las mujeres desempe?an un rol fundamental¡±, asegura Moustapha Dieng, ¡°son ellas quienes venden el pescado o lo transforman, lo salan o lo fr¨ªen¡±. En la parte trasera del muelle hay un descampado del que sale una constante humareda. All¨ª, las madres y esposas de los pescadores se afanan en esta tarea un d¨ªa tras otro con los peces que no encuentran acomodo a bordo de las decenas de camiones que salen rumbo a mercados lejanos.
A los chicos a¨²n les queda un rato de desenredar peces, pero ya est¨¢n en casa. Badji Dieye se hace un selfi sonriente y lo manda a sus amigos por Whats?App. Adama Fall baja de un salto. Saliou Ndiaye gasta la ¨²ltima broma a Badara Seck: ¡°?Mira que eres sucio!¡±, le dice al benjam¨ªn. Seck sonr¨ªe con gesto cansado. No tendr¨¢n mucho tiempo para el reposo. Al d¨ªa siguiente, si el mar lo permite, toca zafarrancho otra vez. ¡°Si hay pescado, la gente de Guet Ndar ir¨¢ a por ¨¦l. Es lo que hicimos siempre¡±, remata Dieng.?
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