Vivir en Colombia II
Los sucesos violentos suscitados por las jornadas de protesta no alcanzan a opacar la legitimidad de la protesta ni el ¨¢nimo ciudadano y democr¨¢tico que las inspira
Muy lejos de aqu¨ª, y hace ya largo tiempo, anot¨¦ las impresiones que me dej¨® el mism¨ªsimo d¨ªa de septiembre de 2016 en que, en Cartagena, se firm¨® la paz entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos.
Yo hab¨ªa ido a una barata de jerseys en un almac¨¦n de la Carrera 7.? con Calle 16 y, al regreso, antes de embutirme en el bus M82, rumbo a mi casa, me detuve a comerme una empanadita de pipi¨¢n en un fig¨®n muy favorecido por los estudiantes de la Universidad del Rosario. All¨ª me sorprendi¨® la transmisi¨®n televisada del acto.
Yo sab¨ªa que no se trataba de la Paz de Westfalia, ocasi¨®n inmortalizada en obras pict¨®ricas de gran formato que cuelgan en el Rijksmuseum de ?msterdam y que he alcanzado a ver hojeando pesados libros ilustrados, pero hab¨ªa esperado, al menos, espont¨¢neas manifestaciones de j¨²bilo.
La de Westfalia puso fin, entre otros conflictos, a 80 a?os de guerra entre Espa?a y los Pa¨ªses Bajos. Aqu¨ª, el tratado de paz pon¨ªa fin a m¨¢s de 60 a?os de muerte y aflicci¨®n causados por una enconada discordia entre colombianos. Cab¨ªa esperar al menos chiflidos, ¡°hurras¡± y gorras y tocados arrojados al aire. Para mi sorpresa, la muchachada, al menos la congregada en aquel tabuco, no acus¨® recibo de la trascendencia. Por lo que dejaron ver los estudiantes ¨Cjacarandosos, ocupados en sus amor¨ªos?, aquello no era un acontecimiento llamado a tener consecuencias de todo orden en la vida pol¨ªtica de Colombia, es decir, en sus vidas, sino algo muy aburrido que ponen en la red de televisi¨®n p¨²blica.
Sal¨ª de all¨ª atento a las caras de la gente con que me cruzaba, escrutando el talante del d¨ªa para mejor recordarlo como aqu¨ª lo hago: no vi nada que insinuase alguna consciencia colectiva de la importancia que todos los comentaristas internacionales y locales le atribu¨ªan a aquella ceremonia. Nada: aquel d¨ªa pod¨ªa contarse como un d¨ªa cualquiera.
Me expliqu¨¦ aquella indiferencia con el catastr¨®fico pesimismo colombiano, tal como sobre este asunto han discurrido Albert Hirschman, Alejandro Gaviria o Eduardo Posada Carb¨®, por citar solo a tres autores intelectualmente problematizados por el fen¨®meno, cada uno a su modo.
Prevaleci¨® en aquel tiempo entre los doctos el consenso de que se hab¨ªa alcanzado no solo un acuerdo satisfactorio para las partes, sino un acuerdo realista y viable, normado por much¨ªsimas provisiones. Despu¨¦s vinieron el refer¨¦ndum, la peripecia parlamentaria, el debate que a¨²n no cesa sobre la justicia transicional. Me resign¨¦ a que el tr¨¢fago de los d¨ªas, los accidentes de la vida p¨²blica y privada quitar¨ªan relieve al acuerdo de paz hasta que ya no fuese sino otra fecha en Wikipedia. Me equivocaba, claro. De medio a medio.
Deb¨ªan transcurrir solo unos pocos a?os para que los efectos de la firma de la paz comenzasen a sentirse con toda su significaci¨®n pol¨ªtica. Entre los m¨¢s protuberantes se cuentan los resultados de las elecciones de octubre pasado.
Los factores m¨¢s reaccionarios de la clase pol¨ªtica y los llamados poderes f¨¢cticos, como ha pasado en todo tiempo y lugar, no quisieron sin embargo tomar nota de que ya no es posible pretextar con la guerra su indiferencia ante los males que padece la gente ni justificar el abuso de poder.
Los reclamos a la pretensi¨®n de afectar el mercado laboral en favor de las patronales, la demanda de mayores recursos para la educaci¨®n superior p¨²blica, la defensa de los derechos de los pensionados no son abstracciones de una minor¨ªa afiebrada y adicta a la violencia.
Se hizo la paz para atender las soluciones que la guerra no pudo nunca ofrecer. Los sucesos violentos suscitados por las jornadas de protesta no alcanzan a opacar la legitimidad de la protesta ni el ¨¢nimo ciudadano y democr¨¢tico que las inspira.
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