La abuela Mar¨ªa
Un guardia le grit¨®: ¡°?Atr¨¢s o disparo!¡±. Pero ella sigui¨® caminando, lleg¨® hasta los muertos, se arrodill¨®, les limpi¨® la sangre y les cerr¨® los ojos
LA ABUELA MAR?A no es que cocinase como su madre le hab¨ªa ense?ado, sin sal. Ni que diese de comer a todos los animales de la casa, perros, gatos, cerdos, gallinas, antes que a los humanos. Tambi¨¦n serv¨ªa a su hermano Laureano, que estaba in¨²til, desde que regres¨® de la guerra del Riff, y cuando se jubil¨® al abuelo V¨ªtor, que era el menos latoso de la familia, pero, eso s¨ª, exig¨ªa pescado frito a las siete de la tarde, justo antes de irse a dormir.
Cuando todos estaban servidos, ella se sentaba tranquilamente a la mesa de la cocina y, mientras com¨ªa, miraba al horizonte que se derramaba tras la ventana, al otro lado del valle. No ve¨ªa Mieres, que estaba escondido a la izquierda, pero s¨ª las cuestas que llevaban a Pax¨ªo, al lavadero. Ve¨ªa el camino que remontaba el pueblo de Ribono delante de casa y remansaba en El Collau antes de llegar a La Cebal, donde sin pretenderlo se jug¨® la vida¡ El Collau era un prader¨®n amable, de pendientes f¨¢ciles, lo recuerdo siempre con la hierba muy crecida¡ Estaba nada m¨¢s subir, pasadas las ¨²ltimas casas del pueblo.
A?os cuarenta del pasado siglo. Andaban por el monte ¡°los fugaos¡±, gente que se escond¨ªa para aplazar su muerte. Aris Llaneza, hijo de Manuel Llaneza, alcalde de Mieres y fundador del Sindicato Minero, me cont¨® c¨®mo se escond¨ªan cada noche en lugares diferentes, c¨®mo sobreviv¨ªan, c¨®mo chantajeaban a los empresarios que pod¨ªan financiarles ese extra?amiento. Una noche, un tiroteo hacia El Collau alarm¨® a los vecinos de Ribono, que con las primeras luces del alba subieron a ver qu¨¦ hab¨ªa ocurrido. En medio del prado estaban tirados dos chavales cosidos a balazos y alrededor varios guardias civiles esperaban la llegada del juez. Los vecinos miraban a distancia; los guardias hab¨ªan sido tajantes: ¡°?Que nadie se mueva!¡±.
Todos obedecieron salvo Mar¨ªa, que se despeg¨® de ellos y camin¨® despacio hacia los muertos. Cuando ya estaba cerca, uno de los guardias le grit¨®: ¡°?Atr¨¢s o disparo!¡±. Pero ella sigui¨® caminando, lleg¨® hasta los muertos, se arrodill¨®, sac¨® un pa?uelo del bolsillo, les limpi¨® la sangre de la cara, les cerr¨® los ojos, se dio media vuelta y baj¨® para Ribono. Todos los vecinos la siguieron.
Comprob¨® que todos los animales ten¨ªan agua, comida, sac¨® unas patatas de la huerta, las pel¨® y, ante la tersura de aquellas patatas rojas, pens¨® que estar¨ªa bien hacerlas a la importancia. Ten¨ªa caldo bueno del d¨ªa anterior en la fresquera, as¨ª que las lamin¨® y, tras pasarlas por harina y huevo, las frio y las ech¨® en el sofrito que acababa de hacer con ajo, cebolla y perejil. Ah¨ª volc¨® el caldo bueno y 15 minutos despu¨¦s estaban listas las patatas que Laureano, su hermano, se comi¨® el primero, pues siempre estaba muy urgido. Mar¨ªa, mientras cocinaba, pens¨® en las familias de los chicos muertos en El Collau y dos lagrimones rodaron hasta la sart¨¦n en la que las patatas a la importancia cobraban sentido. Esa fue la ¨²nica sal que recibieron.?
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