Introspecci¨®n
Cuanto m¨¢s pienso en lo que vivimos hoy, m¨¢s valoro lo que se logr¨® durante la transici¨®n. Fuimos capaces de hablar
Las sociedades, a veces, se ven obligadas a reflexionar sobre s¨ª mismas. Se trata de momentos excepcionales. Esos momentos suelen producirse tras alguna revoluci¨®n trascendental, como en Francia despu¨¦s de 1789 o en Rusia despu¨¦s de 1917. En Estados Unidos la reflexi¨®n lleg¨® al cabo de la guerra civil (1861-1865). En Alemania, m¨¢s que un momento, hubo un proceso de asimilaci¨®n que dur¨® d¨¦cadas: no fue f¨¢cil, a¨²n no lo es, encajar la terrible responsabilidad del nazismo. Fue hermoso y angustioso a la vez escuchar a Angela Merkel en Auschwitz, este mismo mes, decir que la memoria de aquel delirio asesino era ¡°inseparable¡± de la identidad alemana.
Yo no fui nunca un entusiasta de la transici¨®n que llev¨® a Espa?a desde el franquismo a la monarqu¨ªa parlamentaria. En la ¨¦poca era joven y todo me parec¨ªa insuficiente. Bajo el fragor de la actualidad (terrorismo, amenaza militar, crisis econ¨®mica) costaba bastante ser ecu¨¢nime. Hoy me doy cuenta de que nadie era capaz de serlo. Y, sin embargo, con la perspectiva de casi medio siglo, resulta evidente que de forma colectiva lo fuimos. Con todo lo que ello supuso de renuncia y frustraci¨®n.
La transici¨®n fue el momento en que Espa?a tuvo que pensar qu¨¦ era. Desde luego, no era ni una, ni grande, ni libre, como hab¨ªa pregonado la dictadura. ?Qu¨¦ era? Cualquier respuesta l¨²cida conduc¨ªa a la desolaci¨®n. Espa?a hab¨ªa sido un imperio desangrado, una monarqu¨ªa corrupta, un mosaico de lenguas e historias en el que solo una instituci¨®n multinacional, meritocr¨¢tica y capaz de elevar la ambig¨¹edad y el cinismo a la categor¨ªa de arte, la iglesia cat¨®lica, hab¨ªa funcionado como tejido conjuntivo. Espa?a hab¨ªa desperdiciado el siglo XIX, crucial en el resto de Europa. En Espa?a hab¨ªa habido buenas intenciones, ocasionalmente, pero, al menos desde el siglo XVIII, nunca buenos resultados. Y nos hab¨ªamos matado unos a otros con una fruici¨®n enfermiza.
?Qu¨¦ hacer? Para empezar, asumir el fracaso y renunciar a los grandes objetivos. Por debajo de la espuma de las proclamas de los grupos de poder, pol¨ªticos y econ¨®micos, en la calle se respiraba un ansia muy prosaica de paz y tranquilidad. En el acuerdo constitucional hubo alguna imposici¨®n y muchas claudicaciones. El resultado, sin embargo, fue m¨¢s o menos el necesario. Quer¨ªamos, fundamentalmente, dejar de matarnos unos a otros, dejar de almacenar rencor, ser como cre¨ªamos que eran nuestros vecinos europeos: normales.
Cuanto m¨¢s pienso en lo que vivimos hoy, m¨¢s valoro lo que se logr¨® entonces. Fuimos capaces de hablar. Yerra quien piense que lo de hoy es puro encabronamiento: nada comparado con aquello. Probablemente el miedo fue superior al odio; el caso es que logramos articular un mecanismo para dejar de matarnos, dejar de encarcelarnos, dejar de exiliarnos. Los pol¨ªticos (con la excepci¨®n de la ultraderecha, la ultraizquierda y Alianza Popular, por entonces un simple residuo del franquismo) acordaron una Constituci¨®n m¨¢s o menos aceptable y acordaron un programa de estabilizaci¨®n econ¨®mica, los Pactos de la Moncloa, que permiti¨® evitar un desastre. Visto desde la distancia, no fue poco.
Entonces no logramos saber qu¨¦ era Espa?a. No creo que lo sepamos hoy. S¨ª fuimos conscientes de que propend¨ªamos al fratricidio. Y optamos por un equilibrio de poderes, institucionales y culturales (lenguas, nacionalidades, tradiciones), que iba a permitirnos seguir con vida, aunque nos la complicara.
Algo se ha hecho evidente con el tiempo: la lucidez dura poco.
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