Nubes
S¨®crates, que tal vez sonri¨® ante su caricatura, sab¨ªa que la educaci¨®n no es un juego: es lo que siempre est¨¢ en juego
TOMO ASIENTO en una sillita verde de dos palmos y descubro que, desde esa altura, la perspectiva cambia. En el aula donde tendr¨¢ lugar la reuni¨®n, padres y madres parecemos personajes huidos de Alicia en el pa¨ªs de las maravillas, tras haber comido un pedazo de pastel que nos provoca un crecimiento desproporcionado. Desde la humildad del asiento bajo y la postura rid¨ªcula, alzo los ojos hacia la sonrisa de giganta dulce de la maestra de mi hijo. Vuelvo a mi infancia; recupero im¨¢genes n¨ªtidas de la luz que ba?aba mi colegio, los palotes en el cuaderno, las canciones, las rimas y el perfil pecoso de un ni?o pelirrojo llamado Ren¨¦. Sentada en la silla verde miro de nuevo la escuela como la ve¨ªa en la ni?ez: un teatro fascinante del juego y la palabra.
La escuela siempre ha sido un escenario de debate social. Hace 2.500 a?os, Arist¨®fanes estren¨® ante el p¨²blico ateniense su comedia m¨¢s famosa, Las nubes, donde caricaturizaba a S¨®crates y la pedagog¨ªa innovadora de la ¨¦poca. Arist¨®fanes, como buen conservador, se preocupaba por la decadencia de la ense?anza, y en algunas escenas parece anticipar nuestras guerras culturales del presente. Su discurso en Las nubes a?ora los buenos tiempos pasados, cuando los ni?os eran disciplinados, obedientes y respetuosos con sus mayores. ¡°Por norma no se o¨ªa nada, ni un gru?ido infantil, y todos caminaban por la calle guardando la compostura. Si uno de ellos hac¨ªa una payasada, le daban una tunda¡±. La did¨¢ctica de los palos era insuperable; en cambio, los m¨¦todos permisivos de la nueva educaci¨®n convert¨ªan a los j¨®venes en una panda de chicos pelilargos, flojos, charlatanes, liantes e inmunes a la voz de la autoridad. Al final de la comedia, un padre desatado decide zanjar el conflicto por la v¨ªa pir¨®mana, y prende fuego al Pensadero, la escuela donde S¨®crates impart¨ªa sus peligrosas ense?anzas. Sucede, y ahora hablamos de la realidad, que el fil¨®sofo ser¨ªa condenado a?os despu¨¦s a beber una dosis letal de cicuta por corromper a la juventud con ideas nocivas.
La paradoja es que S¨®crates y los corrompidos disc¨ªpulos que continuaron su labor ¡ªunos tales Plat¨®n y Arist¨®teles, entre otros¡ª son hoy recordados como una generaci¨®n dorada. Ya no hay maestros como ellos, suspiran los elegiacos. Se dir¨ªa que la educaci¨®n est¨¢ siempre degenerando. Los padres, en perpetuo estado de alarma y premonici¨®n de cat¨¢strofes, reincidimos en la rid¨ªcula costumbre de ense?ar a los profesores c¨®mo cumplir su tarea. Aunque el apocalipsis suele faltar a la cita, los profetas del fin del mundo no parecen perder un ¨¢pice de credibilidad. Y mientras discutimos sobre el declive de la ense?anza, olvidamos reivindicar la labor y el saber hacer de los maestros. Ya los agoreros antiguos, encantados con sus cataclismos, se desentendieron de minucias como reclamar mejoras y medios para esta profesi¨®n humilde, t¨ªpica de quienes ca¨ªan en desgracia y exiliados. ¡°O se ha muerto o es maestro en alguna parte¡±, dice un personaje de comedia sobre alguien de quien no se tienen noticias. ¡°Tuvo un oscuro comienzo¡±, escribe T¨¢cito a prop¨®sito de un hombre que dio clase en su juventud.
Nieta como soy de maestros, me pregunto por qu¨¦ no hablamos m¨¢s a menudo de confianza y gratitud. Son profesionales con una misi¨®n exigente y visionaria: la escuela es el lugar donde primero edificamos el futuro, un espacio de crecimiento ¨ªntimo y colectivo. La figura de S¨®crates ofrece uno de los ejemplos m¨¢s antiguos del ascensor social en funcionamiento. Descend¨ªa de una familia humilde y cuentan que era el tipo m¨¢s feo que merodeaba por Atenas. La fealdad no es un dato anecd¨®tico: los griegos estaban tan obsesionados como nosotros por la belleza f¨ªsica. Llama la atenci¨®n que aquel hombre de t¨²nica ra¨ªda, malcarado y sin pedigr¨ª aristocr¨¢tico dejase una huella imborrable. Su historia de ascenso se trunc¨® cuando lo procesaron, convirti¨¦ndole en uno de los primeros maestros perseguidos de la historia. ?l, que tal vez sonri¨® ante su caricatura en el teatro, sab¨ªa que la educaci¨®n no es un juego: es lo que siempre est¨¢ en juego.
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