?pica del cuidado
Los primeros pasos de nuestra civilizaci¨®n fueron los de un hombre con un anciano a las espaldas y un ni?o de la mano
Los adultos sol¨ªan decirte: s¨¦ buena. Nutrida por sus f¨¢bulas y moralejas, cre¨ªste que todas las personas mayores defend¨ªan, sin fisuras, la protecci¨®n al fr¨¢gil, las palabras amables, la buena voluntad. Tardar¨ªas a?os en percibir las ambig¨¹edades pr¨¢cticas del ideal bondadoso. Durante tu adolescencia contemplaste c¨®mo tu madre y tu t¨ªa suavizaban el naufragio de tus abuelos en la vejez y la enfermedad. En sus ojos cansados adivinaste que por esa lealtad se paga un alto precio: descalabros salariales, sue?os aplazados, aislamiento, vivir tensas y ojerosas. M¨¢s tarde, en el umbral de la vida adulta, te inculcaron la competici¨®n a ultranza, que exige triunfar. La bondad era propia de ingenuos, blandos y d¨¦biles en una sociedad que valora ante todo el poder, la dureza, la fuerza arrolladora. La delicadeza nos convierte en v¨ªctimas f¨¢ciles del abuso, blanco de aprovechados. O, peor a¨²n, nos delata como perdedores que ocultan su falta de ambici¨®n bajo un disfraz de sentimientos fraternos. Y as¨ª empezaste a dudar si no ser¨¢ malo ser bueno.
Algunos antrop¨®logos plantean una curiosa paradoja: les va mejor a los individuos ego¨ªstas por separado, pero en conjunto son m¨¢s eficaces las sociedades altruistas. La gran pregunta es c¨®mo construir grupos colaboradores all¨ª donde los individualistas conquistan mejores recompensas. Quienes desaf¨ªan el evangelio de la competencia para cuidar a los suyos, lo hacen callando, casi ajenos a su sigilosa revoluci¨®n: abuelos a sus nietos, madres a sus madres, sanos a enfermos. Hablamos de la ¨¦tica de los cuidados, pero falta por construir su ¨¦pica. Carecemos de historias sobre h¨¦roes que cuidan, frente a la manida f¨¢bula de los campeones que derrotan y triunfan. Preferimos no fijarnos en las personas exhaustas que atienden a los suyos, porque desvelan nuestra fragilidad com¨²n. Nos recuerdan que todos somos dependientes, hasta la m¨¦dula. Que nadie es una isla. Que no existe la espl¨¦ndida soledad del individuo, ni del empresario, ni del innovador. En algo se parecen todas las familias, felices y desgraciadas: siempre hay en ellas alguien que necesita ayuda ¡ªnacemos vulnerables, enfermamos, envejecemos¡ª. Con frecuencia una misma persona debe cuidar a la vez a sus padres y a sus hijos. Quienes asumen esa doble responsabilidad, con jornadas partidas y cansancio multiplicado, divididos entre la fragilidad de los j¨®venes y de los ancianos, descubren lo agotador que es ser la parte fuerte.
Los romanos nos legaron una exhausta figura m¨ªtica del cuidado. El vencido Eneas huy¨® del incendio de Troya para salvar a su viejo padre y a su hijo peque?o. A simple vista, Eneas parecer¨ªa un perdedor, un fugitivo que abandona el campo de batalla cuando la derrota de su ciudad ya est¨¢ escrita en trazos de humo y sangre. Pero el desertor nunca es tan leal como en ese preciso instante, cuando, con esfuerzo ag¨®nico, carga al anciano sobre sus hombros y acompasa sus zancadas a los pasos inseguros del ni?o que aferra su mano. Tiznados por el fuego que ha engullido su ciudad, los supervivientes tienen por delante una larga emigraci¨®n, plagada de nuevas luchas y naufragios. Al final desembarcan en Italia, y Virgilio nos relata que, siglos despu¨¦s, ser¨ªan los descendientes de Eneas quienes fundar¨ªan la ciudad de Roma y dibujar¨ªan las sendas del futuro.
Quieren que cabalguemos en busca del ¨¦xito a lomos de nuestro gen ego¨ªsta, obviando nuestros impulsos solidarios, que tambi¨¦n son innatos. Incluso Darwin, al que debemos una cruda imagen de la vida como rivalidad, reconoci¨® que existen instintos de generosidad hacia el pr¨®jimo tan poderosos como los del inter¨¦s propio. Nos dicen que la competencia mueve la sociedad, pero en realidad la sostienen los cuidados. Reservamos la luz de los focos para los l¨ªderes triunfantes del deporte, la empresa o la pol¨ªtica, ocultando entre sombras a quienes velan y acompa?an, en la heroicidad del consuelo. Nunca olvides que los primeros pasos de nuestra civilizaci¨®n fueron los de un hombre a punto de derrumbarse, con un anciano a las espaldas y un ni?o de la mano.
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