Viejos muertos de miedo
Hay momentos en la vida en que necesitamos un padre que nos explique c¨®mo comportarnos
Entre estas cuatro paredes, pienso. Pensar es un vicio solitario. Pienso en qu¨¦ habr¨ªa ocurrido si esta pandemia se estuviera cebando con los ni?os. Pienso en c¨®mo padres o abuelas habr¨ªan exigido medidas urgentes desde un primer ni?o muerto. Y en las columnas que habr¨ªamos escrito sobre la p¨¦rdida de lo m¨¢s preciado. Pienso si el bicho alarmante que nos mantiene estos d¨ªas en casa se hubiera instalado en el cuerpo de los j¨®venes. Cu¨¢ntas normas habr¨ªamos obedecido por temor a perderlos; c¨®mo ellos se habr¨ªan encerrado en casa muertos de miedo. Si los viejos hubieran sido meros transmisores pero no v¨ªctimas potenciales los habr¨ªamos mantenido a distancia para que no contagiaran a nuestra juventud, para que no se nos acercaran a los ni?os en los parques. Nosotros mismos les habr¨ªamos anulado sus viajes del Imserso, y cuando alg¨²n abuelo se nos descontrolara, lo maldecir¨ªamos, ?como est¨¢n cerca de la muerte, nada les importa!
Pero la caprichosa composici¨®n del virus ha querido que sean los ancianos o los que ya padecen alguna enfermedad los elegidos para que la infecci¨®n les castigue con m¨¢s sa?a. Estremec¨ªa observar c¨®mo durante d¨ªas la poblaci¨®n se sent¨ªa liberada o bendecida por el mero hecho de no haber viajado a Italia, no tener problemas cardiovasculares o no ser viejo. Cuando en los medios de comunicaci¨®n daban cuenta de un nuevo muerto, de inmediato se informaba de su edad y de sus patolog¨ªas previas, para que los dem¨¢s respir¨¢ramos aliviados. Incluso el hecho de estar contagiados no nos alarmaba demasiado si no hab¨ªamos cruzado la barrera de los 60 y ten¨ªamos nuestro sistema inmunol¨®gico en forma. No nos ha importado asustar a los viejos con tal de obtener un mensaje tranquilizador para los que a¨²n no lo somos. Cu¨¢ntas veces, tras haber escuchado que la fallecida ten¨ªa 90 a?os, se nos ha cruzado por la mente el pensamiento mezquino de que esa mujer ya vivi¨® una vida plena. De qu¨¦ manera habr¨¢ influido, me pregunto, en la laxitud de nuestras precauciones, o en la lentitud con que se ha impuesto la alarma el hecho de que nos cre¨ªamos inmunes, inmortales a¨²n, fuertes, capaces de vencer a este virus al que nos hemos tomado poco en serio hasta ahora. Y hasta qu¨¦ punto el Gobierno debiera haberse esforzado en la pedagog¨ªa, tanto en el comportamiento de sus miembros, como en la exigencia a los ciudadanos de aceptar la distancia social como la ¨²nica manera de salvar vidas. Hasta ayer era dif¨ªcil decirles a algunas personas que te saludaban que se abstuvieran de besarte o darte la mano. Si el Ministerio de Sanidad hubiera advertido de que a la ciudadan¨ªa le cuesta asumir normas si no se siente concernida, el presidente podr¨ªa haberse dirigido antes a la naci¨®n de manera cercana, pero contundente para que nos enter¨¢ramos. Han sido los trabajadores de la sanidad p¨²blica los que han tomado con firmeza las riendas de esta campa?a. Les va la vida en ello. Y nos han conminado a asumir que no pod¨ªamos tocarnos, que no deb¨ªamos viajar, que no deb¨ªamos transportar el virus de un lado a otro.
El miedo a la muerte se tiene siempre, hasta el ¨²ltimo aliento, as¨ª que no concibo por qu¨¦ se est¨¢ siendo tan descarnado en la informaci¨®n de las bajas por el virus. Un viejo m¨¢s. Una abuela m¨¢s. Y somos tan imb¨¦ciles que nos sentimos a salvo de la vejez: no hay en el futuro nada que est¨¦ m¨¢s cerca. Tan libres nos creemos de ella, tan insensatos somos, que animamos a nuestros hijos a que salgan de Madrid y vuelvan al pueblo, al calor del hogar, sin reparar en los abuelos, que tienen derecho a vivir sus ¨²ltimos d¨ªas libres de agonizar en un hospital saturado. O somos tan listos que nos vamos a la playa.
Hay momentos en la vida en que necesitamos un padre que nos explique c¨®mo comportarnos. Y hay momentos hist¨®ricos en que ese papel lo debe hacer el presidente de la naci¨®n.
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