Mauritania: ¡®road trip¡¯ por la carretera del desierto
Este es un road trip por la v¨ªa que recorre Mauritania de norte a sur. Un tajo de asfalto entre dunas, salinas y playas infinitas que simboliza la transformaci¨®n de un pa¨ªs joven donde los n¨®madas tratan de encontrar su sitio, los migrantes buscan un cayuco para ir a Canarias y las multinacionales desembarcan ¨¢vidas de oro.
Chike se ha tomado su tiempo, pero al final lo suelta:
¡ªEntonces ¡ªdice¡ª pongamos que yo llego a tu pa¨ªs. Se hace de noche. No tengo ad¨®nde ir. Llamo a la puerta de una casa. ?Me puedo quedar a dormir?
¡ª?Una puerta cualquiera?
¡ªDe una casa, s¨ª.
¡ªPues no.
¡ªVaya.
¡ªIncluso puede ser que, si te ven plantado delante de la puerta ¡ªiba a decir ¡°con esta pinta¡±, pero no lo digo¡ª, avisen a la polic¨ªa.
Chike baja la mirada y ladea la cabeza, contrariado.
Viajamos de norte a sur, desde la frontera marroqu¨ª de Mauritania hasta el delta del r¨ªo Senegal. Seguimos la carretera que cruza el pa¨ªs de punta a punta, del S¨¢hara al Sahel, con el oc¨¦ano Atl¨¢ntico a un lado y el desierto al otro. Lo que encontramos en la carretera, lo que en ella se vive y se dice, es la historia de un pa¨ªs joven, en construcci¨®n. Un pa¨ªs que tiene apenas 70 a?os, donde la vida tal como hab¨ªa sido durante siglos ¡ªel nomadismo, la dependencia del desierto, el ciclo anual de las lluvias, la agricultura del r¨ªo, la pertenencia tribal en un territorio abierto¡ª est¨¢ siendo alterada a un ritmo nunca imaginado.
FOTOGALER?A: La carretera del desierto
Nos hemos parado a descansar a la sombra de una jaima, junto a la carretera. Comemos pan con sardinas de Marruecos, quesitos franceses, bebemos leche de lata envasada en Holanda. Terminamos la comida con unas manzanas rojas, lustrosas, que llevan la etiqueta ¡°Gerona¡±. Conozco bien la procedencia de estas manzanas, cerca de las playas de Sant Pere Pescador, en el Alt Empord¨¤. Durante el camino nos hemos cruzado con numerosos migrantes ¡ªburkineses, malienses, guineanos¡¡ª que tratan de encontrar un hueco en un cayuco que les lleve hasta Canarias, y una vez all¨ª, qui¨¦n sabe, quiz¨¢s un d¨ªa consigan llegar hasta el Empord¨¤¡ Ya me los imagino ¡ª?inshallah!¡ª montados en sus bicicletas camino de los campos donde se cultivan las manzanas que ahora comemos; manzanas que se mueven con una fluidez sensacional, si lo comparamos con las barreras, las dificultades que sufren los saltadores de muros; el horror.
Tras la comilona, Chike se dispone a preparar el t¨¦. Est¨¢ a punto de echar medio paquete de az¨²car en la tetera y de nada sirven nuestras quejas. El t¨¦ es cosa suya: la mejor hora del d¨ªa. A veces lo tomamos hasta cinco veces, como los tiempos de la plegaria. Y cada vez, tres t¨¦s. El ¨²ltimo tiene un punto amargo que se conserva en la boca durante horas, como si hubieras masticado una ra¨ªz.
Chike es nuestro ch¨®fer. Hasta hace unos a?os pastoreaba camellos por la regi¨®n de Trarza. Le guiaban las estrellas y las lluvias. Las paredes de su casa eran el horizonte. La pertenencia, la tribu. El pa¨ªs, sus semejantes en movimiento. Dej¨® la vida n¨®mada y los camellos cuando sus animales murieron o tuvo que sacrificarlos debido a la sequ¨ªa; al cambio clim¨¢tico que azota la regi¨®n.
Chike regresa al asunto que le preocupa.
¡ªPongamos, entonces, que llego a tu casa. ?Qu¨¦ haces?
¡ª?Qu¨¦ har¨ªas t¨² si yo llego a la tuya?
¡ª?Mato un cordero!
¡ªYo preparo una paella.
¡ªYa¡ pero¡ ?me puedo quedar a dormir?
¡ª?Cu¨¢ntos d¨ªas?
Chike se queda pensativo. Discute un buen rato con el hombre que nos ha abierto la jaima donde nos protegemos de la tormenta de arena.
¡ª?Sabes? ¡ªdice aguantando la mirada¡ª, cuando camino por los barrios de Nuakchot, lejos de mi casa, si necesito ir al lavabo, llamo a una puerta cualquiera, entro, hago mis cosas, me lavo, tomamos el t¨¦. As¨ª es como yo lo veo.
El hombre de la jaima asiente con la cabeza.
Antes de que se construyera la carretera en el a?o 2004, el viaje desde Nuadib¨² hasta Nuakchot, la capital, sol¨ªa hacerse por pistas y, una vez superado el cabo Timiris, se aprovechaban las mareas bajas para circular por la playa. Era un viaje de gran belleza y peligro. No solo por los escollos que presenta la l¨ªnea mar¨ªtima, la gran playa mauritana que se extiende 360 kil¨®metros hasta la desem?bocadura del r¨ªo, sino tambi¨¦n por lo enga?oso que puede resultar este territorio fr¨¢gil, venteado, que separa el mar del desierto, una tierra de nadie, la sbar, donde nunca hay que fiarse de las apariencias.
¡°Las salinas parecen tener la rigidez del asfalto, pero ceden bajo el peso de las ruedas. La costra de sal blanca revienta, en este caso, sobre el hedor de un pantano negro¡±, escribi¨® Antoine de Saint-Exup¨¦ry en Tierra de hombres. Saint-Exup¨¦ry fue uno de los pilotos que abri¨® la l¨ªnea a¨¦rea entre Toulouse y Dakar. Conoc¨ªa bien esta regi¨®n en la que pas¨® largas temporadas y tuvo que realizar varios aterrizajes de emergencia. Uno de ellos inspir¨® El Principito. Cada vez que el avi¨®n fallaba, Saint-Exup¨¦ry trataba de posarlo sobre un terreno elevado, una ¡°alfombra de conchas¡±, sin duda por seguridad, pero quiz¨¢s tambi¨¦n por una pasi¨®n filos¨®fica y aventurera.
En una de esas ocasiones, el escritor consigue aterrizar sobre un terreno ¡°infinitamente virgen¡±, que ¡°ning¨²n animal u hombre ha podido mancillar¡±. Recoge arena con una mano. La deja caer como una lluvia de oro. Siente que es menos que una mota de polvo en la inmensidad del universo. El primer hombre en perturbar aquella banquisa mineral. El primer testimonio de vida. Nadie. Todo.
Hemos dejado Nuadib¨² a primera hora de la ma?ana. A la salida de la ciudad nos esperaban Salima y un grupo de mujeres del barrio de la Charca. Suben en la ?pick-?up, abandonamos la carretera, sorteamos unas cuantas dunas y llegamos hasta las salinas situadas a la orilla del mar. Las piscinas de sal sobre la arena ajardinan un paisaje de p¨¢jaros, cielo y agua, recortado al horizonte por la muralla azul oscuro del oc¨¦ano.
A Salima la conoc¨ª hace unos a?os, cuando acababan de organizar una cooperativa de mujeres con la intenci¨®n de explotar la sal de la bah¨ªa. La cooperativa naci¨® de la voluntad ¡ªy el entusiasmo¡ª de Nedua Nech, una mujer de buena familia que un d¨ªa visit¨® la Charca, en Nuadib¨², y la avergonz¨® la extrema pobreza en la que viv¨ªan las mujeres. Sin agua en las casas. Rodeadas de barro. De basura. Muchas de ellas eran solteras y estaban cargadas de hijos.
Nuadib¨² es el mayor puerto pesquero de la costa; florece gracias a la flota de piraguas, el comercio, las minas de Zourat y la pesca industrial en alta mar de los grandes pesqueros-f¨¢brica de los pa¨ªses ricos. Pero esta abundancia queda mal repartida y para la gente humilde puede ser una condena. Las mujeres le contaban a Nadua que se ganaban la vida preparando la comida y t¨¦s para los pescadores. ¡°Solo hab¨ªa que fijarse en aquellos ni?os mulatos de facciones asi¨¢ticas, europeas, negroafricanas, ¨¢rabes¡ Ay, ?ya me dir¨¢!¡±, exclama Nadua, que se puso en contacto con varias ONG y consigui¨® financiaci¨®n de la UE para levantar el proyecto de las salinas.
Salima conserva en su casa un recorte de aquellos primeros momentos gloriosos: se trata de una p¨¢gina ya amarillenta del diario Ouest France en la que salen ella y otras tres mujeres posando con los productores de sal marina de Gu¨¦rande, en la costa atl¨¢ntica francesa, donde han estado haciendo un cursillo de formaci¨®n. En el texto se percibe la c¨¢lida acogida de la poblaci¨®n local, la solidaridad de los donantes que apoyan la iniciativa en Nuadib¨², las buenas palabras, el deseo de que los africanos gestionen sus propios recursos, ejerzan su soberan¨ªa.
Durante aquel viaje, Salima y sus amigas aprendieron c¨®mo sacar una sal pur¨ªsima del mar. Lo hacen cavando peque?os pozos, recogiendo el agua en cubos, llenando unas piscinas hechas con pl¨¢sticos, dejando evaporar el agua. En tres d¨ªas, una sola piscina puede producir hasta 25 kilos de sal, suficiente para que una familia pudiera vivir bastante bien. Pero lo que encontramos durante nuestra visita es un gran sentimiento de abandono: como tantas veces ocurre con la cooperaci¨®n, el proyecto ha quedado abandonado por los donantes antes de que se haya conseguido estructurar algo s¨®lido que les permita transformar sus vidas. Hoy estas mujeres no tienen ni siquiera un transporte para desplazarse hasta las salinas.
Seguimos nuestro viaje con la intenci¨®n de llegar a Chami antes de la ca¨ªda del sol. En el retrovisor del coche queda la imagen de Salima que se despide; m¨¢s sola que la una.
Chami es El Dorado mauritano. Cuando pasaron por aqu¨ª los catalanes de la Caravana Solidaria, en noviembre de 2009, poco antes de que tres de ellos fueran secuestrados por Al Qaeda en el Magreb ¡ªjusto en el kil¨®metro 170, pasada la gasolinera Gare du Nord¡ª, en Chami apenas hab¨ªa cuatro barracas y algunas tienditas para atraer a los viajeros que cruzaban con prisa por dejarlo atr¨¢s.
Hoy Chami produce una impresi¨®n extraordinaria. Es tal el hormigueo humano, la fiebre constructora, el caos de veh¨ªculos, animales, talleres y comercios, que uno solo puede parar, tomar asiento, respirar hondo y esperar a que lo que uno ve empiece a ordenarse poco a poco.
Compramos pl¨¢tanos, agua. Nos sentamos justo en el cruce de la gasolinera, donde se agrupan los veh¨ªculos que parten, cargados de buscadores de oro, hacia el desierto. Son los trabajadores furtivos. Los parias. Muchos de ellos migrantes. Normalmente, un peque?o inversor, uno que tiene coche, ha comprado un generador, un detector de metales, palas, picos, cuerdas¡, carga a tres o cuatro muchachos en la pick-up y se adentran en el desierto para acercarse hasta los aleda?os de la gran mina de oro. Cavan peque?os pozos por los que desciende un hombre sostenido por cuerdas, hurga en la oscuridad casi sin ox¨ªgeno, recolecta en un cubo piedras y tierra que sus compa?eros sacan al exterior sirvi¨¦ndose de una polea y la fuerza de los brazos. Los que as¨ª trabajan superan los 15.000. Los accidentes mortales son el pan de cada d¨ªa. Los que trabajan en la gran mina, explotada esta por los canadienses con la mejor tecnolog¨ªa, vallada, bien controlada, inaccesible para los curiosos, rondan los 5.000. Son los empleados de ¨¦lite de la Kinross Gold Corporation, que ya dobla la producci¨®n, y viajan en unas camionetas blancas de empresa con aire acondicionado.
A la salida de la ciudad, en un enorme descampado, se aglomeran los obradores artesanales donde los furtivos rompen las piedras y las pasan por unas grandes molas, filtran el polvo en unas piscinas, tratan de separar el oro atrap¨¢ndolo con el mercurio que echan al agua.
La mayor¨ªa de ellos duermen en barracas y casitas de hormig¨®n de tres o cuatro metros cuadrados en las que se apretujan hasta 10 personas. Las barracas se extienden desordenadas por las dunas, y la basura de esta fiebre del oro ¡ªbombonas de gas exhaustas, compresores, generadores, neum¨¢ticos, motores desguazados, bidones agujereados¡ª se acumula encima de la arena. Tambi¨¦n existe un cine donde se pasan partidos de f¨²tbol y series de televisi¨®n anunciando, quiz¨¢s, futuros barrios de viviendas, mientras en el centro de Chami ya pueden verse las se?ales de una nueva ciudad: unas farolas, unas casitas adosadas destinadas a los ingenieros de la gran mina, a las autoridades locales y los jefes militares. Un hotelito para los visitantes ilustres. Un cuartel en cuyos muros el viento del desierto ha encastado una inmensa duna que llega hasta las garitas de vigilancia recordando que, incluso en la ciudad del oro, el desierto tiene sus leyes.
Nos quedamos a dormir en la jaima de un descampado que se anuncia como campin. Encontramos una pareja de espa?oles. Viajan en una autocaravana magn¨ªficamente preparada para el desierto. Lo que han visto hasta ahora del pa¨ªs les parece ¡°horroroso¡±. La tormenta de arena que les ha acompa?ado desde la frontera con Marruecos, una pesadilla. Buscan in¨²tilmente los ba?os, la conexi¨®n el¨¦ctrica, la se?al wifi. La mujer est¨¢ contrariada: ha comprado marisco en Nuadib¨² ¡ª¡°a muy buen precio¡±¡ª y todav¨ªa no ha tenido tiempo para preparar la paella.
¡ªAqu¨ª podr¨¢ preparar su paella tranquilamente ¡ª?tratamos de animarla.
¡ªYa, pero nosotros la paella siempre la comemos el domingo y ya estamos a lunes.
¡ª?Bienvenidos! Acom¨®dense ustedes ¡ªnos recibe Lamin quitando la arena de los cojines colocados en el suelo de su tienda de comestibles.
Lamin el Kanane Mohamed habla un espa?ol excelente. Es uno de los muchos saharauis que uno puede encontrar en esta ruta desde que la desbandada espa?ola del S¨¢hara y la guerra les expulsaran de sus tierras.
Estamos en el peque?o pueblo de El Mhaijrat. El Mhaijrat de arriba, lo podr¨ªamos llamar, porque el pueblo antiguo se encuentra junto a la playa, a unos dos kil¨®metros. Cuando se construy¨® la carretera, las gentes de la playa, la mayor¨ªa pescadores, empezaron a moverse hacia el asfalto para vender a los viajeros bottarga (huevas de m¨²jol) y pescado seco, muy bueno para los diab¨¦ticos, que aqu¨ª son muchos debido al t¨¦ demasiado azucarado. Pronto naci¨® un nuevo pueblo que no para de crecer gracias al comercio. Todav¨ªa hoy no est¨¢ claro si la carretera les resultar¨¢ m¨¢s rentable que seguir en la playa. Si el comercio sustituir¨¢ a la pesca. De manera que los habitantes de El Mhaijrat se dividen entre ambas actividades.
La tienda de Lamin es uno de estos comercios donde todo lo que se vende tiene el tama?o de la austeridad en la que vive la mayor¨ªa de la gente del pa¨ªs. Solo el agua se almacena en grandes bidones. El resto, el t¨¦, el caf¨¦, el tabaco, el az¨²car, el arroz, los huevos, se venden por unidades o min¨²sculas bolsitas de pl¨¢stico adaptadas a una econom¨ªa familiar en la que cada comida es un d¨ªa ganado.
¡ª?As¨ª que vienen de Nuadib¨²? ¡ªsonr¨ªe Lamin, que tiene ganas de hablar y ya est¨¢ contando su vida. El d¨ªa en que siendo un ni?o empez¨® la guerra y tuvieron que huir del barrio espa?ol de La G¨¹era, en Nuadib¨². C¨®mo, en medio del caos, la familia qued¨® dividida y ¨¦l no se reencontr¨® con sus padres hasta cinco a?os despu¨¦s en los campamentos de refugiados de Tinduf, en Argelia.
¡ªA la abuela ¡ªrecuerda¡ª la mat¨® un avi¨®n de combate. Nos atacaban los marroqu¨ªes, los mauritanos, los franceses. Los espa?oles nos abandonaron. ?Habr¨¢ notado mi acento espa?ol?
¡ªY tambi¨¦n canario.
¡ª?Claro! Ahora ustedes me ven aqu¨ª, en medio de este p¨¢ramo. Otro d¨ªa pueden encontrarme en Canarias, trabajando en la hosteler¨ªa. La vida da muchas vueltas ¡ªdice Lamin, que regresa a Tinduf para recordar el d¨ªa en que le subieron con otros 35 ni?os a un avi¨®n y viaj¨® a Cuba, donde se qued¨® cinco a?os en la Isla de la Juventud.
Lamin habla del exilio, de familias repartidas por el mundo, de la lucha del Frente Polisario. Historias orales que, como las de tantas otras poblaciones olvidadas, necesitar¨ªan muchas Svetlanas Alexi¨¦vich para recogerlas antes de que se vayan olvidando a medida que se apagan aquellos que las vivieron.
¡ª?Veremos alg¨²n d¨ªa la Rep¨²blica Saharaui?
¡ªDespu¨¦s de tanto sufrimiento, ser¨ªa lo justo ¡ªdice Lamin con ojos so?adores.
Uno de los militares del acuartelamiento del pueblo entra para saludar y evita hablar sobre lo que es justo o no lo es. Lamin manda al chico que le ayuda en la tienda ¡ª¡°la tiendita¡±, dice con su dulce acento canario¡ª a buscar unos sacos de arena de la duna. El chaval regresa con la arena, la extiende sobre la alfombra, le da forma de tablero. El militar abre la bolsa de tela que lleva consigo. Saca unas bolas negras, hechas con excrementos de camello. Unos palitos cortados de la rama de una acacia. Dibuja la cuadr¨ªcula de l¨ªneas diagonales. Distribuye las piezas. Lamin escoge los palitos. Se lo toman con calma. ¡°Se juega como a las damas¡±. La partida puede durar hasta tres horas.
Dejamos atr¨¢s el parque nacional del Banc d¡¯Arguin, la tierra de los imraguen, la ¨²nica comunidad de origen moro bereber, que desde hace siglos se dedica a la pesca. Su t¨¦cnica ancestral es un canto a la complicidad entre el hombre y la naturaleza: sol¨ªan adentrarse en el mar formando un c¨ªrculo caminando en zonas poco profundas y eran los delfines quienes les hac¨ªan entrar los bancos de peces hasta las redes desplegadas. Hoy esta pr¨¢ctica ha desaparecido y los imraguen pescan en barcas de origen canario, con vela latina. Ba?arse en estas aguas, dormir en una jaima acunado por el canto del viento y las olas, despertarse con los cientos de miles de p¨¢jaros que revolotean manchando de blanco el cielo, el agua y la arena, comer un capitain o una langosta cocinada a fuego de le?a¡, ?qu¨¦ m¨¢s se puede pedir?
Llegamos a Nuakchot al caer la tarde. La iluminaci¨®n de las farolas que empiezan 30 kil¨®metros antes de la ciudad; los molinos e¨®licos junto a los reba?os de camellos, cabras y ovejas; la l¨ªnea de arbolitos que tratan de sobrevivir dentro de unas cubetas de pl¨¢stico que un cami¨®n riega uno a uno con una manguera son el anuncio m¨¢s visible de la capacidad constructora del ser humano, su tozudez cuando se enfrenta a un proyecto inveros¨ªmil, como es la creaci¨®n de una ciudad en medio de la nada.
Porque el d¨ªa en que se proclam¨® la independencia, Nuakchot, la ciudad que estaba destinada a ser la capital, simplemente no exist¨ªa. Era solo una duna en un desierto de fondo marino ¡ªconchas y arena¡ª con una peque?a fortificaci¨®n construida por los franceses en la que se alojaban 15 soldados al mando de un sargento. Hoy, 60 a?os despu¨¦s, Nuakchot es la ciudad m¨¢s grande del Sahel.
?Por qu¨¦ se decidi¨® construir la ciudad en un lugar inh¨®spito, venteado, sin agua, sin una sola casa y ninguna historia que contar? El primer presidente, Moktar Ould Daddah, quer¨ªa que el Estado creado sobre un territorio colonizado por los franceses empezara de cero. Romper con el pasado. Construir una identidad nacional hasta entonces inexistente. Pod¨ªa haber escogido como capital la ciudad de Port-?tienne, hoy Nuadib¨², o la ciudad de Rosso, junto al r¨ªo. Pero la primera quedaba demasiado al norte, y la segunda, demasiado al sur. En el norte domina el mundo ¨¢rabe bereber; en el sur, el mundo negro africano. Construir la capital en un punto intermedio era una manera de conciliar la diversidad cultural del nuevo Estado donde todo estaba por hacer.
El arquitecto Tidiane Diagana fue uno de los art¨ªfices de la nueva ciudad. Le visitamos en su casa. Recuerda su primer viaje con el presidente hasta la duna. C¨®mo las primeras casas fueron jaimas y fue bajo una de ellas donde se celebr¨® el primer Consejo de Ministros. C¨®mo a la urbe se la llamaba la ciudad de los carteles porque eran cientos los carteles que se levantaban sobre la arena anunciando lo que se iba a construir: aqu¨ª la escuela, aqu¨ª la mezquita, aqu¨ª el Parlamento, aqu¨ª el hospital. El general De Gaulle, en su gira africana por los pa¨ªses que se independizaban de Francia, visit¨® la duna. De pronto cundi¨® el p¨¢nico. No hab¨ªa una cama suficientemente grande para el general ¡ªun metro noventa y seis¡ª y tuvieron que ir a buscarla a Saint Louis. De aquellos a?os, Tidiane Diagana recuerda sobre todo el entusiasmo. Ni siquiera hab¨ªa agua, explica, y hab¨ªa que llevarla en cubas desde Rosso hasta que los franceses perforaron ¡ªy pagaron¡ª unos pozos en la regi¨®n de Idini, y luego se hizo la conducci¨®n hasta el r¨ªo Senegal que hoy abastece la ciudad.
Dejamos Nuakchot en direcci¨®n al sur. Viajamos ahora con el bi¨®logo madrile?o Jos¨¦ Manuel Bald¨®, Man¨¦. Una fuerte tormenta de arena nos acompa?a. En Tiguent encontramos a Ivan y Goran. Uno es serbio. El otro croata. Viajan en bicicleta. Quieren hacer la ruta de los migrantes y por eso se desplazan desde el sur hacia el norte, con el viento de cara. En contradirecci¨®n, dicen, porque as¨ª se llama su proyecto, Contra direcci¨®n, que es precisamente lo que hacen al unirse un croata y un serbio que quieren llamar la atenci¨®n sobre el horror de la guerra y deciden emprender el camino de los que, como les pas¨® a ellos durante su infancia, viven hoy nuevas guerras.
En el cruce de Legweichich nos paramos a charlar con unos j¨®venes top¨®grafos y top¨®grafas de los talleres escuela de la Organizaci¨®n Internacional del Trabajo. Est¨¢n construyendo una carretera para facilitar el transporte de la pesca. Sus padres, explican, son agricultores y n¨®madas. Ellos quieren otra vida. Binta habla de las dificultades que tienen las mujeres en un mundo dominado por los hombres. Al principio de hacerse top¨®grafa no lo ten¨ªa muy claro. Ahora, dice, ama la topograf¨ªa porque le permitir¨¢ ser independiente. Ya est¨¢ proyectando una vida donde ella tomar¨¢ sus propias decisiones.
¡ªNo quiero ser esposa en una familia pol¨ªgama.
Navegamos por el delta del r¨ªo en medio de una vegetaci¨®n de manglares y todo tipo de p¨¢jaros. Si se gestionara bien, dice Man¨¦, estos manglares ser¨ªan un buen negocio para las poblaciones locales que podr¨ªan alquilarlos ¡ªtal como se prev¨¦ en los acuerdos de Kioto¡ª como reservas naturales a las empresas contaminantes.
Una familia de pescadores avanza sin motor, aprovechando el viento con una vela hecha con recortes de una jaima que lleva bordada en la tela la palabra amor. Nos saludan con la mano. Al final del delta, en pleno parque natural, China ha empezado a construir un gran puerto. El secretismo sobre esta obra fara¨®nica, que incluye un puerto militar, uno comercial y otro de pesca, es absoluto. Una barra de pan regalada a uno de los guardias nos permite acceder hasta la obra. Vemos un barco militar. Grandes edificios en construcci¨®n. Peque?as casitas para los trabajadores. Un inmenso campo de energ¨ªa fotovoltaica.
Mar adentro, justo delante del delta, se ha encontrado una inmensa bolsa de gas. El temor es ahora que esta riqueza natural que se repartir¨¢ con Senegal, tan necesaria para ambos pa¨ªses, no sea una maldici¨®n, fomente la corrupci¨®n y modifique el equilibrio del delta, sin respeto por el medio ambiente. Mauritania, con solo cuatro millones de habitantes, tiene hoy suficientes recursos ¡ªoro, hierro, pesca, gas¡ª para ser una Noruega del sur. Todo depender¨¢ del buen uso que se haga de estas riquezas.
N¡¯Diago es la ¨²ltima ciudad mauritana antes de cruzar el r¨ªo Senegal. Una ciudad w¨®lof, de pescadores tradicionales. El mar ha subido tanto estos ¨²ltimos meses que se ha llevado la primera l¨ªnea de casas. No hay donde dormir, as¨ª que nos vamos hasta Kajara, un hermoso pueblito situado entre dunas blancas y palmeras. Amadou nos ofrece una casa. Necesitamos lavarnos. Un chaval va a buscar unos bidones de agua. ?Se puede comer? Nos dirigimos hasta la casa del jefe del pueblo y este nos presenta a una mujer que nos vende un pollo. ?Qui¨¦n lo va a cocinar? Sin problema. Encontramos a la mujer que se ocupar¨¢ de desplumarlo y meterlo en la cacerola. ?Con cebollas les parece bien? Perfectamente. Cuando nos despertamos, all¨ª est¨¢ Amadou con la bandeja del t¨¦; en unos d¨ªas volver¨¢ a la pesca, explica, es capit¨¢n y tiene su propia piragua. Quiz¨¢s venga a visitarnos a Espa?a.
¡ªMe gustar¨ªa mucho ¡ªdice al despedirse.
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