La bendita rutina del barco
Los marinos son gente acostumbrada a no moverse de un ¨²nico espacio al que acechan peligros y adversidades
En estos tiempos coronarios, los periodistas se han vuelto hacia los escritores ¡ªen particular los novelistas¡ª, como a gente acostumbrada a largos confinamientos relativos, y de paso les han preguntado qu¨¦ obras recomendar¨ªan en las actuales circunstancias. Es verdad: cuando escribimos una novela, sobre todo si es extensa, pasamos meses y a?os durante los cuales buena parte de nuestras jornadas transcurren en soledad, silencio y considerable quietud. Claro que nuestras cabezas no paran, est¨¢n en ebullici¨®n tambi¨¦n en las horas ¡°libres¡±: desde un rinc¨®n de la mente seguimos rumiando c¨®mo enfrentarnos a la p¨¢gina o p¨¢ginas que vendr¨¢n. La mayor sensaci¨®n de estar recluido, sin embargo, no la he tenido mientras escrib¨ªa algo propio, sino cuando traduc¨ªa, hace ya mucho. Para m¨ª esta actividad desde?ada es tan creativa como la escritura, y puede que en ella haya alcanzado m¨¢s altos niveles de concentraci¨®n, y acaso de satisfacci¨®n. Cuando uno inventa, tiene a mano todas las posibilidades y toma todas las decisiones. Cada hoja est¨¢ en blanco, y en ocasiones uno no sabe c¨®mo continuar: se detiene, vacila, piensa, incluso remolonea, esa p¨¢gina nunca nos mete prisa. En una traducci¨®n, en cambio, cada p¨¢gina est¨¢ llena de lo que otro, a menudo mejor, concibi¨® en otra lengua; sabemos desde el primer momento cu¨¢l es la extensi¨®n del libro, y en cierto sentido nos apremia a ocuparnos de ¨¦l, a reescribirlo en nuestro idioma y posibilitar que muchos m¨¢s lo puedan disfrutar. Yo traduje obras de los siglos XVII y XVIII, y pensaba que ya hab¨ªan esperado bastante para llegar al lector en espa?ol. Quiz¨¢ el contento por acabarlas de manera digna, de proporcionarles una versi¨®n aceptable en mi lengua, que no desmereciera demasiado de la original, ha sido mayor que el procurado por la conclusi¨®n de cualquier novela m¨ªa. Sobre ¨¦stas no puedo juzgar; sobre el resultado de una traducci¨®n, bastante m¨¢s, porque conozco el modelo con el que se debe comparar.
Nadie en mi pa¨ªs me ha preguntado por los libros que recomendar¨ªa ahora, pero s¨ª en Francia y en Grecia, y all¨ª he respondido que desde luego no La peste ni La monta?a m¨¢gica ni Los novios de Manzoni ni a Defoe ni siquiera el Decamer¨®n ¡ªmuy aconsejados por otros colegas¡ª, porque, por uno u otro concepto, nos remiten a la situaci¨®n real, y ya tenemos suficiente con esta realidad monotem¨¢tica. Me he inclinado por dos obras que traduje hace largo tiempo y que me ¡°confinaron¡± del modo descrito. Una es una de las mejores de Joseph Conrad ¡ªlo cual es como decir de la historia de la literatura¡ª y no es una novela, sino sus recuerdos y reflexiones sobre la vida marinera que llev¨® antes de atreverse a empu?ar la pluma. El espejo del mar, de 1906, lo paladean enormemente los aficionados a navegar, pero creo que tambi¨¦n cualquiera que jam¨¢s haya zarpado en una embarcaci¨®n. Y encierra ense?anzas sobre c¨®mo sobrellevar los prolongados encierros en los veleros decimon¨®nicos: los marinos s¨ª que son gente acostumbrada a no moverse de un ¨²nico espacio al que acechan peligros y adversidades.
El confinamiento me pill¨® lejos de mi biblioteca y de ese volumen, as¨ª que a franceses y griegos fui incapaz de brindarles una cita literal. Recurr¨ª a la memoria y les ofrec¨ª una reelaboraci¨®n: ¡°Lo que salva al marino cuando se embarca¡±, parafrase¨¦, ¡°y sabe que no retornar¨¢ al puerto de partida durante un a?o o dos, es la rutina, la bendita rutina. Al cabo de unos d¨ªas de desconcierto y oscuridad del ¨¢nimo, el marino sabe lo que le toca hacer cada jornada, aunque sea siempre igual, y lo hace como si eso fuera lo m¨¢s importante del mundo o lo ¨²nico, y tener esa tarea por delante lo salva de la soledad, el encierro, los pensamientos sombr¨ªos y la desesperaci¨®n que intermitentemente lo volver¨¢ a asaltar¡±. M¨¢s tarde he buscado en Internet, y he dado con unos p¨¢rrafos de mi traducci¨®n que no s¨¦ si son otros que el que yo reelabor¨¦. Dice Conrad en ese texto: ¡°Algunos capitanes de barco marcan su partida de la costa nativa contristados, con un esp¨ªritu de pesar y descontento. Tienen mujer, tal vez hijos, alguna querencia en todo caso, o quiz¨¢ solamente alg¨²n vicio predilecto que debe dejarse atr¨¢s durante un a?o o m¨¢s ¡ La rutina del barco es una medicina excelente para los corazones dolidos y tambi¨¦n para las cabezas doloridas; yo la he visto calmar a los esp¨ªritus m¨¢s turbulentos. Hay salud en ella, y paz, y satisfacci¨®n por la ronda cumplida, porque cada d¨ªa de la vida del barco parece cerrar un c¨ªrculo dentro de la inmensa esfera del horizonte marino. La majestuosa monoton¨ªa del mar le presta su similitud y con ella una cierta dignidad ¡ En ning¨²n sitio se sumergen en el pasado los d¨ªas, las semanas y los meses m¨¢s r¨¢pidamente que en el mar. Parecen quedar atr¨¢s con tanta facilidad como las ligeras burbujas de aire en los remolinos de la estela del barco, y desaparecer en un gran silencio por el que el nav¨ªo avanza con una especie de efecto m¨¢gico¡±. Muchos no tienen hoy tareas con las que enga?ar al tiempo, pero siempre se pueden inventar, las que sean, y aplicarse a ellas como si fueran lo m¨¢s importante del mundo, o lo ¨²nico que cabe en ¨¦l, confiando en que la mayor¨ªa volveremos al puerto de partida, alguna vez.
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