Voces en la frontera
Todos los imperios se edifican sobre cimiento mestizo de civilizaci¨®n y barbarie. Somos descendientes del viaje
Todos somos extranjeros en la mayor parte del mundo, pero no vivimos esa extra?eza con igual intensidad. El miedo y la amenaza electrizan las fronteras, las aduanas, las inspecciones de inmigraci¨®n. Cuando aterrizas, unos agentes escudri?an tu pasaporte y tu cara como dos falsificaciones mal acopladas. A tu alrededor, percibes la tensi¨®n en los ojos rasgados, los turbantes, los velos, las pieles oscuras: las maletas de los estereotipos no se facturan, pero pasan factura. Algo queda del territorio hostil del w¨¦stern en los p¨¢ramos de esas terminales internacionales. Sabes que hay m¨¢s terror en algunos aeropuertos que en los aviones, hemos desafiado con mayor ¨¦xito la fuerza de la gravedad que la de los prejuicios.
En los a?os cuarenta del pasado siglo, despu¨¦s de la Guerra Civil, el escritor Ram¨®n J. Sender se refugi¨® en Estados Unidos. Conoc¨ªa bien la mirada del odio: fusilaron a su mujer, Amparo Baray¨®n, y ¨¦l siempre pens¨® que hab¨ªa muerto en su lugar. La huella de ese recuerdo terrible impregna su literatura. Relatos fronterizos describe un viaje en autob¨²s por Texas. All¨ª conoce a una ni?a enferma de oscuros ojos calcinados por la fiebre, y a su madre. En una parada, los tres entran juntos en un drugstore para comprar aspirinas. Tom¨¢ndolos por una familia latina, la empleada de la farmacia reacciona como si no estuvieran. Sender escribe: ¡°Nunca hab¨ªa imaginado lo que es no ser nadie. Aquella mujer se negaba a aceptar que existi¨¦ramos y lo hac¨ªa con una dolorosa naturalidad. No hab¨ªamos nacido, no desplaz¨¢bamos el aire ni ocup¨¢bamos lugar. No nos ve¨ªa. Se negaba a vernos. (¡) Yo pod¨ªa no existir, pero la ni?a necesitaba ayuda. Ella s¨ª que exist¨ªa¡±. Ram¨®n se enfurece, grita: acaban de arrojarlos a la orilla ¨¢spera de la humanidad. Dos polic¨ªas les expulsan del establecimiento, sin permitirles comprar los calmantes para Yolanda, la chiquilla de ojos negros. Recuerdas los versos de la poeta mexicana Jimena Gonz¨¢lez, que hoy resuenan con otros ecos: ¡°Alzo la voz para no negarnos, / porque tenemos nombre / y no dejaremos que lo olviden¡±.
Sender, como ellas, sab¨ªa que el racismo no emerge ¨²nicamente ante el color de la piel o los rasgos que dibujan un rostro. Nadie llama inmigrante a un deportista extranjero de sueldo millonario ni a un prestigioso ejecutivo de otro pa¨ªs. El dinero abre las fronteras, mientras los desamparados llevan vidas ap¨¢tridas en su tierra natal. Es f¨¢cil detectar la discriminaci¨®n en el ojo ajeno sin ver la aporofobia en el propio. En este mundo del dar para recibir, molestan quienes en apariencia poco pueden ofrecer: refugiados, migrantes, sin techo.
Todos los imperios ¡ªtambi¨¦n los nuestros¡ª se edifican sobre un cimiento mestizo de civilizaci¨®n y barbarie. El historiador T¨¢cito escribi¨® sobre las campa?as de los romanos: ¡°A la rapi?a, el asesinato y el robo, los llaman por mal nombre gobernar; y donde crean un desierto, lo llaman paz¡±. Junto a los logros del progreso, guardamos una memoria atravesada por las guerras raciales, las cicatrices de la esclavitud, la apropiaci¨®n de las tierras de pieles m¨¢s pobres. Haberlo vivido, ser nadie para alguien, cambia la mirada. Por eso Sender situ¨® su novela El bandido adolescente en Nuevo M¨¦xico, pocos a?os despu¨¦s del Tratado de Guadalupe Hidalgo que anexion¨® a Estados Unidos m¨¢s de la mitad del territorio mexicano. All¨ª late el desarraigo de esos habitantes que, de la noche a la ma?ana, pasaron a ser ciudadanos de segunda en un nuevo pa¨ªs. Ellos no se movieron, se movi¨® la frontera.
Sender transit¨® en aquella tarde texana de la orilla privilegiada a los p¨¢ramos de la intemperie. En realidad, todos somos ¡ªsin excepci¨®n¡ª descendientes del viaje. Los datos gen¨¦ticos apuntan en una direcci¨®n clara: los ancestros de los humanos modernos vivieron en ?frica hace entre 100.000 y 200.000 a?os. Los europeos fuimos africanos durante una larga etapa del pasado. En ese extra?o trayecto hist¨®rico, la especie vagabunda desarroll¨® un cerebro temeroso del diferente. La humanidad comparte esta paradoja disgregadora: nuestra memoria es, a la vez, racista y extranjera.
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