Espejismo
Nuestra ¨¦poca, hechizada por la publicidad y las redes sociales, invita a mirarnos sin pausa cada d¨ªa
El d¨ªa del descubrimiento, tu hijo jugaba frente al espejo. S¨²bitamente, entre muecas y piruetas, se detuvo en un instante mudo, con la mirada absorta. Abri¨® los ojos y entendi¨®, de pronto, que el ni?o de rizos disparatados al otro lado del cristal no era otro que ¨¦l mismo. Estall¨® en carcajadas mientras exploraba su reflejo, y su mente atraves¨® una misteriosa frontera: hab¨ªa aprendido en qu¨¦ consiste tener un cuerpo. Acababa de estrenar su imagen y hab¨ªa que bailar para celebrarlo. No era la danza de la lluvia, sino del yo.
Una escena as¨ª ¡ªinocente, tierna, eg¨®latra¡ª es en realidad un fen¨®meno reciente. Los espejos de nuestros antepasados estaban hechos de metal bru?ido, que se volv¨ªa opaco con el paso del tiempo. Apenas reflejaba nada m¨¢s que sombras y contornos, por eso san Pablo escribi¨®: ¡°Vemos como en un espejo, oscuramente¡±. En el siglo XIII se invent¨® el cristal azogado, pero durante muchos siglos fue una posesi¨®n cara y prohibitiva, un lujo de ricos cuyas inquietantes im¨¢genes provocaban asombro y extra?eza.
Un antiguo relato japon¨¦s cuenta la historia de un cestero que acababa de perder a su padre, a quien tanto se parec¨ªa f¨ªsicamente. Un d¨ªa de feria, su mirada se pos¨® en una mercanc¨ªa nunca vista: un disco de metal brillante y pulido. El cestero crey¨® que su padre le sonre¨ªa desde el espejo y, maravillado, pag¨® con sus ahorros la extra?a alhaja. Ya en casa, lo escondi¨® en un ba¨²l. Todas las ma?anas interrump¨ªa su trabajo y sub¨ªa al desv¨¢n a contemplarlo. Cierta vez, su mujer lo sigui¨® hasta el escondite e, intrigada, tom¨® el objeto, mir¨® y vio reflejado el rostro de una mujer. Grit¨® a su marido: ¡°Me enga?as, tienes una amante y vienes a mirar su retrato¡±. ¡°Te equivocas, aqu¨ª veo a mi padre otra vez vivo, y eso alivia mi dolor¡±. ¡°?Embustero!¡±, contest¨® ella. Los dos acusaron al otro de mentir y se hicieron amargos reproches. Una anciana t¨ªa quiso interceder en la disputa y juntos subieron al granero. La mediadora contempl¨® el disco met¨¢lico y sacudiendo la mano dijo a la esposa: ¡°Bah, no tienes que preocuparte, solo es una vieja¡±. Seg¨²n la leyenda, es dif¨ªcil mirarse en el espejito, espejito, sin trampas, sin filtros, con todas nuestras fragilidades a cuestas. All¨ª tendemos a ver no solo la imagen que tenemos, sino la que tememos.
Nuestra ¨¦poca, hechizada por la publicidad y deslumbrada por las redes sociales, nos invita a mirarnos sin pausa: cada d¨ªa, posamos ante el m¨®vil y compartimos con el mundo m¨¢s de un mill¨®n de autorretratos. Sin embargo, durante los milenios ciegos, antes de los reflejos, de la fotograf¨ªa, de los v¨ªdeos, la mayor¨ªa de los seres humanos ignoraban el aspecto de su propio rostro y los rastros que ara?aba el arado del tiempo. Nuestros antepasados apenas pod¨ªan intuirse en un estanque, en el fondo brillante de una olla met¨¢lica o en un atisbo de cristal. No se conoc¨ªan, no se ve¨ªan. En las mansiones de los poderosos, la adulaci¨®n de los pintores halagaba sus vanidades embelleciendo los retratos. Ahora, rodeados de espejos y c¨¢maras, caemos en la misma tentaci¨®n de falsear nuestra apariencia con las herramientas de un programa inform¨¢tico o los retoques de una aplicaci¨®n. La cruda realidad nos asusta y nos disgusta. En la marea veraniega de la obsesi¨®n por los cuerpos perfectos, fabricamos espejismos ¡ªfuertes, esbeltos, bellos¡ª, quiz¨¢ porque solo sabemos amarnos cuando somos irreconocibles.
Seg¨²n la mitolog¨ªa cl¨¢sica, Narciso se enamor¨® de s¨ª mismo cuando se acerc¨® a beber de un r¨ªo. Cre¨ªa que bajo la superficie le sonre¨ªa otra persona, pero, cada vez que acercaba la mano para acariciarla, enturbiaba el agua y el deseado rostro se romp¨ªa. Insensible al resto del mundo, seducido sin saberlo por su propia imagen, Narciso se dej¨® morir postrado sobre su reflejo. En el lugar de su muerte brot¨® una flor, el narciso, con p¨¦talos blancos que a¨²n parecen inclinarse en busca de un espejo para su propia belleza. Hoy, como en la leyenda griega, llevamos la contraria a la m¨¢xima b¨ªblica: no amamos al pr¨®jimo como a nosotros mismos, sino que nos amamos ¡ªy nos fotografiamos¡ª como si fu¨¦ramos otro.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.