Eleg¨ªa
Su vida fue nuestra vida. Mi marido y yo hemos escrito muchas p¨¢ginas con ¨¦l en las piernas, hasta que se cans¨® de vivir
Cuando lleg¨® a mi vida, cab¨ªa en la palma de la mano de una ni?a de siete a?os.
Mi hija peque?a, abogada de pleitos pobres a tan corta edad, me cont¨® que lo hab¨ªa encontrado en el garaje, debajo de un coche, maullando con deses?peraci¨®n mientras una gata, su madre, amamantaba muy cerca a otros gatitos. Pero a este no lo quer¨ªa, me cont¨®, a este hab¨ªa decidido dejarle morir, porque cada vez que se acercaba, le daba una patada para alejarle. Muy bien, dije yo, pues qu¨¦ pena, pero nosotros no podemos hacer nada. ?Claro que s¨ª!, afirm¨®, nosotros nos lo vamos a quedar.
Ni hablar, dije, ni hablar. Yo no quer¨ªa un gato, nunca hab¨ªa querido un gato, no lo necesitaba. Mi hija lloraba, el gatito temblaba, d¨¦jame darle agua por lo menos, que hace mucho calor¡ ?Una ni?a de siete a?os puede comportarse como una diplom¨¢tica h¨¢bil y experimentada? Por supuesto que s¨ª. Elisa convenci¨® primero a sus hermanos, luego a su padre. Durante varios d¨ªas, cada vez que sal¨ªa al patio, me encontraba al gato all¨ª. Mi hijo mayor jugaba con ¨¦l, y yo le dec¨ªa que no nos lo ¨ªbamos a quedar, y ¨¦l dec¨ªa, claro que no, pero segu¨ªa tir¨¢ndole una pelotita, haci¨¦ndole saltar para permitirle despu¨¦s descansar en su regazo. Poco despu¨¦s, Irene me dijo que le hab¨ªa encontrado un nombre. En aquella ¨¦poca, yo estaba escribiendo El coraz¨®n helado, y mis hijos todav¨ªa aguantaban la paliza que les daba en todas las comidas, repasando con ellos el argumento de la novela una y otra vez. Yo contest¨¦ que me daba igual, porque no nos lo ¨ªbamos a quedar, y ella me dirigi¨® una mirada desafiante. ?Ah!, ?no?, exclam¨®, pues se llama Negr¨ªn, ?a ver si te atreves a echarlo! Fue un golpe maestro, lo reconozco. Yo no pod¨ªa mandar a Negr¨ªn al exilio por segunda vez, y mi familia se dio cuenta. A mediod¨ªa, mi marido sali¨® con un cuenco de leche como todos los que le deb¨ªan haber dado durante m¨¢s de una semana sin que yo me enterara, y me rend¨ª.
Aquella tarde, las ni?as y yo llevamos al gato al veterinario. Le examinaron, empezaron a vacunarle, nos recomendaron el pienso que m¨¢s le conven¨ªa, le pusieron un chip y nos dieron una cartilla con su nombre, Negr¨ªn, en la que constaba su condici¨®n de gato com¨²n, o sea, callejero. Pero era tan guapo que varios trabajadores se arremolinaron a su alrededor para admirarle. B¨¢sicamente negro, con la tripa y el hocico blancos, ten¨ªa un tach¨®n negro en la barbilla que parec¨ªa una perilla, y dos ojos enormes de color verde oliva, brillantes, preciosos. Volvimos a la sala de espera mientras nos preparaban un paquete con todo lo que hab¨ªamos comprado ¡ªcomederos, juguetes, comida¡ª y encontramos all¨ª a una madre y una hija que lloraban con una perra muy vieja en brazos. La iban a sacrificar y sufr¨ªan tanto como el animal. Esto es lo que nos espera a nosotros tambi¨¦n, advert¨ª a mis hijas, que segu¨ªan jugando con Negr¨ªn, pas¨¢ndoselo la una a la otra, y me miraron mal. ?Hay que ver qu¨¦ cosas dices!, me rega?aron, anda que no faltan a?os¡
Faltaban m¨¢s de 16. Durante 16 a?os, Negr¨ªn ha vivido con nosotros como uno m¨¢s. Su presencia ha ido marcando el paso de las estaciones, la puerta del sal¨®n cerrada en Navidad para que no se metiera de cabeza en el ¨¢rbol tirando todos los adornos, los balcones abiertos en primavera para que se entretuviera con las moscas que entraban desde la calle; la dura obligaci¨®n de quitarle el agua y la comida 12 horas antes de llevarle a Rota, donde naci¨®; cada verano, el estupor que sent¨ªa al llegar a una casa que no sab¨ªa si recordaba o no; los p¨¢jaros y los ratones que cazaba para dej¨¢rmelos delante de los pies; la melancol¨ªa que le invad¨ªa al volver a Madrid, d¨ªas enteros tirado en un sof¨¢, echando el jard¨ªn de menos.
Su vida fue nuestra vida. Mi marido y yo hemos escrito muchas p¨¢ginas con ¨¦l encima de las piernas, hasta que se cans¨® de vivir. La primera vez que dej¨® de comer, volvi¨® a casa con una sonda esof¨¢gica y le aliment¨¢bamos con una jeringa. La segunda vez no pudo ser, porque su organismo ya no soportaba otra sonda.
Hace un par de semanas me lo encontr¨¦ una ma?ana tirado en el suelo, con las patas tiesas y la mirada perdida. Se cumpli¨® mi profec¨ªa m¨¢s macabra y, desde entonces, no me encuentro en mi propia vida.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.