El fin del mundo, sin ir m¨¢s lejos
Las cat¨¢strofes venideras son pesadillas de las que a¨²n podemos despertar. El futuro es nuestro sue?o m¨¢s antiguo
El n¨²mero favorito de tu hijo es ¡°m¨¢s¡±. Por las ma?anas, cuando entras en su dormitorio y rompes la oscuridad al levantar las persianas, se niega a despertar del sue?o. Si ha llegado la hora de interrumpir los juegos que inventa en voz alta, absorto, resiste irreductible en su aldea imaginaria. Se aferra con u?as y dientes a los instantes felices, implorando siempre ¡°un poquito m¨¢s¡±. Quiere vivir en un mundo sin fin, una y otra vez se rebela ante lo ef¨ªmero.
Tambi¨¦n t¨² has sentido ese miedo a los finales que impone vivir: mudanzas de casas vac¨ªas, trabajos perdidos, orfandades y ausencias repentinas, amores exhaustos. En ¨¦pocas tempestuosas, entre cambios dr¨¢sticos y bruscas destrucciones, el terror nos zarandea y los cielos amenazan con desplomarse sobre nuestras cabezas. Desde el principio de los tiempos, casi todos los pueblos han albergado su idea del fin del mundo. Las historias son muchas y variadas. Se dir¨ªa que, en una temprana descentralizaci¨®n, las competencias apocal¨ªpticas fueron transferidas a cada cultura: nos extinguiremos juntos, pero cada uno a nuestra manera. La creatividad humana despleg¨® un inacabable arsenal de batallas, armagedones, ragnar?ks, libros de siete sellos, plagas y dragones. Guillermo Fat¨¢s cuenta en El fin del mundo que los habitantes de las islas Andam¨¢n, en el golfo de Bengala, creen que un gran terremoto destruir¨¢ la Tierra y el puente hacia el cielo; entonces, las almas se congregar¨¢n y vivir¨¢n sin sus principales azotes: la enfermedad, la muerte y ¡ªllamativamente¡ª el matrimonio. Por su parte, los pigmeos semang de Malasia pronostican que la diosa Yapudeu escupir¨¢ grandes tormentas hasta provocar un diluvio que juntar¨¢ los huesos de los muertos, y un batall¨®n de zombis embadurnados de fango abandonar¨¢ sus tumbas.
En las tradiciones mediterr¨¢neas, los antiguos egipcios describieron con pavor un desastre c¨®smico: un abismo engullir¨¢ el mundo, el sol dejar¨¢ de brillar. Ese d¨ªa, los dioses colocar¨¢n el coraz¨®n de cada difunto en una balanza y, en el otro platillo, una pluma de avestruz. Si el coraz¨®n es justo, pesar¨¢ menos que la pluma. Quienes hayan lastrado sus actos con codicia o abusos sufrir¨¢n la aniquilaci¨®n. Los m¨¢s et¨¦reos habitar¨¢n para siempre en el reino de Osiris, all¨ª donde la V¨ªa L¨¢ctea se convierte en el Nilo celestial.
Las distop¨ªas ciberpunk de nuestra ciencia-ficci¨®n son, en realidad, j¨®venes herederas de aquellas ancestrales mitolog¨ªas del porvenir. Unas y otras emergen en momentos de crisis, cuando el miedo nos atenaza, dibujando un ma?ana asolado por terribles calamidades. Todos los relatos escatol¨®gicos, desde el juicio final en una portada rom¨¢nica esculpida con perversos demonios hasta el cataclismo nuclear de una pel¨ªcula posapocal¨ªptica, son advertencias sobre los dilemas del presente. Anuncian esas debacles como el resultado catastr¨®fico de nuestras decisiones err¨®neas: morales, ambientales, cient¨ªficas, pol¨ªticas, b¨¦licas.
Bajo el despliegue de hecatombes, en toda leyenda prof¨¦tica late un mensaje optimista. Somos el pasado de ese porvenir, y todav¨ªa estamos a tiempo de impedir que los desastres arruinen el mundo. No es casual que la Estatua de la Libertad se haya convertido en un icono del g¨¦nero. Su silueta, semienterrada al final del cl¨¢sico El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner, o sumergida en Inteligencia Artificial, de Steven Spielberg, subraya la moraleja de las f¨¢bulas milenaristas: la posteridad depender¨¢ del uso que demos hoy a nuestra libertad. El aut¨¦ntico cataclismo ¡ªy su posible soluci¨®n¡ª somos nosotros. Anubis, el dios chacal que extrae los corazones a¨²n palpitantes de los muertos para pesarlos, y las mujeres cabizbajas de El cuento de la criada, de Margaret Atwood, nos susurran en distintas lenguas el mismo secreto: ciertos disparates de nuestro albedr¨ªo producen monstruos. Las cat¨¢strofes venideras son pesadillas de las que a¨²n podemos despertar. Desde los albores del miedo ¡ªtan viejo como la infancia¡ª, desde las primeras civilizaciones, siempre hemos deseado mirar m¨¢s all¨¢. El futuro es nuestro sue?o m¨¢s antiguo.
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