Indonesia de isla en isla
De la isla de Sumatra al 'skyline' de Yakarta, ruta en moto entre monta?as, bosques, selvas y 'ferrys'
Sumatra es la sexta isla m¨¢s grande del planeta. 50 millones de personas y casi 500.000 kil¨®metros cuadrados. Perteneciente a la Rep¨²blica de Indonesia y colonizada por portugueses y holandeses. V¨ªctima de frecuentes terremotos, erupciones, huracanes y tsunamis, es tambi¨¦n uno de los lugares m¨¢s puros, bellos y terribles que he tenido recorrido en moto.
Grandes r¨ªos caudalosos, palmeras, caucho y arrozales espejeantes. La carretera es mala, a ratos desaparece el asfalto pero hay un dens¨ªsimo tr¨¢fico. Llueve torrencialmente, la ruta se empina, atravieso monta?as, bosques y selvas. La niebla nos envuelve y me lo paso endiabladamente bien en este infierno. Estas cosas son las que me gustan, las que me excitan, hacen que la adrenalina corra por mis venas.
Siento que un buen humor repentino va fluyendo hacia mi coraz¨®n y mi cerebro. Llevaba varios d¨ªas enfadado con el mundo. De pronto, descubro por qu¨¦: me hac¨ªa falta viajar. Viajar en moto. Sufrir, esquivar, sudar, mojarme, pensar en todo y en nada, sobrevivir, acelerar, sortear baches, tomar mil curvas. Me hac¨ªa falta volver a ser motorista y dejar el sedentarismo de Bangkok y Kuala Lumpur; resulta delicioso sentir de nuevo que todos tus deberes para los pr¨®ximos d¨ªas se reducen a llegar.
Tras much¨ªsimas horas consigo llegar al otro lado de la isla, al ?ndico. Duermo aceptablemente en Padang. Al despertar, enfilo hacia el sur. La ruta circula por los montes. La selva me quiere comer. Si llueve, el suelo es un espejo deslizante. Si voy por el litoral, la silueta de la isla se llena de bah¨ªas, de playas de arena y de palmeras. El asfalto est¨¢ agujereado y el tr¨¢fico de camiones y motos es incesante. En alg¨²n tramo desaparece por completo, como si se lo hubiera tragado un tsunami.
Un extraterrestre en moto
La gente es acogedora y sencilla. Veo un puente colgante sobre una laguna que hay entre el mar y el territorio. Al cruzarlo, arribo a un poblado de pescadores donde me reciben como a un dios caprichoso ca¨ªdo del cielo para una visita de cortes¨ªa. Soy un extraterreste. Me rodean para tocar, hablar, preguntar. Pero como se dirigen a m¨ª en indonesio, les entiendo poco. Para esta gente es completamente estrafalario que yo no sepa hablar su lengua. Y quiz¨¢ tengan raz¨®n; si uno no sabe hablar indonesio, para qu¨¦ diablos est¨¢ en Indonesia.
Cada diez kil¨®metros tengo que cruzar alg¨²n puente met¨¢lico. Sin ellos ser¨ªa imposible viajar por aqu¨ª. Hay decenas, centenares de r¨ªos que bajan de las monta?as, marrones del lodo que arrastran. Vienen muy crecidos y muy turbios debido a la gran cantidad de lluvia que est¨¢ cayendo sobre la isla. Lo veo desde la costa. Mirando a mi izquierda hacia las monta?as cubiertas de selva, se divisa un manto gris¨¢ceo y ominoso. Son nubes, espesas, gigantes, pesadas, llenas de una lluvia densa que van descargando sin prisa ni pausa.
Cuando me interno en el interior de la isla para salvar alg¨²n accidente costero, la selva se abate sobre m¨ª. Una floresta espesa a la que lleva la carretera m¨¢s empinada que haya visto nunca. Llena de baches y mojada, es un matadero. Los camiones bajan escupiendo humo y aceite y las peque?as motos zumban a mi alrededor como un enjambre enfurecido. Y entonces se abren las compuertas del cielo y comienza a diluviar. El t¨²nel vegetal de lianas y plantas trepadoras engorda de niebla y vapor de agua y voy tan asombrado y miedoso que apenas puedo respirar.
Escapo de la jungla y tras un largo descenso vuelvo a ver el mar. Est¨¢ agitado, tan gris como este cielo ominoso. Aun as¨ª, es el para¨ªso. Estas bah¨ªas y playas ribeteadas de palmeras y rodeadas de arrozales, habitadas por estas gentes tan risue?as, resultan un milagro incre¨ªble. No hay nada. ?D¨®nde est¨¢n los hoteles, los chiringuitos y los negocios? Solo arena, agua y firmamento. No s¨¦ cu¨¢nto le quedar¨¢ de vida a este ed¨¦n, pero por ahora lo es. Muy primigenio, s¨ª, pero muy inc¨®modo tambi¨¦n. No hay turistas, luego no hay alojamientos.
Se hace de noche. Llego a una peque?a poblaci¨®n. Llueve inclementemente. Cae como una cortina. Veo un cartel que se?ala: Beach Hotel. Introduzco la moto en el callej¨®n. Al fondo, una luz mortecina. Veo dos figuras de pie en la puerta. Acerco la moto. Es una pareja de j¨®venes occidentales. Nunca me he alegrado m¨¢s de ver occidentales. Eso significa que hay un hotel cerca. Me preguntan de d¨®nde soy. Cuando contesto que soy espa?ol se alborotan. Ellos tambi¨¦n. Son surferos de Cantabria. No se pueden creer que venga en moto desde Espa?a.
Para¨ªso surfero
Karen y Juan explican que Sumatra es el para¨ªso surfero. Est¨¢ sin explotar pero se est¨¢ poniendo de moda en el mundillo. Nunca ser¨¢ como Bali por el conservadurismo de los habitantes musulmanes. Es mejor as¨ª, opinan, esto es para surfear y relajarse, el que quiera marcha que se vaya a otro sitio.
Al despertar ha dejado de llover. Frente a m¨ª tengo una bah¨ªa maravillosa y primitiva. Es un oasis de olas, arena y firmamento. Sobre la inmensa playa descansan un grupo de barquitas y en el horizonte se eleva una monta?a alargada.
Luce un sol fant¨¢stico. Mi camino me lleva a Lampung, la gran ciudad del sur de Sumatra. Llego al puerto para coger el ferry hacia Java. Me pongo el primero en la cola e inmediatamente soy rodeado e interrogado. ¡°?Qui¨¦n soy, qu¨¦ hago, de d¨®nde vengo?¡±.
Zarpamos. Atardece sobre el Mar de Java. El horizonte se inflama. Seg¨²n nos alejamos, la isla de Sumatra parece arder a nuestra popa. Las nubes densas que se alargan sobre ella semejan columnas de humo.
Desembarco en Yakarta
Con 18 millones de habitantes, Yakarta es la ciudad m¨¢s poblada de la isla de Java (Indonesia). Est¨¢ sometida a un perpetuo atasco y a una vor¨¢gine urban¨ªstica de altos edificios que pugnan por alcanzar el contaminado firmamento. Poco queda de los escenarios de El a?o que vivimos peligrosamente (1983), pel¨ªcula de esp¨ªas y periodistas dirigida por Peter Weir y protagonizada por unos j¨®venes Sigourney Weaver y Mel Gibson.
Lo m¨¢s interesante es el viejo casco urbano de Batavia, capital de la colonia holandesa. La plaza del ayuntamiento viejo es un hervidero de gente. Sobre todo locales, pero tambi¨¦n alg¨²n turista. Todos miran asombrados la enorme moto que zigzaguea entre los puestos de comida y los grupos de amigos. Es sorprendente encontrar reminiscencias de los Pa¨ªses Bajos en el tr¨®pico, como un antiguo puente levadizo id¨¦ntico a los que se pueden ver en ?msterdam.
Intento evitar el embotellamiento dejando Yakarta en domingo. Aun as¨ª me lleva horas de brega y sufrimiento. La densidad del tr¨¢fico es verdaderamente surrealista y ni siquiera viajar en moto facilita las cosas. Hay tantas que no queda un hueco libre. Me rodea un mar de motocicletas de peque?a cilindrada. Qu¨¦ digo un mar: un oc¨¦ano. Cargadas hasta lo inveros¨ªmil, con tres o cuatro pasajeros encima, con los ni?os sin casco, dormidos o agarrados con cinchas a sus madres.
A bordo de nuevo
El despacho de la naviera en Semarang es azul y luminoso. Confirman que en el ferry que ha de llevarme a Borneo no hay camarotes, solo dormitorios colectivos o butacas.
¡ª?Cu¨¢nta gente viaja?¡ªpregunto.
¡ªM¨¢s de 300¡ªresponden.
¡ª?Cu¨¢ntos servicios hay para todos?
¡ªCuatro cuartos con seis retretes¡ªresponden.
Diablos, pienso. Y dos d¨ªas de navegaci¨®n. Dos largu¨ªsimos d¨ªas.
¡ªUna ¨²ltima pregunta; ?sirven cerveza a bordo?
El tipo me mira extra?ado y se encoge de hombros.
¡ªNo.
El Dharma Ferry II es un nav¨ªo astroso y oxidado. Lo construyeron en un astillero japon¨¦s en 1971. La compa?¨ªa indonesia lo compr¨® de segunda mano en 2002, seguramente porque seg¨²n las leyes niponas ya era legalmente chatarra para el desguace. Suerte la de los paquebotes que inician una segunda vida en pa¨ªses de regulaciones m¨¢s flexibles. Desde entonces embarca a los m¨¢s pobres que no pueden pagar un billete de avi¨®n a Kalimantan.
La rampa de acceso tiene una inclinaci¨®n peligrosa. Subo a la bodega no sin alguna dificultad. El suelo est¨¢ resbaladizo de agua, aceite y salitre. Maniobro con lentitud. Cuando por fin la encajo en el hueco reservado, uso mis propias cinchas para que amarrar a mi moto, llamada Atrevida en honor a una de las corbetas de la Expedici¨®n Malaspina.
El dormitorio colectivo apesta y eso que va vac¨ªo. Escojo una litera superior y examino los servicios. Cuatro placas turcas y dos urinarios. La sala de butacas tiene aspecto de dispensario. Aparece un oficial. Le pregunto si tiene una cabina.
¡ªNo¡ªcontesta¡ª, en este barco solo hay clase econ¨®mica.
¡ªYa, pero yo podr¨ªa dormir con la tripulaci¨®n.
El tipo se me queda mirando un momento y me contesta que va a ver qu¨¦ puede hacer.
Al cabo de un rato regresa. S¨ª tiene algo para m¨ª. Le sigo por los pasillos hasta la parte superior. Llegamos a una sala refrigerada donde hay una mesa y una nevera. Mi anfitri¨®n abre una puerta. Es una cabina de oficiales con una litera. Es peque?a, modesta, pero estoy solo aqu¨ª y puedo dejar mis cosas. No me lo puedo creer. De nuevo he vuelto a caer de pie. Podr¨¦ enfriar mis latas y trabajar con el ordenador durante los dos d¨ªas de navegaci¨®n. Es lo mejor que me podr¨ªa haber pasado.
Cuando se hace de noche me siento solo en la cubierta superior y veo como se pone el sol mientras bebo unas cervezas. Seg¨²n calientan mi ¨¢nimo me siento muy feliz aqu¨ª. El mar se mueve bajo mis pies y la espuma que le arrancamos se funde con el met¨¢lico crep¨²sculo. De nuevo en movimiento, en otro barco, en otro mundo. Recuerdo al gran Josep Pla, que dec¨ªa que le encantaba viajar en cargueros y convivir con la tripulaci¨®n. Y aqu¨ª estoy yo ahora, viajando a Borneo en un carguero, durmiendo en el castillo de proa y escribiendo un libro sobre ello. Es como si el mism¨ªsimo Pla me hiciera un gui?o socarr¨®n desde el m¨¢s all¨¢.
Amanece el segundo d¨ªa de navegaci¨®n y es como si el Dharma Ferry II fuera un barco de rescate de refugiados, una especie de Balsa de la Medusa. Familias enteras sentadas en el suelo, hombres en camiseta tirados en la cubierta con la mirada perdida por la incomodidad y el aburrimiento. La escena me hace recordar que esto es lo normal, que son mis ojos occidentales los que lo convierten en excesivo o extraordinario.
Pero no es as¨ª. El mundo es, en su mayor parte, un enorme Dharma Ferry II que navega lentamente. Mi an¨®mala presencia me recuerda tambi¨¦n que yo represento la proporci¨®n exacta de ¡°misters¡± en este planeta; aproximadamente un blanco privilegiado por cada cuatrocientos morenos que sobreviven al d¨ªa. No, en realidad no son pobres, son normales. Somos nosotros los raros. Nuestra opulencia no es la medida de nada, es una extravagancia que le cuesta muy caro a la naturaleza. No somos el ombligo del mundo ni el centro del universo. Nuestro sistema de valores y consumo no representa en absoluto la normalidad. ?Simplemente nos lo hemos cre¨ªdo porque hemos inventado la televisi¨®n¡?
Gu¨ªa
INDONESIA
Documentaci¨®n
Pasaporte con seis meses de vigencia y visado en frontera por 25 d¨®lares americanos.
Carne du Passage expedido por el RACE para el veh¨ªculo
Dormir
JJ Guesthouse, en Medan.
Cabinas Carolina, en el Lago Toba.
Hotel Splash, en Bengkulu.
Krui Surf Camp, en Krui.
JAVA
Documentaci¨®n
Pasaporte con seis meses de vigencia y visado en frontera por 25 d¨®lares americanos.
Carne du Passage expedido por el RACE para el veh¨ªculo
Dormir
Hotel Whiz, en Semarang.
Informaci¨®n
Ferry de Semarang (Java) a Pontianak (Borneo): www.dluonline.co.id
Miquel Silvestre (Twitter: @miquelsilvestre) es autor del libro de viajes La fuga del n¨¢ufrago (Barataria, 2013) y del blog La ruta de los exploradores olvidados.
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