La India que se te queda dentro
Del traj¨ªn cosmopolita de Bombay a la paz de los ¡®ashram¡¯ de Andhra Pradesh Un viaje literario cargado de espiritualidad, aprendizaje y asombro
Como suele ocurrir con los viajes que nos entusiasman, el m¨ªo a India comenz¨® a?os antes de subir al avi¨®n. Hija de familia atea, siempre me atrajo la espiritualidad. En casa era imposible obtener ese tipo de educaci¨®n, as¨ª que recurr¨ª a lo que ten¨ªa a mano: alguna t¨ªa religiosa, alguna abuela con ganas de adoctrinar. Entre mis ocho y nueve a?os, mis vecinos se aficionaron a la meditaci¨®n y a los cantos en s¨¢nscrito. En varias ocasiones, me invitaron a acompa?arlos a su ashram y yo aceptaba feliz de encontrar otros derroteros. Casi terminada la adolescencia, me enter¨¦ de que much¨ªsima gente que entonces me interesaba, como los Beatles o los poetas beatnik, hab¨ªa estado y encontrado inspiraci¨®n en India. Aunque no tuviera idea de c¨®mo y cu¨¢ndo ser¨ªa, estaba segura de que tarde o temprano yo tambi¨¦n habr¨ªa de ir.
Sucedi¨® a los 28 a?os acompa?ada de Aim¨¦e, mi mejor amiga, tambi¨¦n mexicana. Permanecimos en India 40 d¨ªas, visitando ciudades importantes y sus alrededores; templos, monumentos, ashrams, m¨¦dicos y astr¨®logos. En ese entonces llevaba m¨¢s de dos a?os viviendo en Par¨ªs y estaba acostumbrada a sus atm¨®sferas y a sus humores grises, de modo que el contraste fue mucho mayor que si hubiera llegado directamente del DF. Hab¨ªa gente desnuda, algunos pintados de blanco y de rojo, hombres travestidos con saris, llevando en la frente los signos de las mujeres casadas,rostros desencajados por la lepra, ni?os de una belleza fulgurante. La pobreza y las diferencias tan abruptas entre las clases sociales llaman la atenci¨®n aun siendo latinoamericano. La primera noche nos impresionaron los grupos de 30 o 50 personas que, sentadas en cuclillas junto al restaurante donde hab¨ªamos cenado, pantagru¨¦licamente, esperaban a que cerraran y les regalasen los restos de comida. ¡°Son los intocables¡±, dijo un turista franc¨¦s que pasaba por ah¨ª, y nosotros guardamos un silencio culpable.
¡®Rickshaws¡¯ enloquecidos
Por calles sin pavimento, los coches circulaban en todas direcciones, y entre ellos, como insectos enloquecidos, se inmiscu¨ªan los rickshaws. Recuerdo tambi¨¦n los olores a fruta y a comida, aromas muy condimentados a c¨²rcuma y a curri, vendedores de frutas id¨¦nticas a las que se encuentran en mi pa¨ªs: mangos, chicozapotes, pitayas, chirimoyas. Semejante despliegue de est¨ªmulos sensoriales propici¨® en mi amiga y en m¨ª el siguiente comentario: ¡°Esto es como M¨¦xico, pero en ¨¢cido¡±. No era una broma, ese exceso de realidad se asemejaba a la alucinaci¨®n y era dif¨ªcil soportarla. En Vislumbres de la India, Octavio Paz, quien fue embajador de M¨¦xico ah¨ª, describe a la capital como ¡°un balc¨®n hacia lo que no tiene nombre¡±. No hac¨ªa falta buscarlo en otra parte: frente a nosotros estaba lo inefable. El horror excesivo nos transporta, cuando menos lo esperamos, hacia la experiencia m¨ªstica. Pero nosotros no nos conformamos con este descubrimiento y seguimos el itinerario en busca de los afamados ashrams.
La estaci¨®n de trenes de Delhi es inmensa y desconcertante. La transitan desde pasajeros vestidos con trajes de seda a la moda inglesa que viajan en compartimentos de lujo hasta mendigos que solo van a ganarse la vida. Recuerdo que hab¨ªa muchas personas durmiendo sobre un mont¨®n de maletas porque su tren llevaba m¨¢s de ocho horas de retraso y segu¨ªan sin saber cu¨¢ndo iba a llegar. Me sorprendi¨® la calma y la paciencia de estos pasajeros suspendidos en el tiempo a quienes nadie atend¨ªa o indemnizaba. La vida era as¨ª para ellos y solo quedaba una opci¨®n: aceptarla. Viajamos en tercera clase con aire acondicionado, junto a otros turistas e indios clasemedieros. Los asientos eran sencillos, pero c¨®modos, y las personas a nuestro alrededor, amables y conversadoras. Casi todos vest¨ªan los pantalones y camisas sueltos que dieron su nombre a nuestros pijamas, pero tambi¨¦n hab¨ªa se?ores con mon¨®culo y bomb¨ªn.
Gu¨ªa
Informaci¨®n
? Oficina de turismo de India.
C¨®mo llegar
? Air France, Emirates, KLM o? Turkish vuelan de Madrid a Nueva Delhi a partir de 500 euros ida y vuelta. Todos los vuelos tienen escala en Par¨ªs, Dub¨¢i, ?msterdam o Estambul.
Aunque en general sus modales eran atentos y delicados, nos llamaron la atenci¨®n dos de sus costumbres higi¨¦nicas: la primera consist¨ªa en arrojar los restos de comida, incluidos el plato y los cubiertos, por la ventanilla del tren, hacia el descampado. La segunda en sonarse la nariz con los dedos, lanzando los mocos y los escupitajos como hac¨ªan con las sobras. Al ver nuestra cara de sorpresa, un hombre se justific¨®: ¡°Es mucho m¨¢s limpio quit¨¢rselos as¨ª que meterlos en un pa?uelo y cargarlos en el bolsillo durante todo el d¨ªa¡±.
Para cualquier persona practicante o aficionada al budismo, a su historia y a sus t¨¦cnicas de meditaci¨®n, Bodhgaya es una ciudad emblem¨¢tica y por eso fue nuestro primer destino. Seg¨²n la leyenda, el pr¨ªncipe Sidharta medit¨® ah¨ª bajo un ¨¢rbol frondoso hasta alcanzar la iluminaci¨®n. Practicantes del mundo entero y de todas las corrientes llegan cada a?o a esa ciudad llena de templos y monasterios. Aim¨¦e y yo nos sent¨ªamos atra¨ªdas por el budismo tibetano y aquel mes de enero el Dal¨¢i Lama iba a ense?ar un tantra fundamental llamado Kalachacra. M¨¢s que el paisaje, los mandalas, los templos o las innumerables estatuas de Buda, lo que nos impresion¨® fue el contraste entre la gente dedicada a la meditaci¨®n ¡ªen cuya mirada pod¨ªa verse un brillo y un amor conmovedores¡ª y los borrachos, drogados, enfermos y delincuentes que encontr¨¢bamos cada d¨ªa en las calles polvorientas. Una vez m¨¢s, esa yuxtaposici¨®n nos lanzaba a la apor¨ªa del poema El balc¨®n, de Octavio Paz: ¡°Por un instante vi la vida verdadera. / Ten¨ªa la cara de la muerte. / Eran el mismo rostro / disuelto / en el mismo mar centelleante¡±.
Pasamos varios d¨ªas asistiendo a la explicaci¨®n del tantra, en medio de una multitud de diversas nacionalidades aferrada a una precaria traducci¨®n simult¨¢nea transmitida por radio. Sin embargo, el gusto nos dur¨® poco, ya que el Dal¨¢i Lama cay¨® gravemente enfermo y las ense?anzas se aplazaron hasta el a?o siguiente. Fue una lecci¨®n sobre la fragilidad de la vida ¡ªincluso la de los seres m¨¢s evolucionados¡ª y, para decirlo en t¨¦rminos budistas, sobre la transitoriedad de todos los fen¨®menos.
Cometas en Benar¨¦s
Despu¨¦s de Bodhgaya viajamos hacia Benar¨¦s (oficialmente Varanasi). Recuerdo bien sus calles estrechas donde circulaban peatones y vacas. Recuerdo los talleres min¨²sculos, las tiendas tan angostas que no cab¨ªa nadie de pie y la naturalidad con la que los habitantes hac¨ªan suya esa extra?a arquitectura. El espacio social lo constituyen los techos y las azoteas de las casas, donde la gente acomoda sillones y mesas, improvisa escuelas o bares. En el crep¨²sculo, los habitantes de Benar¨¦s vuelan cometas coloridas a las que atan navajas diminutas, ya que la diversi¨®n verdadera consiste en derribar las cometas vecinas.
Est¨¢bamos preparadas para la suciedad del Ganges, pero no para su apacible belleza. Antes hab¨ªa visto fotos del Kumbhamela, festividad durante la cual las multitudes se ba?an desnudas y amontonadas en ese r¨ªo sagrado para purificarse de enfermedades f¨ªsicas y espirituales. Nosotras, sin embargo, quiz¨¢ porque fuimos temprano por la ma?ana, lo encontramos solitario y sereno, dos cualidades muy escasas en ese pa¨ªs. En edificios concebidos para ello y distribuidos en peque?as celdas, oscuras y frescas, donde solo caben una o dos esterillas, cientos de personas esperaban la muerte, felices de saber que sus cenizas se unir¨ªan por fin a esa corriente infecta, pero directamente vinculada a la divinidad. Por la tarde, las cosas fueron distintas. En el Burning Ghat o plaza de las Cremaciones, la actividad era intensa. Los cad¨¢veres se quemaban en piras de madera y carb¨®n y despu¨¦s se arrojaban al Ganges, con excepci¨®n de los ni?os y las mujeres embarazadas, que pod¨ªan prescindir del fuego por haber muerto en estado de gracia. Dimos un largo paseo en barca sobre las aguas donde, de cuando en cuando, aparec¨ªa una mano o una cabeza. Un recorrido macabro que, sin embargo, nos predispuso a la gratitud y al recogimiento.
Una ciudad decadente
Viajar en tren a la costa oeste nos llev¨® casi dos d¨ªas. Llegamos a Bombay (oficialmente Mumbay) al amanecer, y, durante la ma?ana, pudimos visitar una de las ciudades m¨¢s hermosas y decadentes que haya conocido. Algo recordaba a La Habana y a Cartagena de Indias, quiz¨¢ los suntuosos caserones brit¨¢nicos derruidos por el aire y el salitre del mar como surgidos por milagro entre las palmeras. Sin embargo, en Bombay las casonas neog¨®ticas conviven con altos rascacielos y en sus calles hay un traj¨ªn de gran metr¨®poli. No en balde se trata de la ciudad m¨¢s poblada del mundo. Ya para entonces llev¨¢bamos casi tres semanas de viaje y por eso decidimos darnos un lujo: en vez de las pensiones limpias, pero extremadamente austeras, donde hab¨ªamos pernoctado, nos alojamos en un hotel de cuatro estrellas con clima artificial y vista al jard¨ªn. Esa noche cenamos en el Peshawri, uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Al d¨ªa siguiente fuimos a un beauty parlor, donde nos hicimos masajear y depilar con hilo. Nos sorprendi¨® la libertad y la soltura de las mujeres indias para mostrar su cuerpo desnudo ante sus cong¨¦neres, muy en contraste, dicho sea de paso, con la actitud tan pudorosa que asum¨ªan por la calle.
Aim¨¦e y yo crecimos en el DF y estamos acostumbradas al caos citadino, pero el de Bombay nos result¨® insoportable. Al cabo de dos d¨ªas tuvimos que salir huyendo. Seg¨²n las gu¨ªas de turismo, las playas eran muy sucias y era mejor evitarlas, pero est¨¢bamos junto al mar y nos apetec¨ªa ba?arnos. Fue as¨ª como ca¨ªmos en un parque acu¨¢tico en el cual la etiqueta eran los leggins o el traje de ba?o hasta los tobillos. El algod¨®n estaba prohibido por el reglamento, ya que mojado se vuelve transparente y, por tanto, imp¨²dico, de modo que nos fue imposible escondernos tras la camiseta y tuvimos que soportar la mirada de decenas de adolescentes que, sin discreci¨®n alguna, nos segu¨ªan a todas partes. El restaurante era un McDonald¡¯s que presum¨ªa en su puerta de no cocinar las vacas; donde todas las hamburguesas eran de pollo o pescado.
En Ganeshpuri visitamos el ashram de Siddha Yoga, a cuya gur¨² segu¨ªan mis vecinos de infancia. Luego el de Osho, situado en la ciudad de Puna, muy enfocado al ligue y al escarceo er¨®tico. Quiz¨¢ por los precios que manejan, los indios casi no acuden. Ambos recintos est¨¢n llenos de devotos extranjeros.
Todo lo contrario ocurre en el ashram de Sai Baba, a dos horas de Bangalore, en la regi¨®n de Andhra Pradesh. Sai Baba era, al menos en ese tiempo, el gur¨² m¨¢s popular de India. Una familia de amigos m¨ªos viv¨ªa ah¨ª y ellos se encargaron de explicarnos su funcionamiento. M¨¢s que en un hotel de lujo como los anteriores, este hac¨ªa pensar en una aldea comunista. Salvo los templos, todo era austero y muy bien organizado. Hab¨ªa una escuela, dos colmados, tres comedores y varios dormitorios. Sin importar su riqueza o clase social, cada hu¨¦sped deb¨ªa trabajar para la comunidad. No porque lo dictara el reglamento sino con diligencia, atenci¨®n y cuidado, como se realiza una pr¨¢ctica espiritual.
El principal tema de conversaci¨®n entre los hu¨¦spedes versaba sobre los distintos milagros que el swami, como lo llaman all¨ª, realizaba diariamente, y que iban supuestamente desde predecir el futuro hasta materializar joyas o curar enfermedades graves. El otro tema consist¨ªa en los giros radicales que hab¨ªan dado sus destinos. Conocimos a dos compatriotas, una exprostituta y otra extraficante de drogas, cuyas vidas se hab¨ªan visto transformadas. Me dije que un r¨¦gimen de yoga, comida sana, meditaci¨®n, tareas manuales o intelectuales, desempe?adas en horarios estructurados y clementes,le vienen bien a cualquiera. La vida saludable es capaz de reconstruir la salud mental y la dignidad del peor delincuente. Las prisiones y los manicomios del mundo entero deber¨ªan inspirarse en ese modelo.
Despu¨¦s de cinco d¨ªas, volvimos a Delhi para tomar el avi¨®n de regreso. A pesar de las miles de im¨¢genes que ambas llev¨¢bamos en la memoria, ninguna de las dos cre¨ªa haber hallado la experiencia transformadora que hab¨ªamos ido a buscar. Durante el vuelo de regreso, Aim¨¦e encontr¨® esta frase en un libro de Rudyard Kipling: ¡°La victoria y el fracaso son dos impostores. Hay que recibirlos con id¨¦ntica serenidad y con saludable punto de desd¨¦n¡±. La apunt¨¦ en mi cuaderno. Pens¨¦ en los viajeros que esperaban resignadamente a su tren en la estaci¨®n de Delhi y me dije que quiz¨¢ era la actitud m¨¢s adecuada para aguardar la revelaci¨®n trascendental. El a?o siguiente, el Dal¨¢i Lama viaj¨® a Par¨ªs para impartir 10 d¨ªas de ense?anzas. Fue como cumplir una promesa improbable. Comprend¨ª que aunque crey¨¦ramos haber salido de India, ella no hab¨ªa salido a¨²n de nosotras. Al menos en mi interior, y de la misma forma imprecisa en que hab¨ªa empezado, el viaje segu¨ªa ocurriendo.
? Guadalupe Nettel (M¨¦xico DF, 1973) es autora de El matrimonio de los peces rojos (P¨¢ginas de Espuma).
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