Vuelo de cig¨¹e?as sobre las ruinas de M¨¦rida
M¨¦rida guarda tesoros romanos, visigodos, isl¨¢micos y cristianos. Y un museo que es una de las mejores obras de Rafael Moneo
Los romanos no daban puntada sin hilo. Este credo que resulta axiom¨¢tico a nivel mediterr¨¢neo, es c¨®modamente ratificado en M¨¦rida. La antigua Augusta Em¨¦rita, colonia fundada a principios del siglo I despu¨¦s de Cristo por legionarios licenciados que ven¨ªan de las guerras c¨¢ntabras, se erige en Badajoz a las orillas del r¨ªo Ana -Guadiana para los ¨¢rabes-, bajo un cielo azul de una rara pureza, y vigilada sempiternamente por las cig¨¹e?as desde sus nidos de palitroque. Aparte de mantener el imperio ¡°igual e indiviso¡± a base de gladius y lat¨ªn, los romanos siempre supieron que el entretenimiento era una piedra basal de su estabilidad. El circo de M¨¦rida -avenida de Juan Carlos I-, tiene una planta ovalada de m¨¢s de cuatrocientos metros de largo, cuyas ruinas dejan entrever su antiguo esplendor, e invitan a imaginar las bigas y cuadrigas a toda pastilla, mientras tienes presente la insoslayable escena de Charlton Heston y Stephen Boyd recort¨¢ndose en las curvas. L¨¢stima que el centro de interpretaci¨®n que lo enmarca est¨¦ tan oxidado como desatendido.
Un poco m¨¢s all¨¢, en el parque de San L¨¢zaro, podemos visitar junto al acueducto los restos de las termas, donde se aprecia bien la palestra y parte de las salas, que de nuevo remiten a un lugar com¨²n, Espartaco, la escena en la que Marco Licinio Craso -Laurence Olivier- le explica su querencia por los caracoles y las ostras a un inquieto Antonino -Tony Curtis-.
A medida que nos adentramos en el meollo de la ciudad, ascendiendo por la empinada Ram¨®n M¨¦lida orillada por tiendas de recuerdos, seguimos comprobando que los romanos, de tontos, ni un pelo. El lugar elegido para seguir solazando al populus resulta espectacular por su serena belleza y los cipreses disparados al cielo. A falta de f¨²tbol o telebasura, bien est¨¢ el anfiteatro, parecen pensar. En su arena se derram¨® la sangre de cientos de gladiadores, mirmillones, tracios, Homoplachus¡ entre los berridos apasionados de los espectadores que abarrotaban las c¨¢veas -gradas-, hasta que los ganadores sal¨ªan por una puerta triunfal. Mientras est¨¦n ah¨ª, no pierdan de vista la forma de construir romana, cuyos muros, bajo los primores de las l¨¢minas de m¨¢rmol, eran levantados a base de piedras sueltas unidas por mortero, que les da una apariencia de turr¨®n, si no muy est¨¦tica, indudablemente pr¨¢ctica y solid¨ªsima.
Aleda?o al anfiteatro tenemos el famoso teatro de M¨¦rida, donde en verano se programa S¨®focles o Arist¨®fanes. Las magn¨ªficas columnas en el frente de escena, veteadas de azul, y un espacio concebido para seis mil personas dan una idea equivocada de los gustos imperiales, ya que la gente prefer¨ªa las carreras o los juegos de gladiadores, y el objetivo prioritario -pol¨ªtico y propagand¨ªstico- ya lo dej¨® claro Augusto con una frase: ¡°al teatro se va a ver y ser visto, poco importan los versos¡±. Justo tras la escena podemos visitar un subrayado de su ideolog¨ªa, una zona ajardinada con un ¨¢rea dedicada al culto de s¨ª mismo. Para tener una visi¨®n m¨¢s completa y detallada es imprescindible la visita al Museo Nacional de Arte Romano, a un tiro de piedra; un edificio ideado por Rafael Moneo, de gran sutileza espacial, que permite disfrutar de estatuas tan herm¨¦ticas como la del Dios del tiempo infinito de los cultos mitraicos, embelesarnos con el realismo de ciertos rostros esculpidos o sonre¨ªr ante la laxa moral romana, obsesionada con los colgantes de penes. Antes de darnos una tregua, y de camino hacia la plaza mayor, recomiendo un peque?o desv¨ªo a la izquierda, por la calle Sagasta, para admirar el inesperado y fabuloso Templo de Diana, que formaba parte de un complejo religioso imperial cuyos restos podemos contemplar unos metros antes en lo que queda del Foro. Recuerden lo que dec¨ªa Edward Gibbon: ¡°en cuanto a los distintos tipos de culto que prevalec¨ªan en el mundo romano, el pueblo los consideraba igualmente ciertos; el fil¨®sofo, igualmente falsos; y el magistrado, igualmente ¨²tiles¡¡±. Ya de por s¨ª el tama?o del templo nos asombra, pero lo que realmente choca es el palacio del siglo XVI erigido en su interior, que te hace pensar en las cat¨¢strofes urban¨ªsticas contempor¨¢neas, aunque luego te enteres que precisamente tama?o desatino permiti¨® su buena conservaci¨®n.
Un verm¨² en la plaza de Espa?a, limpia y tranquila, resulta inexcusable, o si es usted cervecero, puede degustar las cervezas artesanales que se elaboran en la zona, Jara, Marwan, o mi preferida, Sevebrau, acompa?adas de unas caracter¨ªsticas olivas negras. Para comer buen jam¨®n, solomillo ib¨¦rico relleno de higos o un plato de exquisito venado se pueden entrar en Rex Numitor -calle de Castelar-, o siguiendo la calle Trajano, en el restaurante A de Arco, tienen a su disposici¨®n una carta con sabroso lomo, revueltos de morcilla o torta de Trujillo. Y am¨¦n. La peculiaridad de este local es que se pueden degustar las viandas tocando los sillares del Arco de Trajano -que ni es arco ni es de Trajano-, ya que uno de sus lados est¨¢ integrado en la pared del comedor.
Una vez recuperadas las fuerzas, podemos continuar recorriendo el mundo contado por Horacio, Tito Livio y Suetonio, pero ya comprobando que M¨¦rida amerita ser tierra de frontera no solo por su situaci¨®n geogr¨¢fica, sino por los estratos hist¨®ricos que se han acumulado en ella. Junto a un precioso paseo a la vera del Guadiana, encontramos el ¨¢rea de la Morer¨ªa, un pastel con diferentes capas ante el cual podemos pasar r¨¢pidamente p¨¢ginas del almanaque y distinguir barrios romanos, visigodos, isl¨¢micos, cristianos¡ En una de las calzadas, ancha como para permitir el paso de dos carros, llama la atenci¨®n un hito de piedra que dizque era un ?limitador de velocidad! Todo apasionante, aunque se repite el mismo d¨¦j¨¤ vu que se tiene en el circo: cierta desidia a la hora de controlar los accesos y cuidar los vestigios. Dando un paseo mientras disfrutamos de la zona arbolada, llegamos a otro de los must de M¨¦rida: la Alcazaba. Una fortaleza ¨¢rabe levantada por Abderram¨¢n II para controlar el acceso a la ciudad, de planta compleja, desde cuyos muros podemos admirar el r¨ªo y la magn¨ªfica ingenier¨ªa del puente romano, tajamar incluido. En su interior nos aguardan m¨¢s sorpresas; un fabuloso aljibe al que se desciende por un doble corredor; los muros deconstruidos que funcionan como m¨¢quinas del tiempo dejando a la luz su f¨¢brica romana, visigoda y musulmana; los bola?os acumulados bajo un olivo, restos de los asedios durante la guerra entre Isabel y Juana la Beltraneja; el convento edificado en un extremo por la Orden de Santiago, que actualmente es la sede de la presidencia de la Junta de Extremadura¡
Si a¨²n le queda gasolina en el dep¨®sito y curiosidad hist¨®rica, puede seguir por la calle de Oviedo hasta la Casa de Mitreo, junto a la plaza de toros, una casa con interesantes mosaicos y pinturas murales, o si lo que le va es lo visigodo, volviendo a la plaza de Espa?a, en el convento de Santa Clara, tiene toda una colecci¨®n visigoda, porque no olvidemos que aunque se respire ¡°garum¡± por doquier, M¨¦rida fue capital del reino visigodo de Hispania durante sesenta y cinco a?os. Puede completar el circuito con los restos bajo la bas¨ªlica de Santa Eulalia, en la avenida de Extremadura, o el Xenodoquio -cerca de las termas romanas-, un hospital albergue para peregrinos que formaba parte del complejo religioso de la bas¨ªlica. Elijan lo que elijan, M¨¦rida es una apuesta segura, aunque se quede uno con la sensaci¨®n de que, a estas alturas, deber¨ªa de brillar entre los destinos tur¨ªsticos mundiales con mucho m¨¢s vigor. Supongo que la soluci¨®n pasar¨¢ por la voluntad institucional.
Ignacio del Valle es autor de la novela Busca mi rostro (Plaza & Jan¨¦s).
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