Paisajes m¨¢gicos para Virginia Woolf
Por los escenarios de Sussex que inspiraron a la escritora brit¨¢nica, a su hermana Vanessa y a los dem¨¢s miembros del grupo de Bloomsbury. La BBC estrena este a?o una serie sobre ellos
La obra de Virginia Woolf tiene una tremenda fuerza y sentido por s¨ª sola, pero no menos lo tuvieron su vida y sus circunstancias. Sobre todo su hermana mayor, Vanessa. Ambas nacieron al final de la era victoriana en un barrio pudiente de Londres. La muerte de la madre y luego del padre, sir Leslie Stephen, as¨ª como despu¨¦s la de Thoby, el hermano mayor, les brindaron la posibilidad de romper con las rigideces victorianas, sin renunciar a algunas de sus virtudes. Dejaron la oscuridad y el tedio de Kensington y se instalaron en un barrio entonces nada chic, Bloomsbury, en una vivienda luminosa y abierta.
All¨ª Vanessa se dedic¨® a la pintura y Virginia a escribir. All¨ª reunieron a unos cuantos hombres especiales. Lytton Strachey, Maynard Keynes, Morgan Forster, Clive Bell, Leonard Woolf, Duncan Grant, Roger Fry: todos ten¨ªan un talento particular. Les un¨ªa un esp¨ªritu de renovaci¨®n est¨¦tica y moral, el deseo de romper con la hipocres¨ªa y la estrechez de miras de la sociedad inglesa. Sin el art¨ªstico pragmatismo de Vanessa y el genio, la inteligencia y los ojos verdes de Virginia quiz¨¢ el grupo se hubiera deshecho bien pronto y no ser¨ªa hoy una leyenda de emancipaci¨®n reconocida en todo el mundo. Y una apasionante novela, llena de extra?os y a veces perversos v¨ªnculos amorosos, con una sensualidad elevada a la categor¨ªa de arte.
Un refugio amable y buc¨®lico
Vine a Sussex en busca de las huellas a¨²n frescas de las hermanas Stephen. De sus vidas y moradas en Londres apenas queda nada: las bombas alemanas y la especulaci¨®n las hicieron desaparecer. Vanessa y Virginia, as¨ª como el resto de la troupe, llegaron a Sussex en la primera d¨¦cada del nuevo siglo atra¨ªdos por su paisaje amable y buc¨®lico, bello de una manera inexplicable. Quiz¨¢ encontraban al abrigo de los Downs, colinas de creta que se extienden a lo largo de 600 kil¨®metros de Hampshire a Beachy Head, el enlace entre la vanguardia y el mundo de los druidas. No era una regi¨®n muy poblada entonces y tampoco lo es ahora. Lo que sedujo a aquellos intelectuales estoicos sigue estando aqu¨ª: el silencio ondulado de la tierra, la brisa que llega del mar y la sensaci¨®n de que las serenas colinas patrulladas por ovejas sin esquilas tienen un destino m¨¢s all¨¢ de la hierba.
Virginia dec¨ªa que una mujer que escribe necesita dos cosas: dinero y una habitaci¨®n propia. Ella consigui¨® ambas gracias a su propio esfuerzo. Tuvo tres casas en Sussex y habit¨® al menos en cinco. Fue ella quien atrajo a su hermana a esta luz campestre que acallaba sus voces londinenses. Primero tuvo una habitaci¨®n en la casa de Asheham, que alquil¨® con Vanessa cuando a¨²n las dos eran solteras. Luego los Woolf compraron Monk¡¯s House, en Rodmell, pueblo a tres millas de Lewes, la capital del condado. Pero antes, ese mismo a?o de 1919, Virginia se hab¨ªa enamorado de una casa con aspecto de jaula de p¨¢jaros colgada de una de las colinas de Lewes. ¡°La compramos a ciegas, en la emoci¨®n del momento¡±, escribi¨® en su diario, seg¨²n leo en la placa que figura en la fachada, donde dice que Virginia vivi¨® aqu¨ª.
Paseando por Lewes es f¨¢cil entender el encanto que ten¨ªan para ella esta pintoresca ciudad y sus alrededores. Las arquitecturas medieval, eduardiana y georgiana se mezclan con naturalidad. Un r¨ªo escurridizo y un castillo erigido sobre restos romanos y sajones, para defender la ruta entre Londres y Normand¨ªa, definen sus l¨ªneas. Estaci¨®n intermedia de South Downs, en Lewes se respira una atm¨®sfera m¨¢gica, como si fuera el hogar de curanderos. Esta parte de Inglaterra fue el ¨²ltimo basti¨®n del paganismo brit¨¢nico. Aqu¨ª la noche de Guy Fawkes he visto c¨®mo la ciudad se envuelve en llamas y la gente desfila por las calles lanzando gritos de guerra.
Subo y bajo cuestas desde las que se vislumbran colinas de tonos verdes y ocres, y al fondo la bruma que anuncia el mar cercano. Una vetusta librer¨ªa torcida del siglo XV parece a punto de desmoronarse en un mont¨®n de vigas negras. Sobre un estanco de la High Street Thomas, Paine sent¨® sus reales como revolucionario. Paso junto a la casa que Enrique VIII construy¨® para Anne de Cleves al divorciarse de ella. Nunca lleg¨® a habitarla. En el centro, donde el r¨ªo Ouse forma un canal para veleros y balandros, la f¨¢brica de cerveza Harveys se extiende como una catedral laica. Y sobre el puente, un hombre pronuncia un sentido discurso subido a un taburete.
Amores campestres
Virginia caminaba mucho. Hab¨ªa heredado las piernas de su padre, buen escalador. Desde su casa en Rodmell iba paseando a Lewes cada tarde, o utilizaba la bicicleta. Atravesaba el r¨ªo Ouse, donde se ahog¨®, y a menudo llegaba a Charleston, la finca de Vanessa en Firle (lo que significaba al menos tres horas y media de camino desde su casa), donde la hermana mayor se hab¨ªa instalado con su amante homosexual Duncan Grant, y la aquiescencia de su marido, Clive Bell, para enraizar una vida de pintora y madre bohemia. Ambas hermanas se complementaban, los puntos fuertes de una eran los d¨¦biles de la otra. Durante d¨¦cadas se escribieron cartas todos los d¨ªas. Vanessa dec¨ªa que jam¨¢s hab¨ªa recibido cartas de amor como las de Virginia.
Despu¨¦s de la guerra de 1914, la aislada granja de Charleston se convirti¨® en el refugio campestre de los brillantes y desinhibidos ¡°ap¨®stoles¡±, como se llamaban los miembros de Bloomsbury. Esos personajes que conoci¨® en Cambridge el malogrado Thoby ven¨ªan a gozar de las dotes de anfitriona de Vanessa, que les dejaba a su aire y les otorgaba su protecci¨®n. A veces coincid¨ªan Clive, el marido de Vanessa, con la pareja de ella, el pintor Duncan Grant, y el amante de este, el joven David Garnet. Adem¨¢s del economista Maynard Keynes y el agudo bi¨®grafo Lytton Strachey (ambos antiguos amantes de Duncan, quien tambi¨¦n lo hab¨ªa sido del hermano menor de las Stephen, Adrian) y el cr¨ªtico Roger Fry.
En Charleston, en la placidez de Sussex, ellos segu¨ªan cultivando la conspiraci¨®n de amistad e ingenio que les un¨ªa. Al mismo tiempo que creaban en torno a ellos una autoexigente supremac¨ªa intelectual, por no hablar del embrollo en que convert¨ªan sus vidas. Garnet, por ejemplo, a?adir¨ªa veinte a?os despu¨¦s otro cap¨ªtulo morboso a la novela del grupo. Angelica, la hija menor de Vanessa, se cas¨® con ¨¦l, que hab¨ªa sido amante de su padre (Duncan Grant) y azote emocional de su madre. Aunque artista ella misma, Angelica escribi¨® en sus amargas memorias, Deceived with kindness(amablemente enga?ada), que hubiera preferido una familia sin tantos genios, con unos padres que se acordasen de su cumplea?os. A ella le toc¨® parte de la desgracia que ha rondado siempre a la familia, pues su hija Amaryllis pereci¨® ahogada en el T¨¢mesis.
El jard¨ªn entre nubes
El retrato que Vanessa hizo de su hermana en 1912 cuelga ahora en el comedor de la que fue su casa, Monk¡¯s House. Virginia se acababa de casar tras muchas dudas, que luego la sumir¨¢n en una fuerte crisis, la mayor de las cinco que tuvo. El pelo corto, la mirada perdida, los labios a punto de hablar: hay algo masculino en este retrato. Pero las manos apenas esbozadas, que parecen retorcerse, hablan de una desaz¨®n muy femenina. Meses antes Virginia hab¨ªa escrito a Vanessa: ¡°Tener 29 a?os y estar soltera, ser una fracasada, no tener hijos, estar loca¡, no ser escritora¡±.
Monk¡¯s House tiene los techos bajos y es una vivienda modesta. Aqu¨ª pas¨® muchas horas desde 1919 a 1941. Escrib¨ªa todas las ma?anas excepto los domingos. En la habitaci¨®n de Virginia, que parece suspendida de una nube, la simp¨¢tica mujer que ense?a la casa me habla de Leonard, muy estimado por los vecinos. A¨²n se acuerdan de cuando encontr¨® la nota de suicidio y les llam¨® desesperado para que le ayudaran a buscar a su mujer. De la nube bajo al vasto jard¨ªn a cielo abierto, la raz¨®n por la que Virginia quiso vivir en Monk¡¯s House. En el c¨¦sped junto al cementerio jugaban a la petanca inglesa con bru?idas bolas de madera. Desde su escritorio en el cobertizo, ella ve¨ªa el monte Caburn y el castillo de Lewes. Aqu¨ª es donde llegaban hasta sus dedos las frases perfectas con la ¡°sensaci¨®n de agua que fluye¡±. Y de ese cobertizo sali¨® para encontrar la muerte.
A¨²n bajo la fuerte impresi¨®n del cuarto de Virginia y su prado entre nubes, conduzco hasta Berwick, cuya iglesia alberga los frescos pintados por Vanessa y Duncan Grant. Amigos y vecinos sirvieron de modelo para las escenas de la vida de Cristo cuando Inglaterra viv¨ªa bajo la amenaza alemana. Quentin, el hijo de Vanessa, pint¨® a Jes¨²s con el rostro de su t¨ªo Leonard, que luego le pedir¨ªa que escribiese la biograf¨ªa de Virginia. M¨¢s all¨¢ de un campo reci¨¦n abonado, camino hacia el campanario de Alciston, donde en la barra del pub Rose Cottage siempre encuentra uno conversaci¨®n sobre los asuntos m¨¢s inesperados mientras degusta una ale.
El r¨ªo Ouse
A veces el paisaje explica las personas que lo pueblan y sus conflictos internos. Quiz¨¢ en Londres Virginia no se hubiera suicidado. Puede que viviendo con su hermana la guerra hubiera sido para ella menos insoportable. Siempre sinti¨® la superior fuerza vital de Vanessa. Admiraba su car¨¢cter ¡°libre, despreocupado, a¨¦reo, indiferente¡±. ?Pero acaso no sufri¨® mucho m¨¢s Vanessa que la fr¨¢gil Virginia? Tuvo que lidiar con tantas p¨¦rdidas, desde la muerte de su hijo Julian en la guerra civil espa?ola hasta la de Roger Fry, para no hablar de la inquietud que le causaba Duncan. En cambio, la hermana peque?a se refugi¨® en su cris¨¢lida creadora desde que Vanessa se entreg¨® al flujo natural de la vida. Sin hijos, Virginia se arrim¨® a Leonard, un hombre s¨®lido, que la amaba y apenas la tocaba, pues ya se hab¨ªa ocupado su hermanastro George de eso cuando ella era adolescente.
¡°Creo que estoy m¨¢s apegada a ti de lo que unas hermanas deber¨ªan estarlo¡±, escribi¨® Virginia a Vanessa cuando ten¨ªan casi sesenta a?os. ?Qu¨¦ hubo entre ellas dos sino el amor m¨¢s apasionado y sensual y a la vez los celos m¨¢s puros, venidos de la cuna? La escritura visual de la primera parec¨ªa esperar que la segunda la pintase, como si solo escribiese para ella. Mientras Vanessa retrat¨® a Virginia tantas veces, esta hizo lo propio en sus novelas Fin de viaje y Al faro, donde evoc¨® los veranos de Cornualles, un tiempo feliz que Vanessa consigui¨® recrear en Charleston.
He llegado a la ribera del r¨ªo Ouse, a las afueras de Lewes. Un paisaje sencillo y rotundo, un constable. La corriente fluye despacio, la brisa alborota las hojas de los chopos. Unos patos se acercan a la orilla. En alg¨²n punto de ese fluir, entre Rodmell y Lewes, entr¨® Virginia en el agua con piedras en los bolsillos. El arte no fue suficiente para aliviar su angustia vital, su desamparo. Ese d¨ªa Vanessa le parec¨ªa la cari¨¢tide inalcanzable que hab¨ªa hecho crecer la vida a su alrededor mientras ella hab¨ªa vivido ¡°en un convento¡±. Miro el r¨ªo, que se pierde en un recodo, y me la imagino en su cobertizo del jard¨ªn entre nubes. Finales de marzo de 1941.
La invasi¨®n alemana a¨²n se teme. Virginia echa un vistazo a las lilas del estanque redondo y escribe una nota para Leonard, quien durante a?os ha soportado sus depresiones y man¨ªas, quien le ha dado un hogar al margen de su hermana del alma. Luego toma un bast¨®n de bamb¨² y sale en direcci¨®n al r¨ªo. Conoce bien sus recodos solitarios, su imperdonable fluidez. Virginia trota por el camino de Lewes hacia el sendero que bordea el Ouse con irritada determinaci¨®n, como una cabra joven. As¨ª la llamaban, Billy Goat. Y entonces dejo de ver su flaca figura y vuelvo a este preciso instante del r¨ªo: pasa un hombre llamando a su perro, los patos se alejan corriente arriba, una nube ensombrece el agua.
Retorno a Charleston
Tengo la impresi¨®n de llegar a una dacha rusa en el camino de la casa donde Vanessa vivi¨® m¨¢s de cuarenta a?os. Charleston desprende una mezcla de exaltaci¨®n y amargura. Ahora que la primavera se acerca es f¨¢cil ver el deshielo del lado sombr¨ªo. El jard¨ªn y el estanque atisban ese ¡°perezoso ajetreo de flores, de mariposas, de manzanas¡± que su due?a concibi¨®. Dentro, me dejo absorber por los rosas y verdes p¨¢lidos, los amarillos y las sanguinas, los optimistas grises, las paredes de un negro transparente, aterciopelado. Dioses y ninfas, acr¨®batas, ramos de flores y cuencos de frutas. Es la obra de arte de Vanessa Bell. Si Bloomsbury fuese una religi¨®n, Charleston ser¨ªa su monasterio ¡°iluminado¡±.
Me recibe Virginia Nicholson, la nieta de Vanessa y sobrina nieta de la Cabra. Nacida en 1955, parece una mezcla de las dos. Virginia Nicholson ten¨ªa seis a?os cuando muri¨® Vanessa. Sirve el t¨¦ en la amplia cocina mientras dice que adoraba a Duncan. Con ¨¦l nunca se aburr¨ªa, igual que con su abuela. La ve sentada aqu¨ª mismo, de espaldas a los fogones, con un caf¨¦ negro y una cucharilla de az¨²car que se va hundiendo como un barco cargado. Le pregunto acerca de su t¨ªa Angelica, que ech¨® sacos de sal en el estanque dorado de Bloomsbury. Virginia frunce un instante la sonrisa: ¡°Era muy cambiante: la encontrabas cerrada, impenetrable, y un momento despu¨¦s se entregaba a una explosiva alegr¨ªa¡±.
Para la hija de Quentin Bell, la decoraci¨®n de Vanessa crea una especie de ¡°clima¡± arm¨®nico que atemperaba las tensiones de sus moradores. A esa calidez quer¨ªa ella volver todos los veranos. ?Pero no es lo que vemos fuera lo que hace de estas estancias un lugar c¨¢lido que excita la mente? Miro el retrato de Keynes, obra de Duncan Grant, en la habitaci¨®n donde, al regresar de Versalles, redact¨® de un tir¨®n su famoso an¨¢lisis sobre las consecuencias econ¨®micas de la paz. ¡°En esta mesa¡±, toca madera Virginia con gesto de quien preserva un legado de gran valor.
Entonces siento que en Charleston se rinde culto a una presencia m¨¢s real que la de los miles que visitan la casa, porque los personajes de aquella manifestaci¨®n sublime siguen vivos, no solo en nuestro imaginario cultural, sino en los meros detalles: en las tapicer¨ªas reconstruidas de los muebles, en los motivos detr¨¢s de las puertas, en los vestigios innumerables. Aquella gente genial no perd¨ªa nunca el tiempo ni tiraba nada. Siempre trabajaban, incluso cuando no lo hac¨ªan. Una joven becaria me muestra algunos de los miles de documentos y dibujos descubiertos en el desv¨¢n. Las listas de la compra envueltas en papel de seda, con un n¨²mero de cat¨¢logo.
Siete Hermanas
En el amplio atelier de la planta baja, donde el esp¨ªritu de Bloomsbury encuentra su definitivo santuario, Virginia dice que se sentaba en esa butaca y Vanessa le hac¨ªa explicar las historias que ve¨ªa en los cuadros mientras la pintaba. En su mirada hay tanto el orgullo de su linaje como esa amargura rusa que la ensombrece. Acaba de ver la nueva serie de la BBC sobre Bloomsbury, a¨²n no estrenada, que no deja de lado lo m¨¢s escabroso del grupo, y est¨¢ recaudando fondos para dar mayor relieve a Charleston en su centenario. Quiere construir un auditorio y atraer a m¨¢s visitantes. Salimos al jard¨ªn de Vanessa, contenido por paredes de s¨ªlex. Un jardinero con pinta de cient¨ªfico parece hablar a un rosal que despunta. Hay ajetreo por todos lados. Bloomsbury florece. Cerca, en Glyndebourne, ya preparan la ¨®pera al aire libre, una atracci¨®n de las tardes de verano
Dejo atr¨¢s Charleston con la sensaci¨®n de que algo no encaja en la historia de los personajes que habitaron aqu¨ª. ?De veras hab¨ªa esa libertad orgi¨¢stica que la leyenda proclama o las cosas eran, en el fondo, menos exaltadas, incluso un poco victorianas? Pero enseguida el paisaje ondulado y terap¨¦utico de Sussex neutraliza cualquier duda o inc¨®gnita. Las colinas tienen una fe inquebrantable en s¨ª mismas. Me dirijo hacia el mar. Cerca de Eastbourne las colinas de tiza dejan ver sus tripas blancas. En Seven Sisters (Siete Hermanas) me recibe un litoral alto y abrupto que parece de otras latitudes. Los acantilados semejan icebergs con c¨²spides verdes. La tierra de Sussex revela por fin su ¨ªntima inocencia. Me agacho para recoger unos guijarros de tacto ¨®seo y lanzarlos al mar mientras dos galgos grises, vigilados por una delgada mujer rubia, corren en zigzag desafiando el barrido de las olas.
Jos¨¦ Luis de Juan es autor de La llama danzante (Min¨²scula).
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