Oporto, susurros y sonrisas junto al Duero
El bacalao del restaurante Maria Rita, los azulejos de Capela das Almas, las vistas desde la Torre de los Cl¨¦rigos, la librer¨ªa Lello y los vinos de las bodegas de la Ribera. Peque?os y grandes placeres en la ciudad portuguesa
Ciudad de cuestas, azulejos, iglesias, pasteler¨ªas, vinotecas, puentes y turistas (sobre todo, espa?oles), Oporto funde lo moderno y lo antiguo. Lo primero est¨¢ muy bien representado por la Fundaci¨®n Serralves, o por la Casa da M¨²sica. Lo segundo, por toda ella. El civismo portugu¨¦s se aprecia en la escasez de pintadas y de excrementos. Esto ¨²ltimo permite pasear admirando las casas, con trabajadas rejer¨ªas y recubiertas de azulejos rojos, verdes, amarillos, azules, grises, sin preocuparse del suelo. Los azulejos forran tambi¨¦n las iglesias, como la Capela das Almas, la de Santa Clara, alabada por Saramago, o el claustro de la catedral. En la estaci¨®n de S?o Bento los de la sala de espera representan escenas campestres e hist¨®ricas.
No se puede (bueno, no se debe) ir a Oporto y no comer bacalao. Un buen sitio es Maria Rita, peque?o restaurante de la Rua da Alegria. En el Tripeiro, m¨¢s elegante, en la Rua Passos Manuel, dan un pernil (un codillo) contundente y muy rico, adem¨¢s de tripas. A los portuenses se les llama tripeiros, porque dieron toda la carne para los soldados que conquistaron Ceuta y se quedaron con las tripas para comer. En Casa Guedes, una taberna en Pra?a dos Poveiros, es delicioso el bocadillo de pernil, opci¨®n rica, barata y r¨¢pida. Pero lo t¨ªpicamente portuense es la francesinha, un bocadillo con mortadela, chorizo, carne, queso, una bomba ba?ada en salsa picante a la que se puede a?adir un huevo frito. Si se toma, se recomienda quemar calor¨ªas subiendo a la Torre de los Cl¨¦rigos. Tras unos 200 escalones, la ciudad se ofrece triste y gris por la lluvia, esplendorosa cuando sale el sol y brillan tejas, adoquines y fachadas, bajo los chillidos de las gaviotas.
Abundan las tiendas bonitas. Ya que estamos con la Torre, cerca se hallan la de porcelana de Vista Alegre y A Vida Portuguesa, en la que todos los art¨ªculos, desde ba¨²les a jabones o latas de conservas, son de muy buen gusto. A tiro de piedra est¨¢ el distinguido The Royal Cocktail Club. Si se viaja con ni?os, sin alejarnos podemos consolarnos con un mojito en la hamburgueser¨ªa Honorato.
Tras la comida, el caf¨¦. A Brasileira es un caf¨¦ (y pasteler¨ªa) art nouveau, con espejos, estucados dorados y ventanales a la calle, suelo de baldosa hidr¨¢ulica y pintura azul pastel. El Guarany, elegante y racionalista, est¨¢ en la avenida dos Aliados. Al otro lado, y m¨¢s abajo, el antiguo Caf¨¦ Imperial, con una imponente ¨¢guila a la entrada, ha sido sustituido por un McDonald¡¯s, que al menos conserva las vidrieras de 1936. Y c¨®mo no hablar del oporto, el c¨¦lebre vino dulce. Visitar alguna de las bodegas, al otro lado del Duero, merece la pena, no solo por ver, en la semioscuridad, las enormes barricas de miles y miles de litros, sino tambi¨¦n por pasear por el barrio de la Ribera, cruzar el puente de hierro de Dom Luis I, fijarse en los rabelos atracados y disfrutar de una panor¨¢mica de postal. Al final de la visita, mientras uno saborea un oporto, puede pensar en el equilibrio de la vida: el vino blanco oscurece con los a?os y el rojo se aclara.
Todo esto, sin olvidar que lo que no sale en las gu¨ªas da a las ciudades su sabor especial. En Oporto pueden ser las bombonas moradas (tambi¨¦n las hay naranjas); ese anciano que sube con su nieto de cuatro a?os a un diminuto motocarro, o un maniqu¨ª en la calle Ildefonso que tiene la particularidad de ser un hombre lobo sentado en un banco, con la cabeza inclinada, de resaca, y con una gaviota posada en su cabeza peluda. Tambi¨¦n puede ser la estaci¨®n de bomberos en la calle Rodrigues Sampaio, con dos coches antiguos, uno de madera, de 1889, y un Chevrolet de 1933, ya de motor, donde un bombero anima a unos ni?os a montarse con sus padres para fotografiarlos, con una parsimonia que amenaza con parar el tiempo.
La vida se para en las colas, peaje del ¨¦xito tur¨ªstico. Para la librer¨ªa Lello (Rua das Carmelitas, 144) hay que hacer dos, la primera para comprar entrada. A punto de desistir, o¨ª decir a una chica: ¡°?No podemos irnos sin ver Lello!¡±. Convencido, me puse a ello, en un local cercano, rodeado por el mundo de Harry Potter: tazas, cartas, figuras, libros, y una frase en la pared: ¡°Es importante recordar que todos tenemos magia dentro de nosotros¡±. Pocas veces se siente uno menos m¨¢gico que en una cola. Preso ya de la intranquilidad, llega al fin mi turno. Y al ver que en el tique se anuncia el Livro do Desassossego, siento que hay algo de magia en el mundo. Tras la segunda cola, como de discoteca, vigilada por portero con gafas oscuras y cuerda para cerrar el paso, se entra por fin en la maravillosa librer¨ªa. Ya lo era antes de Harry Potter, y habr¨ªa ido a verla igual, por lo que maldigo a J. K. Rowling: ahora es un miniparque tem¨¢tico en el que los turistas destruimos su encanto. Compro un libro del que me descuentan el importe de la entrada, y al salir, una voz m¨¢gica y malvada me susurra: ¡°?C¨®mo irte sin tomar un caf¨¦ en el Majestic!¡±.
Por suerte la cola aqu¨ª es peque?a. El precio del caf¨¦ con leche es tan majestuoso como el ambiente: mesas de madera labrada con tableros de m¨¢rmol, camareras con chaqueta blanca y pantal¨®n negro, l¨¢mparas colgando del techo con molduras, suelo de m¨¢rmol verde, columnas y espejos, sof¨¢s de cuero repujado¡
Harto de colas, voy al poco conocido Museo Militar (Rua do Hero¨ªsmo), antigua sede de la PIDE, la polic¨ªa secreta de Salazar. Aparte de la espada del primer rey de Portugal, Afonso Henriques, veo armas, maquetas, soldados de todas las ¨¦pocas, de plomo y pl¨¢stico y de calidad muy dispar, fotograf¨ªas¡ El museo est¨¢ adecuadamente situado junto a un cementerio. El Prado do Repouso tiene unas tumbas que parecen capillas y una avenida flanqueada por cipreses. Al contrario de lo usual, compro flores al salir, para los vivos y no para los muertos, en uno de los puestos atendidos por ancianas. Pregunto a una de ellas cu¨¢nto cuesta un ramo de margaritas, cinco euros, dice con voz bien alta. Y luego, gesticulando, sin emitir sonido alguno, llev¨¢ndose un dedo al o¨ªdo y se?alando a la competencia, me indica que me lo deja en cuatro. Le pago, repite la m¨ªmica y se r¨ªe, haciendo que yo tambi¨¦n sonr¨ªa. As¨ª es Oporto, una ciudad maravillosa, en la que uno puede salir de un cementerio con un ramo de flores y una sonrisa.
Mart¨ªn Casariego es autor de Con las suelas al viento (La L¨ªnea del Horizonte).
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