Rumbo a la Normand¨ªa de Proust
Desde Illiers, el pueblo de la t¨ªa L¨¦onie, hasta la playa de Cabourg, el Balbec de 'En busca del tiempo perdido', un viaje por los escenarios reales y literarios del gran escritor franc¨¦s
Llegu¨¦ a Illiers desde Par¨ªs en tren, agotada, cansada, eso es todo lo que recuerdo. Pero no recuerdo ver la iglesia que Proust no se cansa de describir en el primer tomo de En busca del tiempo perdido. Mi alojamiento est¨¢ al lado de la iglesia, de hecho, pero as¨ª es el mundo: cuanto m¨¢s cerca, m¨¢s lejos, y cuanto m¨¢s peque?o, m¨¢s inabarcable. Eso mismo debi¨® de sentir Proust, una inmensidad tal en sus veranos de ni?o que solo recordarlo le llev¨® a emprender la haza?a m¨¢s descomunal de la literatura del siglo XX. La due?a de mi bed & breakfast se ha encargado adem¨¢s de narr¨¢rmelo todo tan anticipadamente por tel¨¦fono que podr¨ªa ahorrarme todo el viaje y contarlo sin salir de mi habitaci¨®n. Y esa es la tentaci¨®n: tragarme las tres magdalenas que Laurence me ofrece y echarme a dormir. Pero me levanto, inspecciono mi cuarto y encuentro un libro de Baltasar Graci¨¢n: ¡°Uno de los rasgos de la ignorancia es creer saber mucho¡±. As¨ª que me pongo en marcha y me decido a salir.
Paso por la calle principal del pueblo, la Rue du Docteur Proust, y no me entero. Paso por delante de la casa de sus abuelos y no quiero verla. Tuerzo a la izquierda, en direcci¨®n a la casa de la t¨ªa L¨¦onie (t¨ªa Elisabeth en la realidad) y acabo desembocando como hipnotizada frente a una enorme tienda de pompas f¨²nebres. Diferentes modelos de tumbas, desde las m¨¢s historiadas hasta las m¨¢s discretas, se postran ante m¨ª, como ¨²ltimos modelos de coches de lujo. A dos pasos tropiezo sin quererlo con la Maison de Tante L¨¦onie. En este lugar, donde tanto ¨¦l esperaba el beso de su madre, en el patio donde por las noches Proust o¨ªa las interminables tertulias con el se?or Swann, yo tengo mi primer arrebato proustiano. Hay libros sobre Proust en el peque?o mostrador y una postal con la que me quedo: la imagen que Man Ray hace de Proust reci¨¦n muerto. En su rostro sobresalen las mejillas hundidas y las ojeras. Pero lo m¨¢s impresionante es que no parece muerto, sino m¨¢s vivo que cuando estuvo vivo. A mi lado, dos ni?as con sus abuelas siguen la curiosa visita por la casa, y un loco de Proust que aparece de pronto, vestido exactamente como ¨¦l, o como el se?or Swann, con su chaquetilla y su sombrero de paja.
Este es el lugar exacto de la escena inicial de En busca del tiempo perdido (o simplemente La Recherche), ese momento en que el ni?o Marcel, desde su cama, espera a que su madre despida al se?or Swann y suba a darle un beso de buenas noches. Un beso que se demora durante varias p¨¢ginas hasta que la oye subir por las escaleras, las mismas que ahora subo yo detr¨¢s del extra?o personaje. Es una casa de finales del siglo XIX, la casa de los Amiot, comerciantes del pueblo con los que t¨ªa Elisabeth ha emparentado. El t¨ªo Jules (oncle Octavio en la novela), cuya tienda sigue en la plaza del pueblo, tiene aqu¨ª tambi¨¦n su habitaci¨®n, y de ¨¦l Proust extrae, junto con otros modelos de Par¨ªs, algunos de los rasgos que definen al personaje m¨¢s inolvidable de la novela: el burgu¨¦s diletante que se equivoca a lo grande y que ama a quien no debe.
Paso por el seto de flores de espino donde Proust se encuentra con Gilberta, la hija de Swann en su?libro
Entretanto, visitamos las habitaciones donde tante L¨¦onie yac¨ªa enferma, aquejada del mal de los hipocondr¨ªacos. Est¨¢ claro que los illierenses adoran a este personaje. Es ella la que aloja en su casa a Marcel, a su hermano Robert y a sus padres durante los veranos en Illiers-Combray. Y ah¨ª est¨¢ el cuarto de Proust de ni?o, y el de sus padres, y la ventana desde la que tante L¨¦onie le daba significado a todo. Nada se le escapaba a la t¨ªa de Marcel desde su posici¨®n de estratega, y ser¨¢ este el mayor aprendizaje que Proust adoptar¨¢ en la segunda parte de su vida, una vez que sus padres mueren. Esa es la t¨¦cnica de su escritura, la del encamado que gira y gira sobre su ¨®rbita, mientras ve desfilar al otro lado de los cristales a los personajes de su vida. Eso supone para Proust este peque?o pueblo de cuatro calles y un par de plazas, rodeado de una inmensidad tan vasta que todo el universo se concentra aqu¨ª.
Los jardines de Swann
As¨ª salgo yo del museo, medio mareada. Quiero perderme sola por los andurriales que Proust conoci¨®, y enseguida los encuentro. El Jardin du Pr¨¦-Catelan, dise?ado por t¨ªo Jules, y que sirvi¨® de modelo para los jardines de la mansi¨®n de Swann. Y los caminos que bordean los campos de avena y trigo, cruces de caminos que dan a su vez a otros caminos que llevan a M¨¦s¨¦glise, Tansonville, Guermantes¡ Los recorro en la m¨¢s absoluta soledad y paso por el seto de flores de espino donde el ni?o Marcel se encuentra con Gilberta, la hija de Swann en su libro. Hay ahora all¨ª un matrimonio de ancianos sentados en el mismo banco y recre¨¢ndose con seguridad en la primera vez que se dieron la mano. En estos pensamientos transcurre mi paseo, entre el olor a paja y el sonido del agua que lleva el Loira. Estoy en pleno centro neur¨¢lgico del mundo desdoblado que nos presenta Proust en La Recherche, un mundo de dos caminos, el de Swann y el de Guermantes, el de la aristocracia y el ancien r¨¦gime y el de la alta burgues¨ªa a la que ¨¦l pertenece. Pero todo esto ocurre en un lugar perdido en el middle west franc¨¦s.
A estas alturas ya me importa poco la iglesia y el campanario que a¨²n no he visto, y la casa de sus abuelos, que me han dicho que est¨¢ enfrente. He cruzado el r¨ªo, he dejado atr¨¢s el camino de Vinteuil y me oriento otra vez hacia la plaza del mercado. En la oficina de turismo pregunto por la otra plaza, la de la iglesia. Con eso dar¨¦ por cumplida mi visita. La encantadora joven que me atiende me explica que la iglesia est¨¢ ah¨ª, y me lleva de la manga a verla. ?S¨ª, claro, Saint-Hilaire!, y doy de bruces con ella.
Como no pod¨ªa ser menos, all¨ª me encuentro al atildado personaje del que vengo huyendo desde la casa de tante L¨¦onie. Est¨¢ tomando notas en su cuaderno, frente al p¨®rtico de Saint-Jacques (el nombre real del santuario). Deber¨ªa decirle algo a este hombre, hacernos amigos, pero opto por esquivarle y meterme en el templo. ?Y de pronto me doy cuenta de que estoy en un granero! Un prodigioso granero de una sola nave cuyo interior me conmueve por su simplicidad. Al fondo, una luz, un foco arroja claridad sobre un segmento de muro donde un hombre trabaja minuciosamente decapando la pintura que cubre los frescos. Es un restaurador, un artista, pero tambi¨¦n podr¨ªa ser un agricultor, alguien concentrado en separar la paja del grano, o el mismo Proust, decapando su mundo. El hombre no se inmuta cuando me acerco a ¨¦l. As¨ª que miro al techo. Tiene la iglesia una decoraci¨®n ah¨ª arriba, en la b¨®veda, que me deslumbra. Sus colores refulgen como soles policromados. Parece toda una narraci¨®n y no un templo cristiano. Me remite incluso a la c¨²pula del baptisterio de Florencia, donde Dante aprendi¨® la estructura circular que dar¨ªa lugar a su Divina comedia. Hay algo en este lugar que abriga y contiene la totalidad del exterior, como si los campos de afuera, todo ese inmenso granero que es la regi¨®n de Centro-Valle de Loira, viniera a almacenarse aqu¨ª. Y algo tiene adem¨¢s de desv¨¢n nutricio, con sus compartimentos de madera separados para que no se mezclen la cebada y el centeno. No es una mala coincidencia, Proust y el pan. Y La Recherche, como un inmenso granero, un enorme clasificador.
Pero esa noche en Illiers no podr¨¦ pegar ojo. Llevo todo el d¨ªa con la foto de Man Ray en el bolso y ahora que estamos solos Proust y yo, ¨¦l muerto y yo viva, me muero de miedo.
Viaje a la playa
Al d¨ªa siguiente, mi querida Laurence me lleva a la estaci¨®n. Mi ruta para el segundo d¨ªa es desandar el camino en tren desde Illiers hasta Chartres, y desde all¨ª en Blablacar hasta Cabourg, en Normand¨ªa: el Balbec de La Recherche. Si Centro-Valle de Loira es el granero de Francia, Normand¨ªa es la leche y el calvados. Pero antes, en Chartres, tengo tiempo para visitar una de las catedrales g¨®ticas m¨¢s hermosas del mundo. La rodeo y la sensaci¨®n que tengo es que sin esta catedral, sin estos entornos arquitect¨®nicos que Proust conoci¨® muy bien, La Recherche tal vez no hubiera existido. En la costa de Normand¨ªa me espera el Grand H?tel. He reservado una habitaci¨®n por un dinero que en mi vida he gastado. Nadie lo sabe a¨²n, pero los sensitivos franceses de esta zona parecen vislumbrarlo: Proust y yo cumplimos a?os el mismo d¨ªa. Cuando me encuentro con la conductora de mi Blablacar se lo cuento. Ah, qu¨¦ bien, me dice, yo acabo de cumplir 24. Me siento sin pensarlo en el lugar del copiloto. Mi compa?era de viaje me anuncia que a¨²n vamos a buscar a otra pasajera, de quatre-vingt-quatre, precisa. La mujer de 84 se conserva muy bien y se mete detr¨¢s como una atleta.
El camino de dos horas y media en coche, desde Chartres a Houlgate, resulta ser una traves¨ªa por el paisaje que va cambiando de las llanuras amarillas a las praderas verd¨ªsimas llenas de vides y de pastos. La mujer de quatre-vingt-quatre resulta ser normanda. Mientras el coche circula por la Nacional 154 que nos llevar¨¢ hasta la costa, le pregunto si recuerda el desembarco de Normand¨ªa. ¡°S¨ª, claro, yo ten¨ªa cinco a?os¡±, dice toda coqueta. Y tambi¨¦n recuerda esta misma carretera invadida por los alemanes, con sus metralletas. Todo eso recuerda esta mujer, que adem¨¢s me habla de Proust como de un vecino. ¡°Ven¨ªa a Cabourg¡±, comenta, ¡°pero cuando ¨¦l muri¨®, yo a¨²n no hab¨ªa nacido¡±, me dice, para que no haya lugar a confusi¨®n. ¡°?Y va usted al Grand H?tel?¡±. S¨ª, le digo. ¡°Pues desde Houlgate a Cabourg a¨²n hay una tiradita, y a la hora a la que llegamos no pasa el tren. Espera¡¡±, dice. Entonces saca su m¨®vil, llama a su hija y le da indicaciones de d¨®nde recogernos y ad¨®nde me debe llevar. Y as¨ª es. Nada m¨¢s llegar a Houlgate, la pasajera se agarra a mi brazo y le pide a su hija y a su yerno que me lleven a Cabourg. En el camino hablamos espa?ol. La hija y su marido han vivido varios a?os en Chile, y cuando me despido, delante del Grand H?tel, tengo por un momento la sensaci¨®n de haber vivido un encuentro po¨¦tico.
La playa es de una llanura infinita, como un campo gris y azul. Y una multitud de gente invade el malec¨®n
En el Grand H?tel, nada m¨¢s atravesar la puerta giratoria, a la derecha me encuentro con las elegantes escaleras que llevan al ascensor. Esta es otra de las escaleras fundamentales de La Recherche: la imagen de Proust con su abuela, llegando al hotel y subiendo asombrado en el reciente invento del ascensor. Y yo subo a mi habitaci¨®n con el ¨¢nimo un poco alica¨ªdo. Me hubiera gustado quedarme en la casa de los normandos. Pero ahora ya no puedo huir. As¨ª que me aplico en disfrutar del encanto de un hotel de la belle ¨¦poque que se conserva intacto desde que en 1907 se construyera sobre las ruinas del antiguo hotel en el que Proust sol¨ªa alojarse con su abuela y su madre cuando ven¨ªan a la playa desde Par¨ªs.
Nada m¨¢s subir a mi habitaci¨®n me entero de que me han dado la 404 y que la de Proust est¨¢ al lado. Le pido a la directora del hotel que me la ense?e y quedamos para el d¨ªa siguiente. Y es curioso, porque nada m¨¢s abrir mi habitaci¨®n, digna de una duquesa de Guermantes (o de la cocotte Odette), echo la mano al bolso y vuelve a invadirme el miedo. Esta vez, antes de que sea de noche, cojo la estampa de Man Ray y la oculto en el fondo de unas revistas que hay sobre la chimenea. Ser¨ªa mucho m¨¢s f¨¢cil tirarla a la papelera, pero algo me empuja a llevarla conmigo all¨ª adonde voy.
La playa es de una llanura infinita, como un campo gris y azul. Una multitud de humanos invade el malec¨®n nada m¨¢s poner mis delicados pies en la acera. ?Pero d¨®nde est¨¢n, por favor, Albertine y sus compinches? ?D¨®nde est¨¢n esas j¨®venes ninfas que desfilaban arriba y abajo por este paseo? As¨ª que ante tama?a gentrificaci¨®n me refugio en mi cuarto. All¨ª ordeno mi mente. Saldr¨¦ de nuevo, s¨ª, pero ya sin otra expectativa que pegarme un ba?o y ver el casino donde Marcel pasaba las noches con sus amantes y gast¨¢ndose la fortuna de sus abuelos.
En el 102 del bulevar Haussmann de Par¨ªs, la casa a la que se mudar¨¢ despu¨¦s de la muerte de su madre, se entregar¨¢ por fin a su obra. En 1910, a causa de las inundaciones del Sena, tiene que abandonarla, y ser¨¢ Cabourg el lugar elegido para pasar los meses de acondicionamiento del piso. Ser¨¢ la base para su recreada Balbec, la villa de veraneo que aparece en La Recherche, y donde seguramente empez¨® a anticipar el beso de la muerte, en el mismo lugar donde se habr¨ªa iniciado a los placeres del amor.
Parece que Proust era un hu¨¦sped protest¨®n e inc¨®modo, me cuenta la directora del hotel. ?l, un insomne, que dorm¨ªa de d¨ªa y viv¨ªa de noche, pretend¨ªa poner orden en los ruidos de los dem¨¢s. En su cuarto, la famosa habitaci¨®n 414, se conservan manuscritos de su pu?o y letra. Sigui¨® viniendo aqu¨ª durante 10 a?os, hasta 1917, y aqu¨ª conoci¨® al gran amor de su vida, el adorado Agostinelli, un joven de la zona al que contrat¨® como ch¨®fer para que le llevara a pasear por todos los pueblos de la costa, cuando acababa de inventarse el autom¨®vil. Agostinelli le exprimir¨¢ hasta la muerte. ?l es el modelo de Albertine, la fugitiva. Proust lo mima y lo cubre de regalos para que no le abandone, y les alberga a ¨¦l y a su mujer en su casa de Par¨ªs. Pero ni as¨ª lo retiene. Agostinelli y su mujer acaban huyendo, y Proust trata de comprarlo regal¨¢ndole un aeroplano con el que Agostinelli se estrella cerca de Niza, en 1914. La muerte de su esquivo amante, del hombre que represent¨® la suma belleza y el mayor de los fracasos, y la eclosi¨®n de la Primera Guerra Mundial que asola Europa, y que se lleva por delante a sus mejores amigos, aboca a Proust al agujero de la escritura, que crece y crece desde dentro, reflexionando sobre el amor, los celos, la homosexualidad, la historia, el arte.
Parece que Proust era un hu¨¦sped protest¨®n e inc¨®modo, me cuenta la directora del Grand H?tel de Cabourg
En ese momento ¨¦l ya ha publicado el primer tomo de su obra, Por el camino de Swann, y ya ha recibido el Premio Goncourt, pero debe esperar a que termine la contienda para seguir publicando. Es esa guerra la que hace que La Recherche se dilate, mientras Proust espera a que la muerte suba las escaleras, con su beso. Y no es arriesgado pensar que aqu¨ª, en Cabourg, se puso en marcha, en c¨ªrculos conc¨¦ntricos, el mecanismo de recuperaci¨®n de la memoria, frente a este mar donde ¨¦l se refugia de lo que ya no vuelve. La magdalena de Illiers pudo ser evocada en el bulevar Haussmann, pero tambi¨¦n aqu¨ª, ante los ventanales de su habitaci¨®n, o desde el gran comedor que hoy lleva su nombre, y cuya contemplaci¨®n le transporta directamente a los salones de Par¨ªs, al paseo de la playa de Cabourg, a la habitaci¨®n de tante L¨¦onie, a la b¨®veda de la iglesia de Saint-Jacques, con su techo decorado como el techo art d¨¦co del casino pegado al Grand H?tel, y finalmente al beso de su madre.
Tres mil p¨¢ginas
La guerra termina en 1918 y Proust vuelve a Par¨ªs, pero ya es otro Par¨ªs, ya es otra historia. ?l morir¨¢ cinco a?os despu¨¦s, pero habr¨¢ recuperado todo el tiempo perdido en los salones de los esnobs y en los tugurios de la noche. Tres mil p¨¢ginas escritas para salvarse de una realidad que nunca le podr¨ªa dar los goces de la literatura. En esas tres mil p¨¢ginas, los dos caminos, el del presente y el del pasado, el de los sue?os y el de las decepciones, acaban junt¨¢ndose, y es en ese momento, en el que escribe ¡°fin¡± en la ¨²ltima p¨¢gina de su libro, cuando Proust sabe que ya puede morirse. Hasta ese momento le acompa?ar¨¢ la fiel Celeste, la mujer de Odil¨®n, otro de sus ch¨®feres. Luego vendr¨¢n a rendirle tributo todos los grandes hombres y mujeres de Par¨ªs. Tambi¨¦n Man Ray, el fot¨®grafo, que llegar¨¢ a su casa poco despu¨¦s de que Proust expire. La foto recoge ese momento sublime en el que Proust descansa, en paz por fin, despu¨¦s de haber cerrado el c¨ªrculo.
Pero irse de Cabourg, como imagin¨¦, no ser¨¢ tan f¨¢cil. De madrugada, antes de dejar mi habitaci¨®n, salgo a la playa, en la que no hay ni un alma, y contemplo esa inmensidad. Esta es la estampa que ¨¦l debi¨® de conocer en sus noches ¨¢lgidas de amor y escritura, rayando el alba. El mar se extiende como una l¨¢mina de mercurio. Y de pronto, a lo lejos, en el agua, veo un caballo que corre, que vuela sobre las olas. Es como un sue?o, como una aparici¨®n. Y no pienso preguntar si se trata de caballos que alguien alquila para surcar el cielo. Tampoco me digno a que me llamen un taxi para llevarme a la estaci¨®n. No, ir¨¦ a pie, les digo a los botones. Me agarro bien fuerte al bolso y a la postal de Man Ray, y con mi maleta a rastras me lanzo a la carretera y llego en 20 minutos a la estaci¨®n de Dives. No sin antes encontrarme con varias tiendas de pompas f¨²nebres en el camino. Debe de ser un negocio boyante. La vida, que pasa. Y el arte, que permanece. Bendito Proust.
Luisa Castro es escritora y directora del Instituto Cervantes de Burdeos.
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